1 abr 2019

Fukuyama: del fin de la Historia a la política

Fukuyama: del fin de la Historia a la política/ Antonio García Maldonado es consultor y analista político. Es traductor en castellano de Identidad / Francis Fukuyama, Ensayo. Deusto, 2019. 208 páginas. 19,95 euros
El Mundo, Viernes, 29/Mar/2019

“Este libro no se habría escrito si Donald J. Trump no hubiera sido elegido presidente en noviembre de 2016”. Así arranca Identidad. La demanda de dignidad y las políticas de resentimiento, que he tenido el placer de traducir para Ediciones Deusto (Planeta). Su autor se hizo conocido tras escribir un artículo en The National Interest en 1989. Bajo el título de ¿El fin de la historia? -que en 1992 se convertiría en el libro El fin y de la Historia y el último hombre-, Francis Fukuyama se preguntaba retóricamente si la Historia no habría llegado a una estación final, no tanto porque hubiera acabado como porque sería consciente ya de su aspiración máxima: la democracia liberal. Ése era el modelo triunfante de la Guerra Fría, y no cabía imaginar entonces ninguna cosmovisión que le plantase cara.
La controversia se inició pronto. Fukuyama es uno de los autores más referenciados cuando se analiza la realidad política, pero también es uno de los peor citados. Su “fin de la Historia” se interpretó -él no lo puso difícil- como la afirmación de que el progreso no tendría ya vuelta atrás. La leyenda que certificaba la idea indestructible del progreso, que se asentaba en una concepción del correr del tiempo como aliado del ser humano. Pero no siempre había sido así.
Para Séneca o Platón, el tiempo era enemigo del ser humano. Para los griegos, desde Homero hasta los estoicos, la naturaleza humana no podía sufrir alteraciones, porque estaba ya prefijada. Maquiavelo pensaba que la República romana era el estado ideal. No sería hasta la última etapa del Renacimiento cuando esta idea arraigada del tiempo como enemigo comenzara a cuestionarse. Después llegaron Bodino, Descartes, el racionalismo, la ciencia y la Ilustración, y la idea del progreso se consolidó. El futuro era tierra de promisión, y lejos de tenerle miedo, había que luchar por su llegada.
Esa concepción de inspiración hegeliana es la que Fukuyama resumió y defendió en su “fin de la Historia”. Lo hizo tras el triunfo de la democracia liberal frente al socialismo de la URSS. Pero pronto sus críticos comenzaron a echarle en cara todo suceso sorprendente que acontecía en el mundo. Él mismo lo cuenta en Identidad: cualquier mínimo escándalo, en cualquier parte del mundo, por minúsculo que pareciese, parecía contradecir su libro. No digamos hechos como el 11-S o el surgimiento de Estado Islámico (IS).
Quizá eso explique la atención generada con la aparición de Identidad. Aunque ya en libros previos a este matizaba la recepción generalizada de su “fin de la Historia”, es aquí donde Fukuyama parecería enmendarse a sí mismo de manera más clara. Hay, por tanto, cierta atracción morbosa en la publicación de esta obra. Cabe preguntarse: ¿se refuta a sí mismo Fukuyama? No en el fondo, pues sigue pensando que el horizonte de la democracia liberal es el más plausible y deseable a largo plazo. Pero se muestra sorprendido ante la virulencia de las enmiendas que unos y otros, desde líderes nacional-populistas de Europa o EEUU, hasta los islamistas intransigentes o corrientes feministas anticapitalistas, esgrimen contra la democracia liberal. Trump, como comenta en la primera línea, sirve de ejemplo palmario. Pero también el Brexit, Orban o el independentismo catalán. ¿De dónde surge semejante impugnación?
Identidad busca el origen de dicho malestar. Rastrea en la gestión de la crisis, en la desigualdad económica, en la evolución de los salarios, en la degradación del empleo. En definitiva, en aquellos aspectos materiales en los que la teoría de la elección racional y el utilitarismo de Bentham -tan presente aún en nuestra forma de mirar e interpretar el mundo- nos indicarían que deben explicar el desencanto y la ira. Pero no es allí donde Fukuyama halla respuestas tentativas a esas políticas de resentimiento que hemos visto florecer por todo el mundo, ya fuera en forma de voto protesta a formaciones radicales a uno y otro lado del espectro, bien en forma de revoluciones como las de la Primavera Árabe, o en crecientes y exitosos movimientos de identidad centrados en reivindicar características innatas como el hecho de ser mujer, negro o corso.
El libro de Fukuyama funciona, por tanto, como diagnóstico y como alerta. El diagnóstico nos dice que tenemos una tercera parte del alma, que los griegos llamaban thymós, que busca el reconocimiento. Bien como igual –isotimia– o como superior –megalotimia-, y que dicha fuerza supera a la satisfacción de las necesidades materiales básicas. Son fuerzas que han movido a líderes de la Historia que hoy admiramos o deploramos. La pregunta de Fukuyama es si la democracia liberal, que él veía como potencial estación de término de la Historia, es capaz de canalizar positivamente estas inclinaciones del thymós hacia el reconocimiento, bien de la igual dignidad, bien de la superioridad. Y ahí duda.
La alerta reside en el escepticismo que el autor muestra ante la posibilidad de que el ideal de ciudadano cosmopolita colme necesidades relativas al sentimiento de pertenencia, comunidad y arraigo. Una idea que engarza con las investigaciones expuestas en otro ensayo que tuve la suerte de traducir el pasado año, La mente de los justos, del psicólogo social estadounidense Jonathan Haidt. Un autor que argumenta algo que sospechábamos: que no somos tan racionales como nos gusta pensar. Que somos más dependientes de sesgos atávicos de lo que creíamos, y que nuestra evolucionada mente grupal juega de igual a igual con nuestras inclinaciones utilitaristas.
Fukuyama viene a decir que nos teníamos por ilustrados pero que a la mínima -o no tan mínima, dada la magnitud de la crisis y el cambio científico-técnico- nos ha regurgitado con estruendo el romanticismo, la hipertrofia de la subjetividad. La venganza del buen salvaje de Rousseau frente al racionalista Voltaire. Así expresa él la esencia de los tiempos: sentimos un yo interior genuino aplastado por una realidad exterior que la castra y la niega. El corolario es claro: debemos intentar salvarlo y hacer de él la esencia de nuestra identidad y acción política. Lo importante no sería tanto buscar lo que iguala o une al resto como lo que nos hace específicos. Se trataría de reivindicar lo auténtico invisibilizado y hacer valer lo que en justicia le corresponde tras años de oprobio. En eso consiste la política del resentimiento. De ahí la polarización, un hecho que las redes no han hecho más que potenciar.
Es conocida la crítica del estadounidense Mark Lilla a esta postura. En su libro El regreso liberal (Taurus), critica el culto al particularismo y comenta sus efectos en la calidad de la política y la convivencia. Una actitud que, en su opinión, explicaría el fracaso de la demócrata Clinton frente a un republicano Trump preocupado por los verdaderos invisibilizados de la globalización: el hombre blanco, heterosexual, rural y trabajador del sector industrial.
Fukuyama coincide en su crítica general, pero se muestra, en mi opinión, más realista que su colega al valorar la decepción ante las promesas de liberación de la democracia liberal. Al fin y al cabo, 250 años de revoluciones no han impedido que llegáramos a nuestros días con desigualdades incontestables de raza o género. Lilla dice que la solución es buscar identidades más amplias y abarcadoras que las más estrechas e innegociables definidas por características innatas. Pero sin concederle a los aspectos materiales -salarios, seguridad, desigualdad- la importancia que le da Fukuyama.
Creo que las carencias materiales tienen más importancia que la que se admite en éste y en otros ensayos. En mi opinión, las posibles soluciones pasarán por una distribución de riqueza mucho más ambiciosa, aunque coincido en el escepticismo ante soluciones similares a la Renta Básica Universal, por obviar cuestiones de reconocimiento. Libros como este nos enseñan a no perder de vista la verdadera dimensión de unas necesidades humanas que van más allá de la comida y el abrigo. Fukuyama no se enmienda, pero se matiza y explica mejor. Y merece la pena considerar sus razones.
