¿Por
qué el perro se lame los testículos?/Slavoj Zizek, filósofo y crítico cultural, es profesor en la European Graduate School, director internacional del Birkbeck Institute for the Humanities (Universidad de Londres) e investigador senior en el Instituto de Sociología de la Universidad de Liubliana. Su última obra es Contragolpe absoluto. Para una refundación del materialismo dialéctico (Akal).
Lo
único verdaderamente sorprendente de los papeles de Panamá es que en ellos no
hay ninguna sorpresa. ¿No nos hemos enterado exactamente de lo que esperábamos
enterarnos? Ahora bien, una cosa es saberlo, así en general, y otra, tener
datos concretos. Es un poco como saber que tu pareja te la está pegando por
ahí. Se puede aceptar el conocimiento abstracto de algo así. El dolor se
produce cuando uno se entera de los detalles obscenos, cuando uno ve las fotos
de lo que han estado haciendo… De la misma manera, con los papeles de Panamá,
hemos visto algunas imágenes cochinas de pornografía financiera y ya no podemos
hacer como que no nos hemos enterado.
Ya
en 1843, el joven Karl Marx afirmó que al antiguo régimen alemán «simplemente
le da por pensar que cree en sí mismo y exige que el mundo piense lo mismo». En
una situación así, denunciar la sinvergonzonería de los que están en el poder
se convierte en un arma. O, como añade Marx, «la vergüenza debe hacerse más
vergonzosa, dándola a conocer». Y ésta es exactamente nuestra situación: nos
encontramos ante el cinismo desvergonzado del actual orden global, a cuyos
agentes les da por pensar que creen en ideas de democracia, derechos humanos,
etc., y, a través de revelaciones como las de Wikileaks o los papeles de
Panamá, la vergüenza se vuelve más vergonzosa por el hecho de darle publicidad.
Un
rápido vistazo a los papeles de Panamá revela dos características. Una positiva
es la solidaridad de los participantes. En el tenebroso mundo del capital
global, todos somos hermanos. Allí está el mundo occidental desarrollado que se
da la mano con Putin y el presidente de China, Xi. Irán y Corea del Norte también
están ahí… Es un verdadero reino del multiculturalismo, donde todos son iguales
y diferentes. La otra negativa es la contundente ausencia de EEUU, lo que le da
cierta credibilidad a la afirmación de Rusia y China de que hay intereses
políticos involucrados en la investigación.
Entonces,
¿qué vamos a hacer con todos estos datos? Hay un chiste de un marido que vuelve
a casa antes de lo esperado y encuentra a su esposa en la cama con otro hombre.
La mujer sorprendida le pregunta: «¿Qué ha pasado? ¡Me dijiste que ibas a
volver tres horas más tarde!». El marido explota: «¡Seamos serios! ¿Qué haces
en la cama con ese tipo?». La esposa responde sin alterarse: «¡No cambies de
tema, responde primero a mi pregunta!». ¿No es algo parecido lo que está
sucediendo con las reacciones a los papeles de Panamá? La primera reacción es
la explosión de furia moralista: «¡Horrible, cuánta codicia y cuánta
deshonestidad la de esa gente! ¿Dónde están los valores fundamentales de
nuestra sociedad?». Lo que deberíamos hacer es cambiar inmediatamente de tema,
pasar de la moralidad a nuestro sistema económico. Políticos, banqueros y
administradores siempre han sido codiciosos, de manera que ¿qué hay en nuestro
sistema legal y económico que les ha permitido ser conscientes de su codicia de
una forma tan escandalosa?
Desde
la crisis de 2008, personajes públicos, del Papa hacia abajo, nos bombardean
con exhortaciones a luchar contra la cultura de la codicia y el consumo
excesivo. Este espectáculo repugnante de moralización barata es una operación
ideológica, si es que alguna vez ha habido una. La compulsión (a expandirse)
inscrita en el sistema mismo se traduce en pecado personal, en una propensión
psicológica privada o, como expuso uno de los teólogos cercanos al Papa, «la
crisis actual no es una crisis del capitalismo sino la crisis de la moral».
Incluso sectores de la izquierda siguen este camino. No es que falte
anti-capitalismo en la actualidad. Hace un par de años estallaron protestas de
okupas e incluso estamos asistiendo a una sobreabundancia de críticas de los
horrores del capitalismo. Proliferan libros e investigaciones periodísticas
sobre empresas que contaminan sin piedad nuestro medio ambiente, banqueros
corruptos que siguen obteniendo cuantiosas primas mientras sus bancos son rescatados
con dinero público, talleres clandestinos donde trabajan niños…
Hay,
sin embargo, una pega a todas estas críticas. Lo que no se cuestiona en ellas,
por implacables que puedan parecer, es el marco democrático-liberal en el que
luchar contra estos excesos. El objetivo es democratizar el capitalismo,
ampliar el control democrático sobre la economía a través de la presión de
medios, investigaciones parlamentarias, leyes más estrictas, investigaciones
policiales… Ahora bien, el sistema como tal no se cuestiona y su marco
democrático institucional de Estado de Derecho sigue siendo la vaca sagrada que
ni siquiera tocan las formulaciones más radicales de este «anticapitalismo
ético», como el movimiento okupa.
