10 jun 2023

La casa de la Bandida de Graciela Olmos/. Carlos Tello Díaz

La casa de la Bandida/Carlos Tello Diaz..

https://zonaoctaviopaz.com/..Originalmente publicado en Historias del olvido, México, Cal y Arena, 1998, pp. 119-149/




A mí no me dan calenturas desde 1910, ni gripitas....Graciela Olmos

Los amigos estaban citados a las dos de la tarde para comer en el Restaurante Bellinghausen. Era sábado, un sábado de octubre de 1957. Tenían sus mesas reservadas en el lugar de siempre, su lugar, el de los Divinos. Con ese nombre los conocía la gente. Hacía más o menos diez años que comían juntos, todos los sábados, para comentar los temas de la semana. El grupo había nacido sin mayores pretensiones en torno al escritor José Luis Martínez. “Cuando estábamos en la Facultad de Filosofía”, recuerda José Luis, “hacia fines de los cuarenta, un grupo de amigos nos comenzamos a reunir para comer los sábados”. Estaban en ese grupo, junto con él, otros intelectuales más: Joaquín Diez Canedo, Alí Chumacero, Jaime García Terrés y Francisco Giner de los Ríos. “Íbamos a comer en esa primera época en un lugar llamado Paolito, donde a veces iban muchachas alegronas, de buen aspecto”. Paolito era una especie de restaurante-bar, bastante caro, situado en una calle del centro de la Ciudad de México. Lo dejaron con el tiempo para frecuentar otros lugares, hasta que dieron por fin con el mejor de todos: el Bellinghausen. Formaban un grupo informal, abierto a todos los amigos, aunque —confiesan— “algunas veces se nos metían invitados que no eran muy bien recibidos”. 

 El grupo comenzó a crecer hacia mediados de la década de los cincuenta. Sus miembros hicieron amistad por esos años con unos periodistas que trabajaban en Excélsior, entre los que destacaban dos norteños, José Alvarado y Abel Quezada, así como también un joven de la capital que publicaba sus cuentos en el diario: Carlos Fuentes. Años más tarde, Abel habría de recordar, al comentar uno de sus cuadros, el origen del mote de los Divinos. “Alí Chumacero”, escribió, “le dio el nombre de los Divinos a este grupo de amigos, especie de sociedad de ideólogos donde cada uno tenía una ideología diferente. Yo nací con ellos y con ellos me quedé a vivir”. En su cuadro, que es larguísimo, aparecen las caras de todos los Divinos, vistas a través de las ventanas del tren en el que viajan, tirados por una máquina de juguete de la Union Pacific. Los encabeza José Luis Martínez, el ángel de la guarda de los Divinos. Atrás de José Luis están, entre muchos otros, Alí Chumacero, Jaime García Terrés, José Alvarado, Hugo Latorre Cabal, Max Aub y Carlos Fuentes, quien tiene en los ojos el fulgor de las estrellas de Hollywood. Aparecen también, mezclados con ellos, otros amigos que los frecuentaban, como por ejemplo Alfonso Reyes. Puros hombres, sin mujeres. Y todos ellos agraciados por los dioses. Divinos. 

          Los meseros del Bellinghausen conocían muy bien a los Divinos. “Siempre nos reservaban unas mesas”, recuerda José Luis. Las mesas estaban cerca de la entrada, al lado de los ventanales que daban a la calle. Aquel sábado de 1957, a las dos de la tarde, comenzaron a llegar uno por uno. Atravesaban el vestíbulo del restaurante, y antes de tomar asiento dejaban sus gabardinas en los percheros fijados sobre la pared del Bellinghausen. ¡Qué lugar tan agradable! Los techos eran altos, coronados con florones de yeso, y las paredes, amarillas, revestidas con paneles de madera, tenían carteles de colores que anunciaban la Cerveza Don Quijote. Nada les faltaba a los Divinos. Tomaban una copa mientras llegaban los demás, o bien estudiaban en la carta las sugerencias del día. Los mozos que los atendían, vestidos de blanco, con sus corbatas de moño, eran todos conocidos suyos. Estaban siempre de pie, atentos y discretos, con sus servilletas de algodón colgadas del antebrazo, orgullosos de trabajar en uno de los restaurantes más antiguos de la Ciudad de México. 

          El restaurante había sido fundado a principios del siglo por un alemán originario de Colonia: Hermann Bellinghausen. Los meseros más viejos conocían la historia. Su familia —relataban— era gente de recursos que, siendo joven, lo mandó a estudiar cocina en la corte de Cristianía, la capital de Noruega. Trabajó después en Alemania, hasta que, por azares del destino, uno de sus hermanos, entonces de viaje por México, le comunicó que el presidente de la República, a quien conocía, buscaba un jefe de cocina para el castillo de Chapultepec. El señor Bellinghausen llegó, así, al país de su destino. Al dejar de trabajar en el castillo, disgustado con la mujer del presidente, puso con sus ahorros una venta junto a la estación de tranvías de la Avenida de los Insurgentes. Tiempo después fundó La Culinaria —que llamó más tarde Restaurante Bellinghausen— en el número 95 de la Calle de Londres. Así transcurrieron los años. En los cuarenta, sus hijos ampliaron los salones y luego, en los cincuenta, vendieron el local a unos españoles que conservaron el nombre del restaurante. Era ya parte de la vida de la capital: un nombre de leyenda. Los Divinos lo habrían de recordar con una suerte de veneración. “Lugar de hazañas y recuerdos”, exclamó Carlos Fuentes.

Restaurante Bellinghausen

          Los comensales del Bellinghausen disfrutaron, ese sábado, los pescados y los mariscos del menú, y también las carnes, sobre todo la especialidad: el Filete Chemita. Bebieron mucho, los vinos más selectos. Hablaban en desorden. Eran varios los temas de la semana: la discriminación contra los negros en Arkansas; la tensión entre Siria y Turquía; los combates en la provincia de Oriente, en Cuba, donde unos días antes, el 13 de octubre, la prensa había anunciado cuarenta y cinco bajas entre los rebeldes de Fidel Castro durante los combates de Pino del Agua, a 80 kilómetros de Santiago. Estaba también, claro, el asunto del tapado. Los periódicos anunciaban que hacia el 17 de noviembre, durante la convención del PRI, sería dado a conocer el nombre del candidato del Partido. Abel Quezada acababa de publicar una caricatura al respecto, en previsión al dedazo del presidente Ruiz Cortines. ¿La habían visto? “El dedo está listo, ágil, sabio y contundente”, bromeaba. “Es el dedo de la democracia. México está pendiente”. También Pepe Alvarado acababa de publicar un artículo sobre “los seis o siete ciudadanos a quienes se considera precandidatos a la Presidencia de la República”. Esta vez no parecía tan seguro que fuera, como siempre, el secretario de Gobernación. Podía ser otro. Algunos mencionaban al secretario del Trabajo, un hombre muy popular en el país: el licenciado Adolfo López Mateos. 

          Pero la novedad del momento era, sin duda, el satélite que los rusos acababan de poner en órbita a principios del mes: el Sputnik. Había resistido una granizada de meteoritos en el espacio, decía la nota de Excélsior. ¡Y ahora seguía dando vueltas a 8 kilómetros por segundo alrededor del planeta! Pasaba todos los sábados, hacia las cuatro de la madrugada, por encima de la Ciudad de México. Era una esfera de metal de 58 centímetros de diámetro y 83.6 kilogramos de peso, que tenía un magnetómetro, un radiotransmisor y una batería de mercurio para su funcionamiento. En Occidente, los científicos lo veían con desconfianza. Unos aseguraban que transmitía mensajes en clave, peligrosos para la paz en el mundo; otros, en cambio, que no servía más que de propaganda, que con él los soviéticos pretendían ocultar la superioridad de la economía libre sobre la economía planificada. Los Divinos conocían las declaraciones hechas en aquellos días por los jefes de las dos superpotencias. Jrushov decía que el satélite demostraba que su país tenía la capacidad de lanzar donde quisiera sus proyectiles de defensa. Eisenhower afirmaba que no quería jugar a las carreras, que el satélite no representaba ningún peligro para la seguridad de su país. Pero era claro que la guerra por el espacio la ganaban los rusos, y quizá también la guerra por el mundo. ¿O no coincidían en eso todos? En aquellos años parecía que dominaban por lo menos la mitad. “Para qué quieren más satélites”, decía Abel, con su mirada de niño, “si los que ya tienen son tantos”. 

          El mejor informado sobre los temas que trataban los Divinos en sus reuniones de los sábados era por lo general José Alvarado. Todos callaban en el momento que comenzaban sus anécdotas de política, de cantina, de amor o de literatura. No paraba de hablar, interrumpido nada más por el cigarro y por la copa. Era uno de los periodistas más leídos en Excélsior y en Siempre!, así como también uno de los profesores más estimados en la Escuela Nacional Preparatoria. Pepe era alto, gordo y orejón, y tenía unas cejas grandes y negras que parecían de ogro. Acababa de cumplir entonces cuarenta y seis años. Había nacido en Lampazos, Nuevo León, un pueblo de menos de dos mil habitantes, que produjo sin embargo —como le gustaba recordar— a más de cincuenta generales en tiempos de la Revolución. Todo el mundo lo quería. “Era a toda madre”, declara sin más uno de los Divinos. “Tenía siempre comentarios muy agudos, sobre todo de tipo político”. Compartía la mesa de los sábados por invitación de su amigo José Luis Martínez, a quien había conocido durante la década de los treinta en la capital de Jalisco. Ambos participaron por esas fechas en una huelga que sacudió la Universidad de Guadalajara. Eran muy distintos: uno retraído y tímido, otro lleno de vitalidad, pero tenían en común su pasión por la lectura. “Nos hicimos muy amigos”, recuerda José Luis. “Estuvimos unos días en la cárcel —un par de semanas— porque destruimos una exposición de artes y oficios durante la huelga”. 

          El amigo más antiguo de Pepe, aquella tarde, era el poeta Octavio Paz, quien durante sus estancias en el país solía ver al grupo que formaban sus amigos, los Divinos. Alvarado lo conocía desde joven, cuando los dos cursaban sus estudios de derecho en la Universidad. Publicaban juntos una revista literaria llamada Barandal. Por un tiempo, incluso, compartieron un lugar para vivir en la Ciudad de México. Luego, sus vidas tomaron diferentes rumbos. Paz, unos años menor, había ingresado al servicio exterior mexicano y había vivido lejos de su país —en San Francisco, Nueva York, París, Nueva Delhi, Tokio y, al final, Ginebra. Acababa de regresar apenas unos años antes a la Ciudad de México, donde vivía con su familia en un apartamento de la Calle de Nuevo León, en la colonia Condesa. Pepe recordaba, durante las comidas en el Bellinghausen, anécdotas muy divertidas de su vida con Octavio. Habían convivido de jóvenes con una maniquí de cartón que Paz llamaba la Rígida. La historia la habría de recordar más tarde Carlos Fuentes. “Ellos descubrieron a la Rígida en una vitrina de Tacuba”, afirma, “y la compraron y se la llevaron a vivir con ellos, y le dieron trato de señorita”. Carlos la llamaría después, no la Rígida, sino la Desdichada, y escribiría un relato sobre la relación de Pepe y de Octavio en torno a ella, mezclado con lo que les habría de suceder ese sábado de parranda, aquel mismo sábado de octubre de 1957. 

          Carlos Fuentes era el más joven de todos los Divinos reunidos en el Bellinghausen. Estaba por cumplir entonces veintinueve años. Trabajaba desde principios de los cincuenta en la Secretaría de Relaciones Exteriores, donde acababa de ser nombrado, apenas unas semanas antes, el 5 de octubre, jefe del Departamento de Asuntos Culturales. Todas las mañanas dejaba su apartamento en Avenida de la Fundición, colonia Chapultepec Morales, para salir a trabajar a la Cancillería. Recorría en un autobús el Paseo de la Reforma, que veía por la ventana, tupido de fresnos, hasta llegar al edificio de la Avenida Juárez. Allí coincidía muy a menudo con Octavio Paz, entonces director de Organismos Internacionales. Lo había conocido al término de la Segunda Guerra Mundial, en París (“siendo él secretario de la Embajada de México”). Por su medio conoció también a varios de los escritores más famosos de su tiempo, como Albert Camus. También él quería ser escritor. Tenía ya publicado un libro de cuentos, Los días enmascarados, y trabajaba por esas fechas en una novela sobre la vida de la capital, cuyo título sería La región más transparente. Con Paz conversaba por horas y horas sobre su novela. Eran muy amigos. “La amistad con Octavio Paz y el contacto con su obra”, diría más tarde Carlos, “fueron estímulos originales y permanentes de mis propios libros”. 

          Las comidas de los Divinos terminaban por lo general al inicio de la noche, luego de paladear los digestivos del Bellinghausen. La cuenta —siempre muy elevada— la dividían por igual entre los comensales. El grupo, entonces, se dispersaba. “Unos se iban a dormir la medio mona, y otros la seguían”. En esa ocasión hubo varios que la siguieron. Tal vez el de la idea haya sido José Alvarado. “Era parrandero como nadie”, dicen todos sus amigos. Con él jaló Carlos Fuentes. Propusieron los nombres de algunos cabarets. Podían ir al Río Rosa, en la calle de Oaxaca, o tal vez al Waikiki, en el Paseo de la Reforma, al lado del Caballito. O podían ir a los antros más arrabaleros del centro, a boxear en el ring de El Golpe, o a bailar con las ficheras de los bares del Callejón del Pato. Octavio Paz y Juan Soriano, animados por las copas, no pudieron resistir el impulso de seguirlos. Los cuatro, al final, optaron por ir a la casa de la Bandida. Tomaron un libre en la esquina de Londres y Niza. El trayecto hasta la colonia Condesa no duraba más de diez minutos. Iban un poco nerviosos en sus asientos, sobre todo Paz, el menos disipado de los cuatro: en unos instantes estarían en el burdel más famoso de México. Dieron vuelta en Liverpool para continuar por Chapultepec, y en Salamanca doblaron a la izquierda hasta llegar a Durango. Era una calle con un camellón lleno de jacarandas, muy apacible. Allí doblaron de nuevo a la izquierda. Cerca de la esquina, frente a El Palacio de Hierro, estaba Durango 247: la casa de la Bandida. 

          La Bandida era el nombre de batalla de Graciela Olmos, que a su vez era el nombre de pluma de Marina Aedo. Escribía canciones para guitarra, algunas muy hermosas, conocidas y celebradas por todo el mundo. En el otoño de 1957 tenía sesenta y un años, y toda una vida colmada de aventuras. Había nacido en Casas Grandes, al noroeste de Chihuahua. Allí creció, sin conocer a su madre, que murió, en una hacienda de la región donde su padre trabajaba de caporal. Uno de sus hermanos era cura. Al estallar la Revolución, muy joven todavía, anduvo con un general de Pancho Villa —“un gran tipo”, según ella, apodado el Bandido, por lo que sus compañeros desde entonces la llamaron la Bandida. Participó con él, parece ser, en las batallas más célebres de la División del Norte, como la toma de Zacatecas. Así transcurrieron los años. Luego del triunfo de la Revolución, hacia comienzos de los veinte, fue amante de varios de los hombres que llegaron al poder en México. O más bien mantenida, pues su propósito era —en sus palabras— “tumbarles la lana”. Con esas relaciones empezó lo que después ella llamaría “mi vida mundana”. Ejerció desde joven, en efecto, el oficio más viejo del mundo. Había sido, por un tiempo, soldadera, y habría de ser más tarde, por el resto de su vida, prostituta, confidente y alcahueta.

Graciela Olmos. Fotografía de Stella Neman, ca. 1950    


          Al principio, la Bandida trabajó como pupila en el prostíbulo de Francis Villarreal,
una de las mujeres más guapas de México. Pero no duró mucho con ella. Francis, su patrona, ambiciosa y previsora, optó por seguir otro camino. “Pasado un tiempo abandonó la vida honrada y decente de los expendios de cariño, cambió de nombre y se arrojó al despeñadero, menos honrado y menos decente, de las transacciones financieras”, recordó con humor un amigo. “Como justo castigo por esta reprobable veleidad, se casó con un prominente banquero”. Al perder la tutela de Francis, otra prostituta, Ruth de Lorge, puso su casa de citas en la Calle de Orizaba, en la colonia Roma. Con ella también estaba la Bandida. Ruth descendía de una francesa que había llegado a México durante el Porfiriato. El poeta Agustín Lara, amigo suyo, le compuso por esos años una canción que fue muy popular: Señora Tentación. “Tanta prosperidad gozaba su agencia”, dicen los expertos, “que la extendió a la casa vecina, rompiendo la pared intermedia”. Tiempo más tarde, la Bandida renunció a su vez a la tutela de Ruth para establecer su propio burdel en la Ciudad de México. Lo cambiaba muy seguido de lugar, pues no siempre tenía buena relación con el jefe de la policía del rumbo. Estuvo con sus muchachas en la colonia del Valle, en la Narvarte, en la Nápoles y, al final, en la Condesa. 

          La casa de Durango estaba situada en el corazón de la Condesa. Había sido, según la Bandida, un obsequio del regente de la Ciudad de México, don Ernesto P. Uruchurtu. “Aquí nadie te molestará”, fueron sus palabras. Era una casa de dos pisos, hecha de cantera, al estilo de los años veinte. Sus ventanas daban al jardín, un jardín pequeño, cubierto por un árbol frondoso. “Allí se salían a fumar los mariguanos”, cuentan. “El Árbol de los Mariguanos, se llamaba”. La casa tenía una verja de hierro pintada de verde, con picos y con alambres, y lindaba con una sucursal del Banco de Comercio. Estaba por eso muy bien protegida. Los clientes que tocaban el timbre, al ser identificados por un guardián a través de la mirilla, eran sometidos al veredicto de la Bandida. Unos entraban, otros no. A veces había que mantener a dos personas separadas; en ocasiones era necesario proteger a las pupilas de los hampones que las iban a buscar. “Ella sabía muy bien manejar su casa”, presumen quienes la conocieron. Los que llevaban armas de fuego las tenían que dejar en el vestíbulo, aunque no todos aceptaban ser cateados: entraban con ellas sin más trámites al interior de la casa. Allí todo parecía distinto, menos sórdido, más acogedor. Había varios salones dispuestos alrededor del bar, agradables, medio cursis, iluminados con una luz muy tenue. El ambiente que tenían era inconfundible: significaba, para los clientes, una promesa de placer y de felicidad. 

          Durango 247 estaba siempre lleno de muchachas —todas jóvenes, algunas guapas— que permanecían allí, sin variar, hasta las dos de la mañana. Iban vestidas con traje de noche, no con négligés como las putas de Las Batas, el otro burdel de la Condesa. Los clientes las conocían por sus apodos: la Barca, la China, la Gema, la Torta, la Lunares, la Yuca, la Campana (“una que tocaba todo mundo”). Algunas eran extranjeras, cubanas sobre todo, como la Chiquis y la Degenerada. En el piso superior estaban las alcobas, decoradas con espejos en el techo, en las paredes. Los clientes pagaban a la casa 50 pesos por la recámara, más unos 30 pesos por la botella de ron. Y pagaban además 100 pesos por la ocupada, destinados a la pupila. “Era cosa de una media hora”, dicen. “Un trato más largo requería una negociación aparte, como en todos lados”. Había pues cierta libertad para fijar el precio. La tarea de cobrar las cuentas era responsabilidad del Potranco —“un tipo fuertísimo, con unas manos que parecían raquetas”, dicen los que lo recuerdan en Durango. Medía casi dos metros de estatura, como villano de cuento, pero tenía en realidad un alma de angelito. Estaba siempre frente a la caja, junto con una mujer ya grande, encargada de llevar la lista de las ocupadas en su calidad de lugarteniente de la Bandida. 

          La chica más popular del burdel era sin lugar a dudas la que llamaban Estrella. En aquel otoño de 1957 tenía sólo veintitrés años. Había nacido en el seno de una familia más o menos acomodada, en el barrio de Coyoacán. Su padre —aseguraba— era comandante de la policía. Trabajó por un tiempo con unas costureras del rumbo, hasta que conoció por azar, en la calle, a dos tipos que la convencieron de que ganaría más como telefonista, en una gasolinería que tenían en la Avenida Coyoacán. Los tipos de la gasolinería también eran líderes del PRI (el más joven de los dos llegaría después a ser el presidente del Partido). Estrella permaneció con ellos por algunos meses. En principio la tenían allí, a su lado, para contestar las llamadas de teléfono. “Aunque realmente”, dice, “lo que querían esos cabrones era cogerme”. Fueron ellos quienes la presentaron con la Bandida. Por aquel entonces, todos sus amigos la llamaban Estrellitas. Desde niña le decían así, en alusión al personaje de las historietas de Pepín. La Bandida le cambió su mote por uno más apropiado. “Tú no te vas a llamar Estrellitas” anunció con un golpe sobre la mesa. “Te vas a llamar Estrella”. Le sentaba sumamente bien el nombre. Era alta, blanca, con el pelo castaño teñido de platino, y con unos ojos negros y chispeantes que parecían brasitas de carbón. Algunos hacían notar que —sin tener su belleza— guardaba semejanza con la estrella del momento, la actriz Silvia Pinal. 

          Estrella no fue nunca, en rigor, una pupila más de la Bandida. Su trabajo, más bien, era secundar a la patrona en los quehaceres de la casa. Aunque también cobraba por hacer el amor, a veces. Un par de años atrás, por ejemplo, había tenido relaciones con Hailé Selasie, el emperador de Abisinia. Ni más ni menos. Así lo contaba la Bandida a los amigos que la visitaban en Durango. “Fíjense que un día Estrellita se cogió al Rey de Reyes”, les decía, “y no supo ni quién era”. El Negus, según la leyenda, basaba su poder en el halo de la divinidad. Tenía lazos de sangre con Jesucristo —o como bromeaban las muchachas de la Bandida: “era primo de Chucho el de los Caireles”. Esa vez acababa de ser recibido con honores de jefe de Estado por el presidente de la República, don Adolfo Ruiz Cortines. Estrella lo conoció de noche, en una mansión de la colonia Polanco. Iba vestida de largo, con otras pupilas más que fueron rechazadas, sin miramientos, al llegar a la vista del emperador. El Negus ordenó que desaparecieran todas, menos Estrella. Eso la puso de mal humor, por lo que le mandó decir a los anfitriones que, si la querían, le dieran de plano 20 000 pesos. ¡20 000 pesos! Estrella asegura que los recibió (quién sabe...) y que pasó la noche con el emperador en una suite del Hotel Hilton. Lo vio después un par de veces más, siempre muy espléndido, pero nunca lo pudo recordar con entusiasmo. “Era un viejito delgadito con barba de chivo”, dice con indiferencia del emperador. 

          En la casa de Durango vivía también un amigo de Estrella, dos o tres años mayor, que ostentaba, igual que todos, un apodo: Ámbar. “Lo conocí en el castillo de Chapultepec”, refiere ella, “en un baile que se había hecho para la Fiesta de la Primavera. Nos hicimos muy amigos”. Formaban una pareja de baile sumamente respetada por los fieles del Salón Los Ángeles. Eran inseparables. Así pues, por su conducto, también él acabó con la Bandida. Los cancioneros que tocaban en el burdel lo recuerdan a la perfección. “Había dos o tres putos ahí’, dicen, “pero él era el jefe. Era el que revisaba a las muchachas de pe a pa, si venían limpias y perfumadas, y si no tenían alguna enfermedad venérea”. Ámbar pasaba horas y horas con sus pinzas de depilar, junto con Estrella. Jugaba a verse reflejado en ella, como en un espejo: se ponía la misma ropa, se pintaba también el pelo de platino. Tenía un cuerpo que muchas de las mujeres envidiaban y que algunos de los hombres miraban con alarma. “Allí se equivocó la naturaleza tremendamente”, decían unos. Le gustaban los pantalones ceñidos y las camisas de seda floreadas, pero su modo de ser era bastante varonil. “Cuando no había clientes era un hombre como cualquiera”, aseguran, “pero nomás tocaban la puerta y Ay, mamacita santa de mi vida, ya llegó mi amor. Y a putear”. 

          Durante sus tiempos de esplendor, hasta mediados de los cincuenta, llegaban con la Bandida los actores de cine más famosos del momento, los periodistas más leídos, los hampones más temibles, algunos de los toreros más célebres de México. “El Soldado no salía de ahí”, dicen. “Luis Castro, el Soldado, se vestía de luces en la casa de la Bandida para ir a torear y después de torear regresaba con la Bandida para gastar lo que había ganado”. Unos iban en busca de las muchachas; otros nada más a tomar la copa, a jugar al dominó, a disfrutar la música de los tríos. A pesar de tal diversidad, los políticos del régimen eran, por mucho, los clientes más asiduos de doña Graciela. Ella los atendía con una cortesía sin límites: a los dirigentes obreros, a los diputados, a los ministros del gobierno, y también a los hijos de varios ex presidentes, recibidos a menudo con fastidio por las pupilas, a quienes ocupaban gratis por órdenes de la patrona. Pasaban por allí todos los hombres de vocación por el poder. Hasta los extranjeros. El mismo Fidel Castro, vencido por la curiosidad, visitó la casa durante los meses de su exilio en México. Castro frecuentaba por esos tiempos el comedor de los Departamentos Pal, en Arcos de Belén 74, donde vivía Pepe Jara, quien tocaba con un trío en la casa de Durango. Con él la conoció Fidel. Era entonces un muchacho muy joven: alto, sin barba, con la mirada serena detrás de sus gafas. La gente del burdel, al parecer, lo recibió con desconfianza. “Vino como cuatro veces, no gastaba nada y me cayó mal porque es maricón”, fue la sentencia de la Bandida. 

          Graciela Olmos, la Bandida, conocía desde chamacos a muchos de los hombres que más tarde llegaron a las cimas del poder en México. Era uno de los secretos de su prestigio. “Estaba protegida por los meros de arriba, de la Presidencia y del Departamento, para hablar pronto”, dicen quienes la rodeaban en la casa de Durango. A pesar de sus relaciones, sin embargo, sufría con frecuencia la persecución de las autoridades. Los años más difíciles, en ese sentido, fueron sin duda los del gobierno del general Lázaro Cárdenas. La Bandida lo llamaba, en sus corridos, el Trompudo. Lo detestaba, decía ella, por haber traicionado al general Calles, su protector, aunque más bien, claro está, por haber combatido sin cuartel la prostitución en México. Durante su gestión, en efecto, Cárdenas mandó reformar el Código Penal para castigar el delito de lenocinio —es decir, la alcahuetería— en todos los estados de la República. El decreto marcó la victoria de los abolicionistas sobre los reglamentaristas, quienes revirtieron su derrota más tarde, en tiempos del presidente Miguel Alemán. Las leyes diseñadas contra la prostitución eran comunes desde la Colonia. Así, por ejemplo, en un bando del siglo XVI, el virrey de la Nueva España, don Gaspar de Zúñiga, condenaba los serrallos del Callejón de Lecheras, donde mujeres y hombres —decía— “hacen excesos y ofensas a Dios Nuestro Señor”.

Graciela Olmos y Víctor Cordero. Fotografía de Estrella Newman, ca. 1950. La Jornada


          Los problemas que tuvo la Bandida con las autoridades de la capital no nada más se limitaban a la prostitución: incluían un delito todavía más grave, al menos desde la perspectiva del Código Penal. A mediados de los cincuenta, en efecto, Graciela Olmos fue acusada de tráfico de drogas por la policía del Distrito Federal. Varios de sus clientes le solicitaban porciones de cocaína para consumir en el burdel. Ella les vendía medio gramo —un medellín— en 200 pesos, con lo que les alcanzaba para seis o siete dosis de pericos. Todos conocían ese negocio, empezando por los jefes de la policía, pero no todos sintieron que su complicidad fuera retribuida con justicia. Ella gustaba recordar con sus amigos los pormenores del escándalo. “Me llevaron a la Jefatura”, contaba. “Estuve en la azotea, incomunicada, pero vi abajo a un fotógrafo de prensa que andaba por ahí, y en una caja de cerillos, con cabezas de fósforo y saliva, escribí: Auxilio —la Bandida”. Al cabo de los días salió de la cárcel, ayudada por sus relaciones entre los políticos del régimen. Regresó después con sus muchachas al burdel, aunque ya nada fue de nuevo como antes. “Mi negocio se vino abajo”, lamentaba con amargura. Muchos de sus clientes, a partir de entonces, gastaban sus billetes en otros lugares y llegaban con ella cuando terminaba la noche para beber de gorra. Algunos preferían ir con la Malinche, una india de leyenda, realmente soberbia, que durante su juventud había sido pupila de la Bandida. 

          En 1957 habían pasado ya los años de gloria de la Bandida. Los momentos de paz que tenían sus pupilas —tan odiados por ellas, que perdían su tiempo— parecían ahora parte de la rutina. Eran a veces desesperantes, aunque no todas los desperdiciaban. Estrella, en concreto, los aprovechaba para dibujar al carbón los retratos de varios de los personajes que trabajaban en la casa de Durango. Así lo recuerdan sus amigos, los cancioneros del burdel. “En las noches que no había clientes”, dicen, “se llevaba unas cartulinzotas y empezaba a hacemos retratos a nosotros”. Esos retratos, nada malos, habrían de ser después muy cotizados por los coleccionistas. Estrella brillaba con una luz poco común entre las muchachas que trabajaban en aquel sitio: la del talento. Tomaba clases de pintura en la Academia de San Carlos, donde uno de sus profesores era Manuel Rodríguez Lozano. Su vida, como las monedas, tenía dos caras: San Carlos y la Bandida. Las dos eran importantes. En aquel otoño, por ejemplo, mientras trabajaba por las noches con doña Graciela, colaboraba por las mañanas con los estudiantes de su generación en organizar el baile de máscaras que se celebraba todos los años, a finales de octubre, en el patio de la Academia. Estrella tenía ya preparado su disfraz al llegar el día del baile, como también Ámbar. Los dos estaban inspirados en los personajes de la commedia dell’arte. Ámbar iba vestido de Pierrot (el enamorado triste) y Estrella de Colombina (la muñeca jacarandosa). Antes de salir, hacia las once de la noche, se fueron a despedir de la patrona. 

          El cuarto de la Bandida estaba situado en el sótano de la casa de Durango. Tenía una ventana que daba a la calle, tapiada con unos ladrillos, y tenía además dos camas separadas por un buró, un ropero medio desvencijado, algunos sillones y varias mesitas llenas de botellas y de ceniceros, la mayor de las cuales servía para sostener el tocadiscos. Todo era corriente, de mal gusto, impregnado por un olor a colillas de cigarro. Destacaba sobre la pared una fotografía tomada en la década de los cuarenta, entre bambalinas, en la que Graciela Olmos, disfrazada de villista, posaba junto con un hombre tan flaco que parecía bastón: el compositor Agustín Lara. Ambos estaban sentados en una banca, muy contentos, alumbrados por los reflectores de la cámara. “Agustín Lara era tan amigo de doña Graciela Olmos”, cuentan en relación con esa foto, “que la hizo debutar en el Teatro Lírico”. Eran amigos del alma, es cierto, desde los tiempos de la Revolución. Lara cursaba sus estudios en el Colegio Militar cuando, a los quince años, ya con el grado de teniente, lo dejó todo para formar parte de la guardia personal de Pancho Villa. En ese mundo conoció a la Bandida, a quien vio de nuevo más tarde, durante los veinte, cuando tocaba sus canciones en el piano del prostíbulo de Ruth. Admiraba su genio, su talento para la música. Graciela Olmos, en efecto, compuso algunas de las baladas más bellas de su tiempo, como La enramada, y también algunos de los corridos más famosos de la Revolución, como Siete Leguas y Benjamín Argumedo. 

          La Bandida permanecía por lo general al margen de los trajines del prostíbulo de Durango. Nunca salía de su cuarto, más que cuando había peleas. Y nunca salía de la casa, salvo cuando visitaba los baños del Hotel Regis, acompañada siempre por Ámbar y por Estrella. “Le sacaba a salir a la calle”, revelan sus pupilas. Era odiada por muchos, a causa de lo que sabía. En su burdel de Xola, tiempo atrás, había sido balaceada a quemarropa por un oficial del Ejército. Quizá por eso le gustaba estar rodeada de hampones: sentía que la protegían. Cuando llegaba uno a la casa, mandaba que lo trajeran con ella, a su cuarto (“pa tenerlo controlado y pa que supieran que la viejita estaba con un hampón, que había que cuidarse”). Eran una multitud los que llegaban de visita. “Llegaba el Chino Ríos, llegaba el Colo Cora, llegaba el Tabasqueño, llegaba el Negro Pulido”, recuerda uno de sus cancioneros. “Al Negro Pulido le teníamos miedo todos porque ése se cogía a los hombres, se cogía a los cancioneros. Por ai se llevó a varios, y muy notorios”. La Bandida lo trataba como a un niño que no tenía remedio, al que había que regañar de vez en cuando. Antonio Pulido, el Negro, era el jefe de la policía de los ferrocarrileros, cuyos dirigentes sufrían por ese entonces el hostigamiento del gobierno de Adolfo Ruiz Cortines. El Negro, oriundo de Tuxpan, Veracruz, había sido durante su juventud diputado suplente de don Adolfo. Ahora era uno de los matones más temidos en México. “Esos eran la guardia de honor de la Bandida”, dicen. “La guardia de honor de la Bandida”. 

