Una
Gran Bretaña frágil/Anatole Kaletsky is Chief Economist and Co-Chairman of Gavekal Dragonomics and Chairman of the Institute for New Economic Thinking. A former columnist at the Times of London, the International New York Times and the Financial Times, he is the author of Capitalism 4.0, The Birth of a New Economy, which anticipated many of the post-crisis transformations of the global economy. His 1985 book, Costs of Default, became an influential primer for Latin American and Asian governments negotiating debt defaults and restructurings with banks and the IMF.
Traducido del inglés por Carlos Manzano.
Project
Syndicate |2 de mayo de 2015
¿Qué
país europeo afronta el mayor riesgo de inestabilidad política y agitación
financiera en el año que tenemos por delante? Cuando falta menos de una semana
para que se celebren las elecciones generales británicas el próximo 7 de mayo,
la respuesta es a un tiempo evidente y sorprendente. El Reino Unido, que en
tiempos era un refugio de estabilidad política y económica en plena agitación
de la crisis del euro, está a punto de convertirse en el miembro de la Unión
Europea más imprevisible políticamente.
De
hecho, el de la continuidad es el único resultado de las elecciones que se
puede excluir casi con seguridad. A no ser que las encuestas de opinión se
equivoquen hasta un grado sin precedentes en la historia de Gran Bretaña, los
dos partidos que componen la coalición de gobierno, los conservadores del
Primer Ministro David Cameron y los liberales demócratas, apenas tienen
posibilidades de obtener juntos una mayoría parlamentaria.
Una
posibilidad –con una probabilidad ligeramente superior al 50 por ciento, según
las encuestas– es la de que Gran Bretaña, el país natal del thatcherismo y
portaestandarte de la economía neoliberal de la UE, tendrá pronto un gobierno
encabezado por el laborismo y comprometido con el mayor programa de aumento de
impuestos desde el decenio de 1970. Además, por las peculiaridades del sistema
electoral británico y el ascenso del nacionalismo escocés y galés, la
supervivencia de un gobierno laborista dependería del apoyo de partidos con
programas económicos aún más radicales y dedicados a desmantelar el Reino
Unido.
Otra
hipótesis –casi tan probable como una coalición encabezada por el laborismo– es
un gobierno conservador débil e inestable. A juzgar por las encuestas de
opinión, la mayor esperanza de Cameron es la de obtener más escaños
parlamentarios que el Partido Laborista e intentar formar un gobierno
minoritario, que podría sobrevivir en la
medida en la que los demás partidos no consiguieran unirse contra él. Podría
ser así, porque los Liberales Demócratas y el Partido Nacionalista Escocés
pueden pensar que obtendrán beneficios permitiendo un gobierno conservador
débil que siga en el poder, al menos por un tiempo.
Pero
un gobierno conservador minoritario crearía otros riesgos e incertidumbres.
Cameron sería más vulnerable que ningún otro dirigente de la historia posbélica
de Gran Bretaña al chantaje por parte de los disidentes y extremistas de su
propio partido, que consideran su misión histórica sacar a Gran Bretaña de la
UE, y un gobierno minoritario no podría aprobar legislación polémica alguna a
la que se opusiera el Partido Nacionalista Escocés.
Además,
las instituciones políticas de Gran Bretaña podrían no estar en condiciones de
afrontar esa situación. La Constitución –no escrita– de Gran Bretaña se basa
enteramente en la tradición y los precedentes. Esa disposición siempre ha
presupuesto gobiernos fuertes con mandatos claros. La Constitución está tan
poco adaptada a los gobiernos
minoritarios y de coalición, que algunos expertos jurídicos ponen en duda que
la Reina debiera dirigirse al Parlamento en nombre de “su” gobierno, si existe
el riesgo de que sea derribado al cabo de unas semanas o unos meses.
Y,
sin embargo, aunque, según la aritmética electoral, resulta casi imposible
imaginar un gobierno centrista estable –es decir, que pudiera mantener las
políticas actuales de Gran Bretaña en materia de impuestos, gestión económica y
Europa–, la continuidad es el resultado que la mayoría de los dirigentes
empresariales y políticos parecen esperar.