El
error que hay que evitar es el ejemplificado por la anécdota, apócrifa, tal
vez, del economista keynesiano de izquierdas John Galbraith. Antes de un viaje
a la URSS a finales de los 50, escribió a su amigo anticomunista Sidney Hook:
«¡No te preocupes, no me voy a dejar seducir por los soviéticos y volver a casa
diciendo que lo suyo es socialismo!». Hook respondió: «¡Pero si eso es lo que
me preocupa, que regreses proclamando que la URSS no es socialista!». Lo que
preocupaba a Hook era la defensa de la pureza del concepto: si las cosas no
salen como deben al construir una sociedad socialista, eso no invalida la idea
en sí, sólo significa que no se ha aplicado correctamente. ¿No detectamos la
misma ingenuidad en los fundamentalistas del mercado?
Cuando,
durante un debate televisivo en Francia, hace un par de años, Guy Sorman afirmó
que democracia y capitalismo van forzosamente de la mano, no pude resistir
hacerle la pregunta obvia: «Pero, ¿qué pasa con la China de hoy?». Replicó con
gran brusquedad: «¡En China no hay capitalismo!». Para un pro-capitalista
fanático como Sorman, si un país no es democrático, no es verdaderamente
capitalista sino que practica una versión desfigurada del capitalismo. El error
subyacente no es difícil de identificar. Es el mismo del chiste: «Mi novia
nunca llega tarde a una cita porque, en el momento en que llega tarde, ¡ya no
es mi novia!». Así es como el apologista del mercado explica la crisis de 2008:
no fue el fracaso del libre mercado lo que la provocó sino la excesiva
regulación. Es decir, el hecho de que nuestra economía de mercado no lo era de
verdad sino que estaba bajo las garras del Estado de Bienestar. En los papeles
de Panamá éste no es el caso. La corrupción no es una desviación contingente
del sistema capitalista global, es parte de su funcionamiento básico.
La
realidad que se desprende de los papeles de Panamá es la de la división de
clases. Demuestran que los ricos viven en un mundo aparte en el que se aplican
reglas diferentes, en el que el sistema legal y la autoridad de la policía
están fuertemente tergiversados y no sólo protegen a los ricos sino que están
preparados para retorcer de forma sistemática el imperio de la ley para
complacerles a ellos. Recuérdese el chiste cruel de la película To Be Or Not to
Be, de Lubitsch. Cuando se le pregunta acerca de los campos de concentración
alemanes en la Polonia ocupada, el oficial nazi responde brutalmente: «Nosotros
ponemos la concentración y los polacos, la acampada». ¿No puede predicarse eso
mismo de la quiebra de Enron en 2002? No cabe duda de que los miles de
empleados que perdieron sus puestos de trabajo y sus ahorros estaban expuestos
a un riesgo. Pero lo cierto es que no tenían otra opción. El riesgo se les
presentó como un destino ineludible. Aquellos que, por el contrario, tuvieron
efectivamente una idea de los riesgos, así como la posibilidad de intervenir en
la situación (los altos directivos) redujeron al mínimo sus riesgos al liquidar
sus acciones y opciones antes de la quiebra. Vivimos en una sociedad de
alternativas de riesgo, pero unos (los directivos de Wall Street) eligen las
alternativas mientras que otros (la gente corriente que paga hipotecas) corren
los riesgos.
Ya
hay muchas reacciones de liberales de derechas a los papeles de Panamá que echan
la culpa a los excesos de nuestro Estado de Bienestar (o a lo que queda de él).
Como la riqueza está tan fuertemente gravada, no es de extrañar que haya quien
trate de trasladarla a lugares con menores impuestos, lo que, en última
instancia, no es ilegal. Por ridícula que sea esta excusa (lo que los papeles
de Panamá revelan son transacciones que quebrantan la ley) este argumento tiene
algo de verdad. En primer lugar, la línea que separa las transacciones legales
de las ilegales se está volviendo cada vez más borrosa y con frecuencia se
reduce a una cuestión de interpretación. En segundo lugar, los dueños de
riquezas que las han trasladado a cuentas sin control y a paraísos fiscales no
son monstruos codiciosos sino individuos que actúan como sujetos racionales que
tratan de salvaguardar su patrimonio. En el capitalismo, no se puede tirar el
agua sucia de la especulación financiera y mantener al bebé sano de la economía
real: las aguas sucias son consanguíneas del bebé sano. No habría que tener
miedo de llegar hasta el final en este caso. El sistema jurídico capitalista
global en sí mismo es, en su dimensión más fundamental, corrupción legalizada.
La cuestión de en qué punto empieza el delito (en el que las operaciones
financieras son ilegales) no es por tanto legal sino eminentemente política,
una cuestión de lucha por el poder.
Entonces,
¿por qué miles de empresarios y políticos han hecho lo que documentan los
papeles de Panamá? La respuesta es la misma que la de la adivinanza jocosa y
ordinaria: ¿por qué los perros se lamen los testículos (y los varones no lo
hacemos)? Porque ellos pueden.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario