4 ene 2020

Milenio, aquel periodista estalinista y la cena en casa de Riva Palacio con AMLO

Milenio, aquel periodista estalinista y la cena en casa de Riva Palacio con AMLO/Federico Arreola
En SDP, ENERO 01, 2020 
Aquella tarde en la Sultana del Norte
En 1995 —tal vez a finales de 1994— me visitó en las oficinas de El Diario de Monterrey un reportero de Reforma, Ciro Gómez Leyva.
No conocía a Ciro. Me había llamado por teléfono y me pidió una cita “para confirmar un dato”. El señor Gómez Leyva trabajaba un reportaje sobre Luis Donaldo Colosio y quería saber si era cierto que el candidato asesinado había humillado a su jefe de seguridad, el general Domiro García Reyes.
Alguien le había contado a Ciro que yo había estado presente cuando Donaldo reprendió más que fuertemente a Domiro. Era verdad lo que le habían dicho al entonces reportero de Reforma.
¿Solo para hacerme una pregunta viajaste a Monterrey, Ciro? “Solo para hacerte una pregunta, Federico”. ¿Por qué no la hiciste por teléfono? “Quería hacerlo personalmente”. Supuse que él necesitaba verme el rostro para evaluar si yo decía la verdad o mentía.
Ya no supe si Ciro publicó mi respuesta o no. El hecho es que me pareció tan profesional su trabajo, que lo invité a participar en un proyecto que se encontraba en sus etapas iniciales, del que solo estábamos enterados el dueño de El Diario de Monterrey y del Grupo Multimedios, Francisco González; la economista Enriqueta Medina, quien había sido mi compañera de trabajo muchos años; el a la sazón columnista de El Financiero Carlos Ramírez, y yo mismo. El proyecto era el de hacer un periódico en la Ciudad de México.
¿Por qué Carlos Ramírez estaba al tanto de la idea? Porque Enriqueta, Pancho y yo lo habíamos invitado a ser director, socio o lo que él quisiera. Pero Ramírez, que era el columnista más prestigiado en aquella época, no quiso saber nada de nuestro proyecto; olímpicamente nos mandó a volar.
Milenio Semanal
Cuando conocí a Ciro yo no tenía la menor idea acerca de cómo empezar, pero lo invité a ser director de una publicación que ni siquiera habíamos bautizado. Con sentido práctico, él me dijo que cuando tuviera algo más estructurado le llamara.
Dos años después, al iniciar 1997, al fin tenía en mis manos algo parecido a una estrategia para lanzar, no un periódico —o no de arranque—, sino una revista en la capital mexicana. Llamé a Ciro y lo invité. Aceptó porque había dejado Reforma, pero solo se comprometió a ayudarme de medio tiempo; el resto de su jornada laboral lo iba a dedicar a construir, con Javier Moreno Valle, el viejo y ya desaparecido Canal 40, el más libre medio televisivo informativo que ha habido en México.
Realmente no sé por qué, pero tuve la ocurrencia de invitar para ser director editorial de la revista Milenio —que iba a nacer en cualquier momento en 1997– a un amigo de Ciro, Raymundo Riva Palacio, quien igualmente se había ido de Reforma.
Raymundo aceptó, pero hubo un problema: me llamó el secretario particular del presidente Ernesto Zedillo, Liébano Sáenz, para decir que su jefe estaba muy molesto porque Riva Palacio había criticado a la primera dama, Nilda Patricia Velasco, y a los hijos de la pareja porque supuestamente habían usado recursos públicos para una reunión infantil o juvenil.
No le hice caso a Liébano, pero este hombre puede ser muy necio. Él mismo habló con Pancho y aun llegó al extremo de pedirle a uno de los mayores empresarios de la época, Roberto El Maseco González Barrera, que advirtiera lo inconveniente de mi actitud al hombre que estaba poniendo el dinero para Milenio.
Desde luego, El Maseco aconsejó a Pancho que no contratáramos a Raymundo, pero la decisión el señor González me la dejó a mí. Pancho González nunca intentó imponerme nada. Ni en los momentos finales, cuando dejé Milenio presionado muy fuertemente por el secretario de Gobernación de Vicente Fox, Santiago Creel —el tipo exigía a gritos, en las oficinas de Pancho en Monterrey, cambiar nuestra línea editorial.
Vi en riesgo el proyecto y le dije a Raymundo que solo le podía ofrecer participar sin dar la cara en la etapa de planeación de la revista. Raymundo con generosidad aceptó mi propuesta: así, estuvo y no estuvo en la fecundación de Milenio Semanal. Busqué al escritor Francisco Martín Moreno para ofrecerle ser el primer director editorial, en vez de Raymundo. Martín Moreno, siempre entusiasta, aceptó.
Cuando meses después nació Milenio Semanal el señor Riva Palacio estaba entre los colaboradores principales; Liébano se enojó, pero como a Zedillo ya se la había pasado el coraje —y como entendió que yo no me dedicaba a las complacencias musicales—, el secretario particular del presidente de México decidió dejar de dar lata, y así lo hizo al menos durante un tiempo.
El director adjunto, y principal operador editorial, lo fue desde el principio Ciro Gómez Leyva. Él decidía prácticamente ptodas las portadas del semanario y yo casi siempre estaba de acuerdo. El casi fue una portada dedicada a Andrés Manuel López Obrador, al que alguno de nuestros fotógrafos retrató con uno de sus hijos. “El hombre que sacó a la izquierda del marasmo”, más o menos este era el encabezado de aquella revista Milenio.
No conocía a AMLO y no me identificaba para nada con su persona, a pesar de lo bien que se expresaban de él los colaboradores más inteligentes, idealistas y honestos del semanario: los moneros Hernández y Helguera, quienes me habían acercado a un colega de ellos, Rafael El Fisgón Barajas; este último era el que mejor opinión tenía de Andrés Manuel.
El hecho es que, como soy de derecha, no me caía el político de izquierda. Discutí con Ciro, le pedí que buscara otra portada, pero no lo convencí; así que Andrés y su hijo encabezaron aquel número, de altas ventas por cierto, de Milenio Semanal.
¿Y Carlos Marín? Apareció después. Un día Raymundo me dijo que iban a echar a Marín de la revista Proceso y me pidió contratarlo. Cenamos los tres, me encontré con un chaparro chistoso con un excelente currículum. Le ofrecí un sueldo, le agradó y de inmediato se sumó a la redacción de Milenio.
A mí me hacían gracia los chistes de Marin, pero en aquella revista nadie más se reía de los que el hoy columnista de Milenio Diario contaba.
La terquedad de nacer el primero de enero del 2000
A Milenio Semanal habían llegado otros periodistas importantes, como los talentosos jaliscienses Luis Miguel González y Diego y Luis Petersen. Pensé, entonces, ya a finales de1998, que había equipo y condiciones para al fin hacer lo que había planeado desde 1995: un diario en la Ciudad de México.
Pedí a Enriqueta Medina, Samuel Molina, Marco Antonio Zamora, Luis Burgueño y Javier Chapa que se encargaran de los detalles operativos, técnicos y administrativos.
A Raymundo Riva Palacio le encargué el proyecto editorial completo. Raymundo trabajó con entera libertad apoyado en Ciro Gómez Leyva y Carlos Marín.
Solo puse una condición a todos, periodistas y administradores: el periódico tenía que nacer el uno de enero del año 2000. Todos, sin excepción, se mostraron inconformes y trataron de convencerme de buscar otra fecha para el lanzamiento, pero ejercí mi autoridad —hasta me mostré autoritario— y el primer día del nuevo milenio circuló en las calles de la capital mexicana el diario Milenio.
El periodista estalinista
Es muy difícil trabajar con Raymundo Riva Palacio: arrogante en exceso, no hace caso y hay que obligarlo a acatar las instrucciones que se le dan.
Es muy fácil trabajar con Carlos Marín: este es un gran lambiscón que a todo dice que sí.
Un día Pancho González y yo nos pusimos de acuerdo y se le pidió a Raymundo la renuncia a la dirección editorial. No lo echamos de la empresa, solo de la dirección. Hasta le pedí que abriera una oficina en el extranjero para buscar oportunidades —me inquietaba, sobre todo, el desarrollo de los diarios digitales en Estados Unidos y España—, pero Riva Palacio se enojó, exigió una indemnización elevada (se le concedió, pero en plazos: abonos fáciles, pagos difíciles), se fue a buscar nuevas oportunidades y cuando terminamos de pagarle su finiquito, armó todo un mitote denunciando que lo habíamos despedido por presiones de Marta Sahagún, la esposa de Vicente Fox. Por cierto, me dio mucha risa que después, ya Raymundo como director del fallido diario de Carlos Ahumada, se acercara bastante a la señora Marta.
Le ofrecí a Ciro, que es un periodista confiable, la dirección editorial de Milenio Diario, pero no aceptó: él seguía muy ocupado en el Canal 40. Tuve que conformarme con hacer director al plan B, Carlos Marín.
