24 dic 2016

La mujer que amaba a los pavos reales

La mujer que amaba a los pavos reales/Gustavo Martín Garzo es escritor.
El País, 24 de diciembre de 2016..
En su libro El fuego y el relato, Giorgio Agamben nos recuerda una historia del fundador del jasidismo. Cuando este santo tenía que resolver una tarea difícil iba a un lugar escondido del bosque, encendía un fuego, decía sus oraciones y lo que quería se realizaba. Fue pasando el tiempo y sus seguidores se olvidaron de encender el fuego, pero como se acordaban del lugar al que debían dirigirse y recordaban las oraciones todo continuó igual. Las generaciones siguientes también se olvidaron de las oraciones y del lugar donde decirlas, mas como podían contar con todo ello una historia, sus deseos se seguían realizando.
Giorgio Agamben ve en este relato una alegoría de la literatura. “La humanidad, en el curso de su historia, se aleja siempre más de las fuentes del misterio y pierde poco a poco el recuerdo de aquello que la tradición le había enseñado sobre el fuego, sobre el lugar y la fórmula, pero de todo eso los hombres pueden contar aún una historia. Y eso les basta”. Pero no hay que fiarse de las historias, añade, pues es justo en ellas donde el misterio se extingue y ha ocultado su fuego. “Donde hay relato, el fuego se ha apagado; donde hay misterio, no puede haber historia”.

Pocos escritores llevaron más lejos la rebelión contra ese mundo de historias desencantadas que caracteriza a gran parte de la literatura actual como la norteamericana Flannery O’Connor. Ella solía decir que nuestra época se caracterizaba por un aumento de la sensibilidad y una pérdida de la visión. En el relato que da título a su libro Un hombre bueno no es fácil de encontrar una familia tropieza con un criminal que termina matándolos a todos. La última en morir es la abuela, que enfrentada al horror de la muerte ve de pronto a ese criminal como si fuera su propio hijo. El Desequilibrado es una especie de negativo de Cristo. “Cristo desequilibró todo con su conducta”, exclama el personaje en un momento de su locura. Todo en la obra de esta autora es admirable. Su poderoso sentido dramático, su ausencia de sentimentalismo y esa dimensión simbólica que nos abre a temas tan perturbadores como la cualidad redentora del sufrimiento o la presencia inesperada de la gracia. Y también, como no podía ser menos tratándose de ella, su irresistible comicidad. Fogatas en el bosque de la muerte son sus relatos.
“Falsos profetas, extasiados y astutos predicadores, niños perversos, criminales, idiotas, santos en la duda, mentirosos inocentes, todo un mundo que corre hacia la perdición y que por eso mismo tiene la posibilidad de salvar”, escribe Jean Marie Le Sidaner, son los personajes que pueblan sus libros. En su Introducción a la biografía de Mary Ann, un texto que escribe a partir de un encargo de unas monjas de Atlanta, dedicadas a recoger de las calles enfermos incurables de cáncer, Flannery O’Connor nos habla del sentido que tiene para ella escribir. Mary Ann es una niña enferma e inútil cuya capacidad para la alegría no parece haber sufrido merma alguna a causa de la terrible enfermedad que la consume. Las monjas, convencidas de su santidad, quieren que Flannery O’Connor escriba su biografía. Y ella descubre que algo inexplicable la ata a la figura de esa niña, y aunque no llega a escribir la biografía que le piden, colabora con las monjas revisando el texto y dándoles todo tipo de consejos. Y escribe como introducción uno de sus textos más deslumbrantes. Lo hace porque ha descubierto en esas monjas y en esa niña una vocación por lo grotesco semejante a la suya, ya que entre los enfermos que aquellas recogen por las calles y los extravagantes personajes que pueblan sus novelas y cuentos no hay en el fondo diferencia alguna. En realidad, esa niña es una especie de alter ego, pues también Flannery O’Connor padece una enfermedad terrible que la obliga a permanecer aislada en su granja, y su misma condición de escritora tiene algo de grotesco, ya que su mundo, como el de Mary Ann, es un mundo de anormalidad y revelación. “Vivo en lo que escribo. Si entrecierro los ojos puedo ver todo lo que me ha pasado como una bendición”, dijo poco antes de morir.
Flannery O’Connor vivió siempre rodeada de pavos reales, a los que amó sin desfallecimiento hasta el último de sus días. En un precioso texto, titulado El rey de las aves, habla de ese amor, tan vinculado al mundo de lo deforme, lo marginado, tan presente en su obra. Flannery O’Connor cuenta que la primera vez que siendo niña sacó del cajón a unos pavos que acababan de comprar en su casa, exclamó: “Quiero tener tantos que cada vez que salga por la puerta me tropiece con uno”. Llegó a tener más de 40, y según ella misma confiesa nunca se cansaba de observarlos. En La persona desplazada, uno de sus relatos, un cura visionario que va a visitar a una anciana, al sorprender a uno de los pavos reales abriendo su cola, exclama: “¡Cristo vendrá así!”. Todos los personajes absurdos, delirantes, que pueblan los relatos de Flannery O’Connor buscan sin saberlo ese instante de transfiguración. El pavo los representa. Abre su cola y el mundo entero se transforma en un lugar de locura y belleza.
Los personajes de Flannery O’Connor viven en lugares donde son posibles cosas así. De hecho, en sus cartas, y cuando habla de literatura, ningún libro provoca en ella un entusiasmo mayor que los relatos cómicos de Poe. Y nos recuerda que “uno trataba de un joven que era demasiado presumido para llevar gafas y por ello se casó con su abuela por accidente; otro de un hombre de bello aspecto que en su dormitorio se quitaba los brazos y las piernas de madera, la peluca, los dientes, la laringe, etcétera; y otro, de los internos de un manicomio que se apoderaron de la institución y la dirigían de acuerdo a sus necesidades”. Y añade complacida: “Son increíbles, estoy segura de que tuvo que escribirlos borracho”. Flannery O’Connor se sentía heredera del amor sureño por lo grotesco, que era una literatura que venía de la frontera, llena de tipos anómalos y extravagantes. Estos tipos eran para ella algo más que caricaturas burdas, o esperpentos que expresan la degradación del hombre y sus bajos instintos; los amaba porque le hablaban de nuestro propio corazón, también lleno de deseos incumplidos, de pensamientos absurdos que no sabemos cómo llevar al mundo.
Todo el mundo del arte es un viaje por esas fantasmagorías del corazón. Acudimos a él queriendo ver no nuestra vida real, sino la soñada; no nuestros éxitos o nuestros fracasos, sino las criaturas que pueblan nuestras fantasías. No leemos para buscar lo que existe, un espejo que nos dé la imagen de lo que sabemos, sino para ver más allá. No para acercarnos a lo que somos, sino a lo que deberíamos ser: para ser lo que no hemos sido. Y recuperar la memoria del fuego. La literatura es a la vez el jardín de los muertos y el de los vivos, el lugar en que los peces guardan los anillos de los que se aman y en el que hombres diminutos quieren raptar a los niños. El jardín de los seres perdidos y el jardín en que los pavos reales nos entregan altivos sus ojos. Son esos ojos los que, al abrirse en sus colas, nos dicen que en el corazón de lo real viven siempre los sueños.

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