Elogio
de la Navidad/ Manuel Fraijó es catedrático emérito de Filosofía de la UNED.
El
País |25 de diciembre de 2015..
Allá
por los años setenta no era raro encontrar en alguna iglesia alemana un belén
presidido por el siguiente texto: “El establo, el hijo del carpintero, el
predicador entre gente humilde y el patíbulo al final son resultado del material
histórico y no fruto del material dorado, preferido por la leyenda”. Lo
llamativo de este texto es el nombre de su autor: no lo escribió un fervoroso
teólogo cristiano, sino Ernst Bloch, filósofo marxista y ateo. Nunca escatimó
este autor de una monumental filosofía de la esperanza elogios a Jesús de
Nazaret: “Aquí aparece un hombre bueno con todas las letras, en toda la
extensión de la palabra, algo que no había ocurrido nunca”. Como credencial de
la bondad de Jesús exhibía Bloch su “tendencia hacia abajo”, es decir, su
decantación por los pobres y marginados de la tierra. Y, naturalmente, el
“establo” al comienzo de su trayectoria, y el “patíbulo” al final simbolizan
vigorosamente esa opción por los más débiles.
elogio-de-la-navidadTodos
sabemos quiénes son los débiles de la economía, de la política, de la sociedad,
de la vida. Dostoievski los evocó dramáticamente a todos en su novela
Humillados y ofendidos, una novela necesariamente larga, como largo es el
recuento de los maltratados de la historia. Bloch diría que, en algún sentido,
los evangelistas Mateo y Lucas los convocaron a todos al “establo”. Conscientes
del relieve de la persona cuya vida, muerte y resurrección iban a narrar, estos
dos evangelistas intentaron reconstruir su árbol genealógico. En la
reconstrucción de Mateo tienen un puesto de honor los débiles. Es llamativo,
por ejemplo, que falten en su lista los nombres de mujeres famosas del Antiguo
Testamento, como Sara y Rebeca. ¿Pretendió Mateo destacar ya la tendencia hacia
abajo, hacia lo desconocido, hacia lo mal visto, de Jesús y del naciente
cristianismo? En cambio, nombra a Rajab, mujer de cuyo matrimonio la Biblia
nada sabe. En general, las mujeres mencionadas son, con motivos o sin ellos, de
dudosa fama. Y un último dato que no puede ser casual: las cuatro mujeres
nombradas en la lista son extranjeras. ¿No estaremos ante una temprana
superación de los límites étnicos y geográficos, hoy de tan necesaria
actualidad?
Lo
que es indudable es que el establo nació con vocación de universalidad, algo
legítimo siempre que no se trate de una universalidad impuesta. Es cierto que
inicialmente, según informaba allá por el año 90 el historiador judío Flavio
Josefo, la “tribu” de los cristianos estaba formada de “esclavos y desarrapados
del mundo mediterráneo”. Pero bien pronto aquella “funesta superstición”, como
llamó Tácito al cristianismo, amplió su radio de acción. La nueva religión,
nacida al amparo del “hijo del carpintero”, dejó enseguida constancia de su
honda preocupación social. Además de anunciar las bondades del más allá
insistió en la necesidad de ponerlo “todo en común” en el más acá. Hubo frentes
fijos y privilegiados: los huérfanos, las viudas, los ancianos, los enfermos,
los pobres, los discapacitados. Sin olvidar el sentimiento de grupo, de
comunidad, que la nueva religión fomentaba. Entonces, como hoy, la soledad
hacía estragos. Epicteto describió “el horrible desamparo que puede
experimentar un ser humano en medio de sus semejantes”. No es de extrañar,
pues, que el mundo pagano, inicialmente poco simpatizante del nuevo movimiento
religioso, terminase reconociendo que, aunque los cristianos no habían
inventado el amor al prójimo, lo practicaban con notable efectividad.
El
árbol genealógico reconstruido por Mateo y Lucas, los únicos evangelistas que
narran la infancia de Jesús, pretendía situar a Jesús en este mundo. Deseaban
destacar que el “predicador entre gente humilde” no cayó de un cielo
resplandeciente y estrellado. Le precedieron unas generaciones que se movieron,
como las nuestras, entre la generosidad y la intriga, entre la grandeza y la
miseria de todo lo humano. Ellas son un indicio fiable de que, por mucho que se
la maltrate, la moral nunca se rinde. Si hemos llegado hasta aquí, si la “furia
de la destrucción” (Hegel) no ha acabado con todo es porque somos
constitutivamente morales. La moral nunca será un “mobiliario muerto” (Fichte).
El
nacimiento de Jesús de Nazaret no fue registrado por las crónicas de la alta
sociedad de su tiempo. Los evangelistas se cuidan de constatar que fue
anunciado a unos pastores, gente mal vista, con fama de asaltar a los
peregrinos y de permitir que sus ganados pastasen en la propiedad ajena. Los
protagonistas del nacimiento, María y José, eran gente sencilla de pueblo,
débiles económica, cultural y socialmente. La debilidad es, pues, el marco que
preside la entrada del Nazareno en este mundo; debilidad cuya presencia se irá
haciendo más densa día tras día hasta culminar en el “patíbulo”, símbolo de
ignominia y marginación.
Por
último: el evangelista Mateo evoca la presencia de una estrella que brilla en
el cielo y conduce a los Reyes Magos al “establo”. Curiosamente una de las
etimologías del término “Dios” es “div” o “deiv”, que significa brillar. Es una
palabra que tiene su origen en la experiencia de la contemplación del
firmamento, de las estrellas. Expresa lo que todos sentimos cuando elevamos
nuestros ojos al cielo: admiración, sobrecogimiento, dependencia, invocación,
fascinación ante tanta grandiosidad. Enseguida nos viene a la mente el “cielo
estrellado” que tanto impresionaba a Kant, o “el silencio de los espacios
infinitos” que sobrecogía a Pascal, o la experiencia de lo “tremendo y
fascinante” que con tanto acierto acuñó R. Otto. El cielo “se lo saben” los
científicos, pero nos sobrecoge a todos.
La
otra etimología del término Dios, propia de las lenguas germánicas y
anglosajonas (Gott, God), podría derivarse de la raíz indogermánica “hu” que
significa llamar, suplicar. Remite a la experiencia de invocar al Misterio, al
fundamento último de la realidad, a Dios, desde una situación humana de
profunda necesidad, sufrimiento y desamparo. Es lo que hacen los Salmos.
Intentan conmover a Dios, suplicarle, darle gracias.
Los
evangelios informan escuetamente de que Jesús murió en la cruz dando un grito
fuerte, invocando a Dios y preguntándole por qué le había abandonado. Es
posible que en sus últimos momentos Jesús experimentase crudamente la ausencia
de Dios. Tal vez lo más correcto histórica y teológicamente sea decir que en la
cruz la confianza de Jesús en Dios fue puesta duramente a prueba. Experimentó,
en palabras de Hölderlin, que “Dios ha hecho el mundo como el mar hace la
playa: retirándose”. Bloch tenía razón: hubo establo al principio y patíbulo al
final; y en medio, también lo señala Bloch, permanente roce con la “gente
humilde”, con las víctimas de la desigualdad y del injusto reparto de los
bienes de esta tierra. No es un mal elogio ateo de la Navidad.
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