Raymundo, el mejor director editorial de Milenio, realizó aportaciones importantes en la revista y el periódico.
Fue por Raymundo que conocí personalmente a López Obrador, entonces jefe de gobierno de la Ciudad de México.
Al finalizar el año 2000, un par de días antes de Navidad, Raymundo invitó a Andrés Manuel a cenar a su casa; me invitó a mí también, y creo que a Marín, pero no estoy seguro.
Tiempo después, ya Raymundo fuera de la empresa, se le dio la dirección de Milenio Semanal a Jorge Fernández Menéndez, quien en un número de aniversario hizo una recopilación de artículos y fotografías importantes; desde luego, uno de los temas a recordar lo había redactado Riva Palacio.
Cuando Marín vio la propuesta de Fernández Menéndez, enfureció: exigió borrar a Raymundo de la historia de Milenio.
Ellos, Raymundo Riva Palacio y Carlos Marín, ya se habían peleado, no supe por qué. Yo también estaba peleado con Raymundo, pero le di la razón a Jorge cuando este exigió que no practicáramos un periodismo estalinista, es decir, que no hiciéramos lo que Stalin, quien borraba a los indeseables de las fotografías.
Marín casi renuncia por obligarlo a actuar con un mínimo de decencia; no lo hizo, y seguimos trabajando.
Aquel desayuno con AMLO y Pancho (y sin Marín)
Durante años no vi a López Obrador. Lo conocí en casa de Raymundo, y no encontré ninguna razón para molestarle pidiéndole una cita; él tampoco pidió platicar conmigo.
Antes del desafuero y de los videoescándalos, Marín me dijo que había pactado desayunar con López Obrador y me invitó a estar en la reunión a celebrarse en la jefatura de gobierno capitalina. Eso lo conté, solo por contárselo, a Pancho González, y este me pidió acudir él también al desayuno. Pensé que el dueño de un periódico tenía el derecho de conocer al gobernante de la Ciudad de México y que no iba a haber ningún problema.
Le dije a Marín que anunciara a Pancho entre los invitados al desayuno; el hoy columnista de Milenio no quiso. Primero me dio una excusa boba: “no podemos ir tres personas de Milenio, sino solo dos”. Para no discutir tonterías, le dije que asistieran él y Pancho, que yo ya buscaría otra oportunidad de ver a AMLO. Entonces Marín me dijo la verdadera razón de su negativa: “Es que tú y yo podemos hablar con López Obrador de política y periodismo; Pancho solo es comerciante y su único tema son las ventas; me va a dar vergüenza que salga con sus cosas”.
Decidí, realmente enojado que ni Pancho ni yo íbamos a desayunar con López Obrador acompañados por Carlos Marín. Se lo dije a Pancho, no me dejará mentir; lo conté también, en su oficina —lo había visitado para algún otro asunto— a mi amigo Javier Moreno Valle.
El dueño del Canal 40 en cuanto me escuchó, tomó el teléfono y pidió a su secretaria una llamada con López Obrador. El jefe de gobierno de la Ciudad de México contestó rápidamente: “Querido Andrés Manuel, estoy con Federico Arreola. Fíjate que el imprudente de Marín no quiere invitar al dueño de Milenio a desayunar contigo. Carajo, no se hace eso...”.
Se despidió Moreno Valle de López Obrador, colgó y me dijo: “Vamos a desayunar Pancho, tú y yo con Andrés Manuel; Marín no está invitado”.
Javier Moreno Valle tampoco me dejará mentir.
En el desayuno, desde luego, Pancho fue lo que es con excelencia: un comerciante. Quiso venderle publicidad de Milenio a AMLO, pero este nos bateó: “ya no tengo presupuesto para medios”. Hijo de comerciantes, después de batearnos, nos lanzó una pichada difícil: “¿Por qué no compran, para la redacción de Milenio, uno de los edificios del Cento Histórico?”. Andrés con habilidad nos vendió la idea; días después nos puso en contacto con el oficial mayor del entonces GDF, Octavio Romero, y estuvimos a punto de adquirir un edificio frente a la Alameda. Desgraciadamente alguien nos ganó el inmueble, el único que nos gustaba y la operación, que ya iba avanzada, tuvo que cancelarse.
Lástima porque Marín, en su periodo de director editorial, despachando frente a la actual cancillería se habría sentido todo un napoleoncito —la estatura, física y emocional, la tiene para eso y para más.



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