Silvio
Rodríguez evoca a García Márquez en carta pública
Tomado de La Jornada en Línea, 21 abr 2014 21:36
El
cantautor cubano, Silvio Rodríguez, dedicó en su blog una carta al escritor
colombiano, Gabriel García Márquez.
En
el texto, uno de los líderes de la Nueva Trova Cubana describe anécdotas con el
Nobel de Literatura, su primer encuentro y cómo García Márquez lo ayudó a
buscar un coche que le robaron.
Carta
íntegra que publicó Silvio Rodríguez en su blog Segunda Cita:
"No
recuerdo dónde lo conocí. Puede haber sido gracias a Haydee Santamaría. Acaso
coincidimos en alguna comida en casa de la amiga común, quizá en aquella en que
fui embromado con una tortilla de plátanos maduros. Lo que sí tengo claro es
que en septiembre de 1969, entre la treintena de libros que embarqué en el
Playa Girón, había un Cien años de soledad que ya había leído un par veces.
Lo
veo a flashazos, en distintos momentos. Un 31 de diciembre me invitó a una
fiesta en la que estaban su amigo Fidel Castro y el actor norteamericano
Gregory Peck. Hubo un momento, cercano a las 12 de la noche, en que me vi
conversando con aquellos gigantes y me sentí desubicado.
La
primera vez que estuve en su casa de México fui con Raúl Roa Kourí y mi hermana
María, casados por entonces. Estaban de tránsito, camino a New York, donde
estarían 6 años sirviendo a Cuba ante las Naciones Unidas. Fuimos por la mañana
y pasamos algunas horas en el despacho del escritor, donde estaban algunos de
sus libros, su máquina de escribir. Allí constaté que, tal y como se decía,
sobre su mesa de trabajo había un un florero con una rosa amarilla. Creo que
fue la primera vez que vi una rosa que parecía un sol. O la primera que
reparaba en ella, iluminada por la mitología en torno al genio literario.
Hablamos
de música. Uno de sus hijos estudiaba flauta. En algún lugar yo había leído que
él escribía escuchando a Bach; pero aquella mañana nos dijo que entre sus
partituras preferidas estaba el concierto para violín y orquesta de Sibelius.
Revisó sus discos (con la ayuda de Mercedes) y me regaló una versión, que tenía
repetida, dirigida por Von Karajan e interpretada por Christian Ferras. Antes
de dármelo rotuló su nombre en la carátula, con plumón azul Prusia. Después me
obsequió su novela más famosa, que yo casi me sabía de memoria. Hablamos
también de cumbias y vallenatos, tema del que era experto. Concluyó la clase
magistral con ejemplos en los que su nombre era mentado y, con cierta ternura,
nos hizo escuchar una cumbia que lo increpaba por algo que no recuerdo.
Finalmente me obsequió dos casetes, con selecciones personales. Aquellas cintas
no me duraron mucho, porque le comenté a una periodista que las tenía y se las
llevó, jurando muchas veces que sólo las quería para copiarlas y que enseguida
me las devolvería. Ojos que te vieron. O más bien: oídos que te escucharon…
No
recuerdo por qué un día me tocó llevarlo al centro campestre de Río Cristal,
donde se iba a celebrar un almuerzo relacionado con el premio literario Casa de
las Américas. Por el camino traté de hablar lo menos posible, para no meter la
pata, pero acabamos comentando la separación de un matrimonio. Yo, sagitario
imprudente, sentencié que era una desavenencia pasajera. Él me miró de una
forma en la que pude reconocer, en el breve vistazo que le dirigí puesto que
iba manejando, que sentía más congoja por mi optimismo que por la pareja
distanciada. Puede que en el fondo yo pensara como él, y que sólo siguiera la
costumbre totémica de expresar mis deseos y no lo que realmente sucedía. A
veces me he equivocado, de diente para afuera, aunque de diente para adentro
sepa que ejecuto un ritual que significa lo contrario. En aquel caso, en pocos
días comprobé que su mirada de piedad tenía más peso que todas mis palabras. Y,
además, comprendí que él no era adicto a mis ceremonias primitivas y que
conocía mucho mejor que yo a personas que yo veía más a menudo.
Hace
poco conté, a propósito de una canción de mi ultimo disco, la especial
circunstancia de haber tomado un vuelo en el que sólo iba otro pasajero. Era
hasta México, con escala en Cancún. Aquella tarde los cielos estaban cargados
de oscuridades y nuestra soledad compartida, entre tantos asientos vacíos,
propició el acercamiento. En aquel avión, que daba tumbos y bajones, el escritor
me iba explicando –con una serenidad inconcebible– que a veces se le ocurrían
ideas que no daban para novelas o cuentos, y que posiblemente eran canciones.
En todo momento fui consciente de la fatalidad de que aquel encuentro ocurriera
en circunstancias tan adversas, porque los incesantes sobresaltos no me
permitían estar todo lo atento que deseaba. Luego, en Cancún, se llenó el
avión, los cielos se aplacaron y el viaje dejó el misterio atrás, siendo menos
propicio, aunque yo me despedí diciendo que iba a tratar de darle taller a
algunas de las ideas –a veces relampagueantes– que tuve la suerte de escuchar.
En un terrible hotel de Panamá hice un primer acercamiento que se perdió en la
bruma, y sólo hace muy poco logré organizar algo cantable.
Cierta
vez estuve una noche en su casa del DF y, a la hora de irnos, comprobamos que
faltaba el carro en que habíamos llegado. Buena parte de aquella madrugada la
pasó con nosotros en la comisaría, prestando declaraciones y tratando de
ayudarnos. Otra noche, hace no mucho, fuimos al bar de una señora llamada
Margarita, lleno de caricaturas, donde Sabina hacía gala de los tantos corridos
y rancheras que se sabe. La última vez que fuimos a su casa cargó a Malva en la
puerta de despedida.
Dejo
constancia que la única vez que visité la hermosa Cartagena de Indias fue
gracias a él, que me recomendó al Festival de Cine como jurado. Ni antes ni
después he vuelto a entrar a un Casino. Aquel era propiedad de un amigo, señor
que amablemente nos regaló unas fichas para que probáramos suerte en la ruleta.
Yo le seguía las manos al dealer, a ver si las ocultaba bajo la mesa para
apretar algún botón. Pero el hombre daba un respetuoso paso atrás, cada vez que
la rueda de la fortuna empezaba a detenerse, quizá leyéndome la mente. Viendo
lo rápido que dilapidé mi capital, el escritor, de un blanco impecable, se
partía de la risa.
Voy
a conservarlo así, sonriente, gozando de la vida, a lo mejor en la voluta de
una idea que la insondable alquimia de su talento dejará en una ínfima reseña,
algo que ni siquiera llegará a ser canción: acaso un insecto posado en un
mantel, la pintura vahída de un bote surcando el río Magdalena, la nota
disonante de un triste amolador de tijeras. Seguro así me sentiré alguito menos
huérfano".
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