3 jul 2013

Condesa: La colonia que perdimos/ Héctor de Mauleón


Condesa: La colonia que perdimos/ Héctor de Mauleón
Crónica
El Universal, Martes 02 de julio de 2013
La publicidad informaba que el bar Zydeco hacía que la calle Tamaulipas se moviera “al ritmo de los aires de Louisiana”, por la música negra que dicho establecimiento solía ofrecer como atractivo principal. Ahora, las puertas del Zydeco están clausuradas con sellos que señalan que el bar fue cerrado por el delito de secuestro.
 Es viernes por la noche, la Condesa huele a alcohol, y cuatro patrullas con las sirenas encendidas circulan a vuelta de rueda a lo largo de Tamaulipas. Hace cosa de un mes un joven fue asesinado a las puertas de un after llamado el Black. Sus agresores lo sacaron a la fuerza y le metieron un tiro en la nuca. La respuesta oficial consiste en esas patrullas que revisan, aleatoriamente, a los automovilistas.

 Por lo demás, en el rutilante corredor de bares, antros y restaurantes de la colonia Condesa, nada parece haber cambiado. La música llena la calle. Los bares están a reventar. Brillan las marquesinas del Celtics, el 50 Friends, el Wallace, La Perla de Occidente, el IU Condesa, el Sal Negra. No se percibe miedo. No hay señales de amenaza o de peligro. “Lo único peligroso aquí es la taquería El Tizón: ha matado a mucha gente de arterioesclerosis”, me dice con una sonrisa el propietario de un bar.
 En el Pata Negra, un cantinero informe que a pesar de los operativos “todo el mundo sigue conectando”. Los dealers venden en la esquina, “o en la misma mesa de los bares”. Sólo hay que preguntar al mesero, al franelero, al valet parking. O bien, marcar por el celular al número de costumbre. “En la Condesa se consigue de todo”.
 Tomo una copa en el Celtics, un pub de aspecto escocés. “Es fácil —dice uno de los meseros—, cuando ves que se comienzan a parar todos juntos al baño, es que el pedido ya llegó”.
 Las cosas comienzan siempre por no ser lo que son. Llegué a vivir a la Condesa a principios de los años 90. La colonia era una anciana tranquila que conservaba más o menos el mismo aspecto que a fines de los años 20 le imprimió el arquitecto José Luis Cuevas.
 En sus antiguos caserones de verjas herrumbadas aún vivían los viejos exiliados que habían huido de Europa durante la Segunda Guerra Mundial. El mundo era tan joven que el restaurante Xel-Há todavía no existía (en su lugar había un sitio de comida griega, el Rodas) y el restaurante La Gloria era una miscelánea, en cuyas alacenas se alineaban jabones, latas de chiles, frascos de salsa Tabasco y botes de aceite Maravilla. En Michoacán había cerrajerías, tlapalerías y vulcanizadoras. La Condesa era una sucesión de sastrerías, vidrierías, panaderías y relojerías.
 La noche de domingo solían ser aburridas. Sólo funcionaba el Sep’s, que al parecer ya era decadente desde el día mismo de su inauguración, y un poco más allá, la churrería La Azteca.
 Lo que en el siglo XVIII había sido la extensa hacienda de la condesa de Miravalle se acercaba a su tercera refundación. La primera ocurrió a principios del siglo XX, cuando se inauguró en sus terrenos El Toreo (que estuvo donde hoy se alza el Palacio de Hierro) y poco después el célebre Hipódromo, cuyo listón inaugural fue cortado por el mismísimo don Porfirio.
 La segunda ocurrió cuando aquellos terrenos fueron fraccionados y el arquitecto Cuevas realizó en ese sitio el último intento de dotar a la ciudad de una fisonomía determinada: el espléndido art deco.
 Yo ignoraba que estaba presenciando la tercera refundación cuando la Fonda Garufa abrió sus puertas y colocó las primeras mesas sobre la banqueta. Entonces vino el vendaval, y nos “alevantó”.
 Durante los siguientes 10 años resistí tras de mi ventana la música nocturna de los antros que abrían y cerraban y cambiaban de nombre; el ruido de las alarmas de los autos que empezaban a berrear como un niño a mitad de la noche; las risas y los gritos de los borrachos; el ruido de vasos rotos contra el asfalto; la imposibilidad de encontrar un cajón de estacionamiento; el auge del imperio de los valet parking; la desaparición de las viejas residencias transfiguradas de pronto en lofts de aire neoyorquino; el aumento delirante en el precio de las rentas; la muerte irreparable de los comercios tradicionales cuyos locales eran convertidos en fondas. La pérdida irreparable de aquel barrio misterioso, silencioso y arbolado.
 Llamé a una mudanza y huí de la Condesa. Hace tres años leí que unos hombres vestidos de negro dejaron dos cuerpos en un auto en la calle de Pachuca, y esta noche, en el bar de siempre, un desconocido me pregunta si tengo “un pase” porque anda “muy erizo”, y afuera cuatro patrullas con las sirenas encendidas recorren la calle, y una cinta amarilla indica que en el bar Zydeco se investiga el delito de secuestro.
 Veinte años después de que lo supiéramos todos, las autoridades descubren que aquí se vende droga.
 Que con su pan se lo coman.

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