21 ene 2018

Woody Allen, usted, yo/Rodrigo Cortés



 Woody Allen, usted, yo/Rodrigo Cortés, cineasta y escritor.
ABC; Domingo, 21/Ene/2018
No conozco a Woody Allen. No sé cómo es. No sé quién es. No sé si es un padre atento o descuidado, no sé si tiene animales, si hace favores o los evita, si los pide, si madruga o remolonea por las mañanas. No sé si es leal a su agente o le miente. No sé si es egoísta, miserable; si es afable y generoso. O afable, pero egoísta. O generoso, pero mal padre. Con animales. No sé nada de él. Y tal vez usted tampoco.
No sé nada de Woody Allen ni puedo saberlo, que es lo que le pasa al planeta entero. Puedo hacer como que le conozco por sus películas, si decido practicar un ejercicio de voluntarismo que otros llamarían adivinación; puedo amarlo u odiarlo por ellas, pero no puedo saber quién es. Puedo psicoanalizar sus escenas para un semanario de información general o para un programa de televisión, si me pagan lo suficiente. Si me gusta que me miren y me gusta escucharme. Puedo reducir a certeza cada indicio y labrar en mármol conclusiones a partir de cada línea de diálogo que sepa seleccionar y se ajuste a lo que querría creer de él. Como usted, como cualquiera. Pero no sé nada de él. Usted y yo podemos creer que sí y la realidad seguirá su curso inalterable, ajena a nuestra certidumbre.

Si creo que Woody Allen es víctima de una esposa despechada y sañuda es porque he decidido hacerlo. Si pienso que abusó de forma innombrable de una niña de siete años es porque, entre dos presunciones posibles, he escogido la segunda. Porque no puedo saber nada. Los servicios de bienestar infantil de Nueva York y el hospital Yale New Haven de Connecticut investigaron las denuncias y concluyeron, por separado, que no hubo abuso. Pero pudieron errar. A veces suceden cosas que luego no pueden probarse. A veces alguien se libra injustamente de la condena que merece. Tales cosas pasan. Como a veces alguien acaba acusado por motivos espurios.
Soy director de cine. No es mucho ni es poco. Trabajo con actores. No sé cómo son en casa. Intento encontrar al más adecuado para cada personaje, porque esa es mi responsabilidad como director, ese es mi trabajo. Pido profesionalidad y compromiso, y no puedo ni debo pedir mucho más, porque mi oficio es el de tratar de convertir una película en la mejor versión posible de sí misma, manejar del mejor modo las voluntades diversas de varias decenas de profesionales y llegar al final de la jornada sin rebasar el presupuesto. Si puede ser. Quizá una de las actrices sea profundamente inmoral y tenga aterrorizados a sus padres. Espero que no. Quizá uno de los actores sea atrozmente injusto con sus hijos y esté llenando sus almas de fantasmas. Ojalá no sea así, espero de verdad que no. Prefiero, como todos preferimos, trabajar con gente buena. Pero no puedo estar seguro de que nadie de verdad lo sea, ¿cómo podría estarlo? A ninguno le pido —ni puedo pedirle, ni debería poder pedirle— un certificado de conducta sancionado por sus vecinos, ni me entrevisto con sus familiares y conocidos. Porque soy director de cine y ellos son profesionales, y mi competencia afecta a su conducta en el set, igual que ellos no pueden saber si trafico con drogas por las noches o si dono la mitad de lo que gano a la beneficencia: su deber en el set no es el de asegurarse de que yo sea una persona intachable en todos los órdenes, aunque ninguno aguantaría de mí, allí, un comportamiento improcedente.
No es función de la policía determinar la ubicación de la cámara, ni la mía –por fortuna para todos– averiguar quién transgrede la ley. La sociedad deposita en un juez funciones que ningún individuo debería soportar por sí solo. Un abogado tiene su propio mandato, como lo tiene el fiscal. Ninguno puede creer nada, la ley no se lo permite, no es su atribución hacerlo. Debe, en cambio, investigar. Averiguar. Determinar. Y probar. Así que puedo –si quiero– creer cuanto desee creer, como puede hacerlo usted, de Woody Allen o de cualquiera, ¿quién va a impedírmelo? Lo que me pregunto es lo siguiente: ¿estoy dispuesto a hacerme responsable de lo que crea de él, esté a favor o en contra; a hacerme plena y completamente responsable de ello? ¿Firmaría un documento que me obligara a hacerme cargo de las consecuencias exactas derivadas de mi opinión, si la anuncio, a modo de juicio sumario –por miedo a la prensa, por miedo a la sangre, por miedo al señalamiento, por inconsciencia–, a los cuatro vientos? Yo, que no soy abogado, que no soy juez. Que no soy Dios. Que soy, quizá, director, articulista, panadero. Presentador estrella. Bailarina. Actriz. Actor. ¿Lo haría? ¿Debería hacerlo?
Si un músico no desea trabajar con un productor porque le da mala espina o una directora prefiere no contratar a un maquillador porque no le gusta lo que alguien le ha dicho de él, uno y otra pueden muy bien seguir su criterio. Con ponderación, espero, ojalá que de forma discreta si no tienen la plena certeza de estar en lo cierto. Con la elemental prudencia que su inteligencia les otorgue. Todos en nuestras vidas tomamos a diario decisiones y tratamos de emplear de la forma más juiciosa nuestro discernimiento. Pero si yo mismo, actor, directora, maquillador, músico, periodista estrella, opinadora, estoy dispuesto a acusar a alguien de forma irreparable y pública, a contribuir, con mis palabras, con mi actitud propaladora, a acabar con una carrera –¿una vida?–, a alentar una cacería sin ojos, o con miles de ellos, sin forma ni cerebro, sin gobierno, instintiva, justiciera, arrogándome una prerrogativa que la sociedad no me ha dado, fundándome en algo tan difuso y frágil como mi parecer, más me vale estar dispuesto a hacerme responsable, auténticamente responsable, personalmente responsable, de cuanto con mis actos provoque. U optar por esa quimera que ya nadie considera, la que ya nadie contempla: la de no tener opinión. La de no tener por qué tenerla. La de rechazar la obligación de blandir una siempre, como un estilete. La de ser prudente.
Desconozco si Woody Allen es un hombre bueno. Lo ignoro. Quizá lo sea. Tal vez sea un monstruo. Entre un millón de cazadores. ¿Lo sabe usted? ¿Puede saberlo? ¿Qué es lo que usted y yo sabemos?

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