Se
puede ver la prueba más clara de ello en los mercados financieros. Aunque la
libra se ha depreciado en un diez por ciento, aproximadamente, respecto de su
punto culminante de 1,70 dólares en el pasado mes de septiembre, la debilidad
de la esterlina ha reflejado simplemente la fuerza del dólar. En el mismo
período, la esterlina se ha apreciado casi un diez por ciento frente al euro,
mientras que los precios de las acciones en Gran Bretaña han alcanzado niveles
sin precedentes y los bonos estatales han producido mejores réditos en Gran
Bretaña que en los Estados Unidos, Alemania o el Japón.
¿A
qué se debe esa aparente indiferencia –también evidente entre los políticos
europeos– ante los inminentes riesgos políticos en Gan Bretaña?
Muchos
observadores internacionales creen que la política ha dejado, sencillamente, de
importar demasiado en Gran Bretaña, porque la economía está fundamentalmente
sana y crece a un ritmo bastante sólido, pero se trata de un argumento
peligrosamente complaciente.
Sí,
en 2014 Gran Bretaña registró el crecimiento económico más rápido de los más
importantes países de la OCDE y tiene una tasa de desempleo equivalente a sólo
la mitad de la media de la UE, pero esos favorables indicadores desdibujan una
causa de enorme riesgo: uno de los mayores déficits exteriores del mundo,
financiado en el año pasado por las entradas de capital extranjero, que
ascendieron a 160.000 millones de dólares. El actual desfase por cuenta
corriente, del 5,5 por ciento del PIB, es con mucha diferencia el mayor de los
países importantes de la OCDE, en un nivel que durante mucho tiempo se ha
relacionado –en el Reino Unido y en otros países– con el comienzo de las crisis
financieras.
Mientras
Gran Bretaña fue un refugio de estabilidad política y políticas impositivas
favorables para los inversores extranjeros, no tuvo problema para atraer
corrientes de capitales, pero los cambios inminentes en la política de Gran
Bretaña y sus relaciones con la UE harán que se preste atención a la extrema
dependencia de la economía respecto de la financiación exterior.
Un
gobierno laborista, que blande propuestas encaminadas concretamente a
perjudicar a los inversores privados extranjeros, disuadiría sin lugar a dudas
dichas corrientes, pero los inversores extranjeros podrían sentirse igualmente
desanimados por un gobierno conservador débil dominado por el ala eurófoba del
partido. En cualquiera de los dos casos, es probable que el crecimiento del PIB
se aminore, al padecer la confianza empresarial, el consumo y los precios de
las viviendas las consecuencias tanto de los nuevos impuestos por parte del
Partido Laborista como de las incertidumbres sobre la pertenencia a la UE con
los conservadores.
Otra
razón por la que los observadores internacionales pueden estar pasando por alto
unos riesgos tan evidentes es la de que han estado preocupados con acontecimientos
más dramáticos en Grecia y Ucrania. Los políticos, los analistas financieros y
los comentaristas políticos tienen un tiempo y una atención limitados. Suelen
centrarse en la historia que parece más importante y más urgente y la política
británica no lo ha sido.
Además,
muchos analistas aparentemente experimentados pueden estar, sencillamente, en
un estado de negación psicológica. Las encuestas de opinión a empresas y
expertos financieros en Gran Bretaña muestran mayorías claras en esos grupos
que esperan un cambio repentino a favor de los conservadores en los últimos
días de la campaña electoral, cuyo resultado sería un gobierno de coalición
estable y continuidad en las condiciones económicas y políticas.
Semejante
cambio en los últimos momentos de las intenciones de los votantes es posible,
pero se está acabando el tiempo para que ocurra. En realidad, la opinión
pública británica ha permanecido asombrosamente estable, no sólo durante la
campaña electoral oficial, sino también durante los doce meses pasados. No
existen, sencillamente, motivos racionales para esperar que los conservadores o
los laboristas logren la victoria decisiva necesaria para formar un gobierno
estable.
Así,
pues, las próximas elecciones señalarán el comienzo, no el final, de un período
de incertidumbre para la política, la economía y las finanzas británicas.
Ningún grado de fe prolongada en la estabilidad lo cambiará.
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