ABC
|25 de diciembre de 2015…
Hace
muchos años, ya no recuerdo cuántos, en la Misa de Nochebuena el cura de mi
pueblo contó el siguiente sucedido: En la madrugada del día 6 de Junio de 1944,
se encontraba el General Eisenhower presenciando el comienzo de las operaciones
militares frente a Normandía, en la Segunda Guerra Mundial, cuando al
contemplar el movimiento de los 5.000 barcos de guerra y los muchos miles de
aviones que preparaban el desembarco de un millón de soldados, uno de los
ayudantes del Comandante supremo aliado le dijo, «Mi General, estamos
presenciando el acontecimiento más importante de la Historia», a lo que el
popular IKE –años después presidente de los Estados Unidos de América–
respondió: «No, el acontecimiento más importante de la Historia fue el día en
que nació Jesucristo». No puedo asegurar que el relato respondiera a la verdad
histórica, pero mereció ser así, porque aquel día, aquella noche en la posada
de Belén, se reclinó en las pajas de un pesebre un niño que partió el tiempo en
dos y del que no se puede prescindir para entender la vida de los hombres en
este planeta.
Los
cristianos, que creemos que aquél niño era el Hijo de Dios, tenemos la suerte
de no necesitar más para aceptar el triple misterio que desafía a la razón: La
Encarnación que nos hace a todos hermanos, el sacrificio salvador de la Cruz y
la Resurrección que anticipa el Reino de los Cielos. Jesús vino al mundo a
proponer, no a imponer y por eso hasta los que no creen, pero están llenos de
la buena fe que salva, reconocen que la noche del 24 al 25 de diciembre de
todos los años tiene un significado de hermandad, de feliz encuentro y de paz.
Así también lo he experimentado en mi propia vida, como cuando una musulmana,
que trabajaba en casa, ayudaba a mi mujer a instalar el Belén, o cuando un
joven me confesaba que no era creyente pero que le entusiasmaban los ritos del
cristianismo, o como cuando el buen amigo agnóstico me contaba que no podía
pasar sin visitar a la Virgen de su ciudad como hacia en sus años juveniles
acompañando a su madre.
Y
es que el espíritu que irradia de aquel niño de Belén y que, a pesar de todo,
ilumina la vida de los hombres desde aquella fecha, puede no ser más que un
acontecimiento histórico para muchos y ello es respetable, pero ignorar su
transcendencia y su repercusión social, es tanto como ignorar la realidad de un
fenómeno universal. El día de Navidad lo celebran en todo el globo terráqueo,
aunque algunos no sepan bien lo que festejan. Así sucede en países de Extremo
Oriente y en otros lejanos rincones, en que se adornan las calles de las
ciudades y las gentes se felicitan. Bien recientemente fui a visitar a unos
amigos musulmanes y me encontré su casa engalanada con adornos navideños, para
festejar el nacimiento del profeta Hijo de la Virgen María, como me explicaron.
En
todos los idiomas en que se quiera escribir, que seguramente son todos los que
existen en el mundo, Navidad significa nacimiento y es lo que se canta en
nuestros villancicos populares, lo que representan las mejores muestras de
nuestro arte y lo que está enraizado en la cultura hispana, trasplantada al
continente americano. Tanto las canciones como las pinturas y todas las
manifestaciones artísticas de la Navidad se orientan a un niño desnudo en una
cuna improvisada que mira con dulzura infinita y sonríe misteriosamente desde
el comienzo de su vida. En todas esas manifestaciones no hay la más mínima
agresión, ni un solo gesto desagradable, no puede percibirse ninguna amenaza,
solo hay ternura. La imagen de ese niño inocente e indefenso, cualquiera que
sea el significado que quiera dársele, ya sea religioso, cultural o simplemente
una tradición para que la familia se reúna y se predique la paz, resulta
inexplicable que pueda despertar animosidad y sin embargo cada vez más parece
como si molestara e incluso hasta fuera una perturbación para la convivencia
con los no cristianos.
Se
empezó tratando de desvirtuar el origen de la fiesta, mutilándola de adjetivos
y se está llegando a hablar de la celebración del solsticio de invierno; podría
resultar grotesco si no fuera porque es mucho peor. Lo cierto es que
entremedias se han ido sustituyendo los tradicionales adornos y luces de
Navidad por otros que, a veces, causan perplejidad, pues parecen más bien los
anuncios de una exposición cubista o de un concurso literario, pero en todo
caso arrancando cualquier referencia a los orígenes de lo que se conmemora y
hasta la cabalgata de los Reyes Magos, dedicada a los niños, en algunas
ciudades se ha ido convirtiendo en mezcla de exhibición circense y desfile
cívico, en el que los protagonistas naturales quedan diluidos sin referencia a
lo que supuso la adoración al niño Jesús de los sabios príncipes que venían de
Oriente y en los que se representa la proclamación a todos los pueblos de la
buena nueva. Al final hasta la tradición artística de los belenes parece
estarse poniendo en entredicho, como si no fuera, cuando menos, una
manifestación cultural digna de protección.
Con
todo, lo peor es que también parece como si los que decimos defender los
principios y valores de la civilización cristiana hayamos aceptado que sus
símbolos pueden ofender a los que no la comparten. No tengamos miedo –como nos
dijera el Papa S. Juan Pablo II– porque, con fe o sin ella la celebración de la
Pascua de Navidad abre el corazón a los afectos, fortalece los vínculos
familiares y de amistad y hasta permite alguna reconciliación, aunque solo sea
por una noche, como sucedió en aquella famosa tregua espontánea entre los
ejércitos alemán y británico en la Navidad de 1914.
Abandonado
el miedo, digamos a todos en el nuevo aniversario del nacimiento de Jesús de
Nazaret ¡Feliz Navidad!
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