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«Identidad», la política ha cambiado (y Fukuyama sabe por qué)
El politólogo estadounidense explica en un excelente ensayo cómo la exigencia de respeto y dignidad ha creado unas políticas de la identidad que erosionan la democracia liberal
Luis Ventoso
ABC; 02/04/2019 0
Francis Fukuyama, politólogo estadounidense de ancestros japoneses, nacido en Chicago y criado en Manhattan, fue saludado como un pequeño genio a finales del siglo XX. Más tarde, el devenir imprevisto de los acontecimientos lo convirtió casi en un chiste académico.
En 1989, en plena euforia por la caída del Muro de Berlín y el colapso del comunismo, el profesor, un treinteañero bajito, de flequillo, cara simpática y querencia «neocon», publicó un ensayo que causó sensación, «¿El fin de la historia?», al que tres años después siguió un celebrado libro con idéntico argumento. Su tesis era que la historia, en un sentido hegeliano del término, había alcanzado su meta. La democracia liberal y el libre mercado se imponían en la batalla de las ideas. Ya no habría pasos atrás en su avance triunfal y firme. Tanto optimismo parecía entonces razonable. Si en 1970 había 35 democracias en todo el planeta, en el cambio de siglo ascendían a 120. Pero desde entonces, su número ha caído, los líderes despóticos -Putin, Erdogan, Xi- vuelven a ser moda y la que pronto será la primera potencia, China, intenta predicar con su ejemplo que el autoritarismo puede ser un modelo viable. Además, la democracia liberal se ve cuestionada por el populismo nacionalista y el de las izquierdas y derechas duras.
Entre interrogantes
Fukuyama, que hoy tiene 66 años y una frente donde el pelo ralea, se defiende de las chuflas que provocó su pronóstico errado alegando que él escribió aquello de «el fin de la historia» entre interrogantes, indicando solo una tendencia deseable. No necesita excusarse. Basta con leer su último tratado, «Identidad (la demanda de dignidad y las políticas de resentimiento)» (Deusto) para percibir que sigue siendo un pensador de gran interés, que además ha moderado su discurso. De propina, y a diferencia de muchos intelectuales españoles de prosa indigerible, es consciente de que la claridad es la cortesía de la inteligencia.
Lo habrán notado. España encara unas elecciones diferentes a todas las anteriores. El tradicional debate económico izquierda-derecha, meollo habitual de los comicios, ha pasado a segundo plano. Lo que ahora se confronta son identidades. El «sanchecismo» se pretende defensor de los derechos de minorías maltratadas -inmigrantes, mujeres, el colectivo gay...- y también apela a la revancha de una identidad izquierdista remota que perdió la Guerra Civil (de ahí el énfasis en resucitar a Franco).
El nuevo populismo apela a la dignidad de quienes se sienten invisibles
Podemos se presenta como paladín de un colectivo de agraviados al que denomina «la gente», invisible para una «casta» que lo ignora. Ciudadanos se dirige a españoles que aprecian la obra de la Transición y sienten que ahora el nacionalismo amenaza su país. Vox habla para aquellos que creen que se están quedando sin su España de siempre ante la novedad de la inmigración masiva, el separatismo agresivo y la corrección política que impone el progresismo. Por último, el PP intenta retornar atropelladamente a la ideología, predicar también para un grupo amplio con una identidad concreta, pues siente que su principal logro, la gestión económica aseada, ya no le aporta los votos suficientes
¿Qué está pasando en Estados Unidos y Europa? ¿A qué atiende toda esta revolución? ¿Cómo se explican los triunfos de Trump, el Brexit y los populistas italianos? Fukuyama resalta que los nuevos partidos han puesto en cuestión el modelo izquierda-derecha. «Durante gran parte del siglo XX, en las democracias liberales la política giraba en torno a cuestiones generales de economía. La izquierda progresista buscaba proteger a la gente común de los caprichos del mercado y utilizar el Estado para una distribución de recursos más equitativa. La derecha buscaba proteger el sistema de libre mercado y la capacidad de todos de participar en él». La izquierda buscaba más igualdad. La derecha, más libertad. Pero todo ha cambiado. La nueva dinámica la impulsan «partidos y políticos nacionalistas o religiosos, las dos caras de la política de la identidad, en lugar de los partidos de izquierda de clase, tan prominentes en el siglo XX».
Enganches populistas
Las nuevas banderas de enganche populistas «brindan una ideología que explica por qué las personas se sienten solas y confusas, y se centran en la victimización, que culpa de la situación infeliz del individuo a grupos ajenos». Mi yo interior no concuerda con mi reconocimiento social y me siento molesto, o incluso indignado. El problema es que esos partidos y líderes fuertes/populistas tienen un concepto restrictivo de la dignidad. No la piden para todos los seres humanos, sino solo «para los miembros de un grupo nacional o religioso en particular».
Fukuyama se retrotrae hasta Platón para recordar que él maestro clásico distinguía tres capas en el alma humana: el deseo, el cálculo racional y el «thymos» griego, el deseo de dignidad y reconocimiento. Por su parte, Adam Smith recordaba que los pobres y los marginados se tornan «invisibles» para sus semejantes, y es precisamente ahí donde las políticas de identidad se hacen fuertes, pues esas personas agraviadas reclaman su dignidad, quieren respeto, y casi siempre con toda la razón.
Vida ordenada
En Occidente la economía ya no crece como en el siglo XX. El número de quienes se sienten invisibles aumenta. Las personas se ven solas, excluidas. Añoran una comunidad y una vida ordenada, aunque a veces sean idealizaciones de un pasado que nunca existió. Ahí pesca el nacionalismo. La inmigración se convierte entonces en parte estelar del debate, porque supone novedad, cambio, una amenaza a la propia identidad; y aunque en conjunto resulta beneficiosa para los países, a nivel vecinal puede resultar molesta.
También reclaman su dignidad grupos grandes o pequeños de agraviados: el movimiento «Black lives matter», el LGTBI, los inmigrantes sin derechos reconocidos, las mujeres... Para Fukuyama el problema de la izquierda es que «se ha centrado en grupos cada vez más pequeños de marginados de maneras específicas». La desigualdad aumenta, lo que debería dar alas electorales a la izquierda en todo Occidente. Sin embargo no ha sido así, sino al revés, porque con su híperespecialización en atender a identidades particulares ha dejado de apelar a una gran identidad nacional, a la corriente ancha de la sociedad, algo que, a su modo y con su demagogia, sí ha sabido hacer Trump.
Envite endiablado
Todo el problema de las políticas de la identidad se ha agravado además con internet, que en contra de lo previsto no ha abierto el debate, sino que se ha convertido en un ágora de reafirmación de los propios perjuicios, con alergia a confrontar ideas. La política identitaria deriva muchas veces en rencor y victimismo, como atestiguan las redes sociales y tantos comentarios anónimos e insultantes en las «webs» de los periódicos.
Magnífico en su diagnóstico, el estudio se queda corto a la hora de aportar soluciones, lo que intenta en el capítulo de cierre, titulado «¿Qué hacer?» Fukuyama sigue creyendo en las bondades de la democracia liberal y defendiéndola como el mejor modelo posible. Para protegerla de los puyazos de las políticas de identidad y salvarla, el pensador se refugia en un retorno a la nación clásica y recomienda «crear identidades más amplias e interrelacionadas» ¿Y cómo se logra tal proeza? Fukuyama solo ofrece algunos leves barruntos. Propone reinstaurar una suerte de nuevo servicio militar, sea castrense o civil, por el que pasen todos los ciudadanos. Propugna que se busque la asimilación de los inmigrantes, que abracen los valores de su nuevo país, y cree que la apología del multiculturalismo de la izquierda es un error, pues solo divide y debilita a las sociedades. Poco más... Y es que el envite resulta endiablado, incluso para una mente tan aguda que ofrece chispazos de luz hasta cuando se equivoca.

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