Traducción: Esteban Flamini.
Project Syndicate, Martes, 04/Sep/2018;
En un artículo reciente, Joseph Stiglitz desestimó que la idea de estancamiento secular sea aplicable a la economía estadounidense, y de paso atacó (sin nombrarme) mi trabajo durante las presidencias de Bill Clinton y Barack Obama. No soy en esto un observador desinteresado, pero no es la primera vez que un análisis de políticas por parte de Stiglitz me parece tan débil cuanto es sólido su trabajo teórico académico.
Stiglitz repite a conservadores como John Taylor al sugerir que la idea de estancamiento secular fue una doctrina fatalista inventada para ofrecer una excusa al mal desempeño económico durante los años de Obama. Lisa y llanamente, no es así. La teoría del estancamiento secular, propuesta por Alvin Hansen y que yo retomé, sostiene que después de una contracción pronunciada, puede ocurrir que el sector privado por sí solo no sea capaz de regresar al pleno empleo, lo que vuelve esencial la política pública. Considero que Stiglitz cree lo mismo, de modo que no entiendo sus ataques.En todas mis exposiciones de la teoría del estancamiento secular, he recalcado el hecho de que no es un argumento para ninguna clase de fatalismo, sino para aplicar políticas que promuevan la demanda, especialmente por medio de la expansión fiscal. En 2012, Brad DeLong y yo sostuvimos que es probable que la expansión fiscal se financie sola. También destaqué la relación entre el aumento de la desigualdad y el incremento del ahorro, y entre los cambios estructurales hacia una desmasificación de la economía y la reducción de la demanda.
¿Qué hay en cuanto al historial de políticas? Stiglitz critica que el gobierno de Obama no haya implementado un programa de estímulo fiscal mayor, y sugiere que esto se debió a ideas económicas erradas. Pero Stiglitz fue uno de los firmantes de una carta del 19 de noviembre de 2008, suscrita también por destacados progresistas como James K. Galbraith, Dean Baker y Larry Mishel, en la que se pedía un plan de estímulo de entre 300 y 400 mil millones de dólares: menos de la mitad de lo que propuso el gobierno de Obama. Es decir que mirando hacia delante la cuestión no era tan clara como en retrospectiva.
Los integrantes del equipo económico de Obama creíamos que dada la gravedad de la situación económica, se necesitaba un estímulo de al menos 800 000 millones de dólares (y tal vez más). Los miembros del equipo político del nuevo presidente nos dijeron que un gran plan de estímulo con cifras cercanas al billón de dólares generaría temor en el sistema político, y nos pidieron proveerlo de la mayor validación posible. Así que procuramos alentar a diversos economistas, incluido Stiglitz, a que ofrecieran estimaciones más grandes del volumen de estímulo adecuado (como refleja un memorando informativo que preparé para Obama).
Pese a la popularidad del presidente entrante y a un esfuerzo político denodado, la Ley de Recuperación fue aprobada por un margen ínfimo (y hasta el último momento se dudó de su aprobación). No le encuentro sustento al argumento de que era factible un estímulo fiscal considerablemente mayor. Y el intento de conseguirlo hubiera significado más demora, en medio de un derrumbe de la economía, con riesgo de que la expansión fiscal fracasara. Me hubiera gustado que el clima político hubiera sido diferente, pero creo que la forma en que Obama encaró el programa de estímulo fiscal fue correcta. Claro que también es muy lamentable que después de la Ley de Recuperación, el Congreso se negara a apoyar una variedad de propuestas de Obama en relación con infraestructura y exenciones fiscales selectivas.
Sin relación con el tema del estancamiento secular, Stiglitz me lanza una crítica al decir que Obama acudió a “las mismas personas culpables de la subregulación de la economía en los días previos a la crisis” con la esperanza de que “arreglaran lo que habían ayudado a desarreglar”. Es una afirmación absurda viniendo de él. En 2002, con el auspicio de “Fannie Mae” (la Asociación Federal Nacional Hipotecaria, una empresa con patrocinio estatal, o GSE por la sigla en inglés), Stiglitz publicó un artículo donde sostiene que el riesgo de quiebra de Fannie Mae era menor a 1 en 500 000, y en 2009 pidió la nacionalización del sistema bancario estadounidense. Supongo que entonces será muy consciente de que en retrospectiva todo se ve más claro que por adelantado.
¿Y qué decir del historial de regulación financiera del gobierno de Clinton? Visto en retrospectiva, es evidente que hubiera sido mejor que previéramos la necesidad de reformas como la de la Ley Dodd-Frank de 2010 y las hubiéramos podido aprobar con un Congreso controlado por los republicanos. Y ciertamente no previmos la crisis financiera que se produjo ocho años después de que dejamos el cargo. Tampoco anticipamos la proliferación de contratos de seguro contra impago después de 2000. Pero defendimos una reforma de las GSE y medidas que pusieran freno al crédito predatorio, que si las hubiera aprobado el Congreso, hubieran ayudado en gran medida a prevenir la acumulación de riesgos, antes de 2008.
No he visto ningún argumento causal convincente que vincule la derogación de normas incluidas en la ley Glass-Steagall con la crisis financiera. La observación de que la mayoría de las instituciones involucradas (Bear Stearns, Lehman Brothers, Fannie Mae, la Corporación Federal de Préstamos Hipotecarios o “Freddie Mac” –otra GSE–, AIG, WaMu y Wachovia) no estaban alcanzadas por esas normas pone en duda su centralidad. Es verdad que el Citi y el Bank of America tuvieron un papel central, pero las actividades que generaron mayores pérdidas estaban totalmente permitidas conforme a la ley Glass-Steagall. Y en sentidos importantes, la derogación de esas normas hizo posible resolver la crisis, al permitir la fusión del Bear Stearns con el JPMorgan Chase, y dar a Morgan Stanley y a Goldman acceso a la ventana de descuento de la Reserva Federal de los Estados Unidos, lo que evitó que se convirtieran en fuentes de riesgo sistémico.
El otro gran ataque al historial del gobierno de Clinton apunta a la desregulación en 2000 de los instrumentos financieros derivados. Visto en retrospectiva, desearía que no hubiéramos apoyado esa legislación. Pero en vista de la tendencia desreguladora extrema del gobierno del presidente George W. Bush, no parece creíble que este hubiera impuesto nuevas regulaciones importantes a los derivados si la ley de 2000 no hubiera existido, así que no estoy seguro de que nuestras decisiones hayan sido tan trascendentes. También es importante recordar que promovimos la ley de 2000 no por mero afán de desregular, sino para eliminar lo que los letrados del Tesoro, la Reserva Federal y la Comisión de Valores de los Estados Unidos veían como un riesgo sistémico emanado de la incertidumbre legal en torno de los contratos de derivados.
Más importante que cuestionar el pasado es pensar en el futuro. Aunque no coincidamos respecto de las decisiones políticas del pasado y el uso del término “estancamiento secular”, me alegra que un teórico eminente como Stiglitz esté de acuerdo con lo que pretendí recalcar al revivir esa teoría: que no podemos confiar exclusivamente en políticas de tipos de interés para garantizar el pleno empleo. Debemos pensar seriamente en políticas fiscales y en medidas estructurales que favorezcan un nivel sostenido y adecuado de demanda agregada.
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