2 ene 2013

#1DMX: Vándalos vs. Violentos/DENISE DRESSER


#1DMX: Vándalos vs. Violentos/DENISE DRESSER
Revista Proceso No.  1887, 30 de diciembre de 2012
 “Una peste sobre ambas casas”, exclama Mercutio tres veces en Romeo y Julieta antes de morir. Maldice así a las familias cuya rivalidad lleva a su ruina. Y ese sentimiento de rechazo a ambos bandos también lo produce lo ocurrido el 1 de diciembre. También lo inspira la violencia que acompaña la toma de posesión de Enrique Peña Nieto. El enfrentamiento buscado que engendra la violencia condenable. La confrontación orquestada que incita los peores instintos. Vándalos contra violentos. Estudiantes contra policías. Anarcopunks contra granaderos. Perredistas contra priistas. Mexicanos contra mexicanos. Usando la violencia para cambiar la realidad y ensangrentándola. Condenables unos y otros.

 #1DMX representa mucho de aquello que no funciona. Se ha convertido en un microcosmos de lo que el país no ha logrado resolver. La ausencia del estado de derecho y la dificultad para lograr su aplicación; estudiantes encapuchados que provocan la violencia y policías agresivos que la exacerban; muchachos que quieren actuar al margen de la ley y que –al mismo tiempo– padecen su uso discrecional. #1DMX es ése México repleto de contradicciones. Donde se exige la mano dura para quienes rompen vidrios pero no para quienes se enriquecen ilícitamente. 14 encarcelados en una prisión, y Arturo Montiel –como siempre– vacacionando en una montaña nevada. Decenas de personas acusadas de violentar la paz pública, y políticos impunes a quienes el gobierno ni siquiera ha investigado. La ley del pueblo y la ley contra el pueblo.
 La intención detrás de las órdenes policiales dadas ese día es clara; el objetivo es transparente. Se trata de mostrarle al país lo que ocurriría – supuestamente– si la izquierda lo gobernara. Se trata de enseñar a los mexicanos todo aquello que –supuestamente– deberían temer. De ligar a Andrés Manuel López Obrador y #YoSoy132 con los porros y los anarcopunks y los vándalos. Los abogados del orden evidenciando a los promotores del desorden. Quienes quieren manipular el miedo provocando a quienes lo producen. Quienes se dicen los defensores de la “mano firme” creando oportunidades para usar la mano dura. Vinculando a AMLO y #YoSoy132 con las pedradas y las barricadas. Distorsionando la información para aprovecharse políticamente de ella.
 Todo eso es cierto. Todo eso es innegable. Todo eso es condenable. Pero todo eso no justifica el comportamiento de los vándalos y quienes se sumaron a su causa. Pero todo eso no justifica los vidrios rotos y los policías golpeados. Los puños empuñados y los granaderos agredidos. Los comercios destrozados y los ventanales despedazados. La frustración legítima desembocando en métodos que no lo son. El argumento de que los fines justicieros avalan los métodos antidemocráticos. El resentimiento que todo lo absuelve. Los excesos aplaudidos ante los reclamos desatendidos. La violencia redentora que en realidad no lo es. La convicción de que una causa buena sanciona los métodos malos. Ese viejo desfase entre justicia y ley, haciéndose presente una y otra vez. El 1 de diciembre y más allá de allí.
 Pero México no debe creer que la violencia de los desesperados es aplaudible. Pero México no debe pensar que la violencia de los vinculados con #YoSoy132 es aceptable. La violencia –escribe Hannah­ Arendt–, como cualquier otra acción, cambia al mundo, pero lo hace para mal. Crea vencedores y vencidos, triunfadores y resentidos. Crea heridas profundas que tardarán mucho tiempo en cicatrizar. Produce sociedades que empuñan el odio en lugar de promover el diálogo. Produce sociedades divididas, llenas de ciudadanos que no pueden reconocer la humanidad esencial de quienes caminan a su lado.
 Y por ello mismo, la violencia promovida por y desde el gobierno es algo que ningún mexicano debe aceptar. Que ningún mexicano debe exigir. Que ningún medio de comunicación debe fomentar. Que ningún político de cualquier partido debe justificar. Porque la violencia estatal es una confesión de fracaso, una admisión de incompetencia. Demostrada allí en los golpes de las macanas. En los inocentes agredidos y aprehendidos. En la agresividad desmedida de los policías. En las personas injustamente arrestadas y encarceladas durante días. En ejemplo tras ejemplo de fuerzas públicas que imponen el orden violando la ley. Evidenciando a autoridades que no saben comportarse como tales. Evidenciando al Estado que existe para impedir la ley de la selva pero que se vuelve promotor de ella. Porque el Estado tiene el monopolio legítimo de la violencia, pero debe usarla con responsabilidad, con proporcionalidad. Con apego a la ley, y no con macanazos por encima de ella. Dentro de los límites que marca la Constitución, y no con toletazos que la mancillan.
 Y medios que padecen el mismo mal, que actúan de la misma mala manera. Erigiéndose en inquisidores; actuando como fiscales; acusando en vez de informar. Promoviendo el pleito en vez de contribuir a su desactivación. Aplaudiendo la violencia policial en vez de criticar su uso. Imagen tras imagen que apila el amarillismo y alimenta la estridencia. Medios que se han convertido en parte del problema y no en parte de la solución al depositar toda la culpa de la violencia en los jóvenes. Porque en lugar del análisis responsable han contribuido a la polarización lamentable. Porque en lugar de calmar los ánimos han ayudado a crisparlos. Sumándose al aplauso colectivo ante la costumbre de ojo por ojo, diente por diente.
 Esa costumbre que el país debe desterrar. Erradicar. Condenar en ambos bandos enfrentados ese día. Porque cada petardo disparado, cada tolete empuñado, cada bolero hostigado, cada hombre pateado, cada policía agredido es una afrenta. Algo que el país entero debe reclamar; algo que todo panista y todo perredista y todo priista debe denunciar; algo que todo ciudadano debe parar. Porque nada que valga la pena ha sido construido sobre los cimientos de la violencia. Y la violencia –como apuntó Emerson– no es poder, sino la ausencia de poder. Es la ausencia de aquello que permite mirar a los ojos de otro mexicano y reconocerse en él.



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