          Graciela Olmos era una mujer bajita y robusta, tosca de facciones, aunque con un cutis sorprendentemente fino. La expresión de su rostro, en el fondo, era triste, como la de la gente muy anciana. Algunos decían que de joven había sido guapa. No lo parecía, y menos aún en 1957. Acababa de sufrir un ataque al corazón que transformó su vida para siempre. “Creí que me moría”, confesó. Desde entonces no podía ni caminar, por lo que permanecía en su cuarto, sobre la cama, reconfortada con la música de sus cancioneros. Pasaba la noche tocando la guitarra, jugando al dominó o platicando con los hampones que la visitaban. Eran los que más bebían. En ocasiones, luego de las borracheras, el techo de su cuarto amanecía lleno de balazos. Descansaba nada más dos o tres horas al día, rodeada de su desorden. “Era un pinche desastre con la viejita, que nunca dormía”, recuerdan todavía sus amistades. Estaba vencida por los años, pero conservaba su sentido del humor. “He llegado a la edad del metal: pelo plateado, dientes de oro y pies de plomo”, bromeaba. “Cuarenta años de apuraciones, sustos y borracheras acabaron conmigo”. Sus achaques no tenían remedio. Padecía hidropesía y uremia. Estaba mal del hígado y del páncreas. Sufría crisis de estornudos y de escalofríos, y también dolores en la mandíbula.

          Ámbar y Estrella tocaron a la puerta de su cuarto. La Bandida los recibió como siempre, recostada sobre su cama, con una cobija que le cubría las piernas. El aire, esa vez, estaba saturado con un olor a mariguana. —Mamita, ya nos vamos a la fiesta de San Carlos —le comunicó Estrella—. ¿Por qué no vamos? ¡Vente! —¡Ándale! ¡Vamos! —secundó Ámbar.

          Así le decían, aunque comprendían que su mamita no podía salir a ningún lado. La Bandida viviría en su burdel hasta el comienzo de la década de los sesenta. Y moriría un par de años después. Su casa, entonces, sería clausurada por las autoridades. Las que trabajaron allí, al lado de la señora, nunca recordaron con nostalgia la residencia de Durango. “Era una casa vieja, fea, pa llorar”, afirman sin titubeos. Al cabo de los años, entrados los setenta, fue demolida para construir en su lugar un edificio de siete pisos. 

          Ámbar y Estrella regresaron a los salones del burdel luego de visitar a la patrona. Allí, entre la multitud, vislumbraron a los Divinos. José Alvarado, Juan Soriano, Octavio Paz y Carlos Fuentes acababan de llegar, aquel sábado, a la casa de la Bandida. Muchos en el burdel los conocían. A veces iban a tomar la copa, a convivir con las pupilas, a tranquilizar sus nervios, a disfrutar la música de los tríos. Fuentes habría de recordar, en un cuento, la aparición esa noche de la pareja que formaban Ámbar y Estrella, disfrazadas para la fiesta de San Carlos. “Surgieron dos figuras insólitas”, escribió, “un Pierrot y una Colombina, dueños de todos los atributos de su disfraz”. Sus disfraces, en efecto, causaban sensación. Parecían un par de mimos arrojados fuera del escenario, sorprendidos de repente entre los espectadores. Ámbar estaba vestido de seda, con pantalones níveos y botones negros, y con unas zapatillas de raso para bailar. Tenía la cara pintada de blanco, con una lágrima que le rodaba por la mejilla. Estrella, a su vez, estaba disfrazada con una peluca y una gorguera, y con unas babuchas y unas mallas que más o menos combinaban con su tutú de bailarina. Tenía la cara pintada de blanco, igual, pero la expresión de su boca no era de tristeza sino de alegría —una alegría, dicen, “extremadamente contagiosa”. 

          Pepe Alvarado era, entre los Divinos, quien más frecuentaba la casa de la Bandida, al igual que la mayoría de sus compañeros de la revista Siempre! Le gustaba bailar, fumar, beber, jugar al dominó —y todo lo demás. Estrella lo recuerda, todavía, como lo vio una vez, maravillada, en una noche de juerga: “encuerado por toda la casa con una sábana encima”. Pepe, pues, amante del placer, era siempre bienvenido por la Bandida. También Carlos Fuentes, su colega de la mesa del Bellinghausen. Visitaba la casa muy a menudo, con el ánimo no sólo de parrandear, sino de satisfacer su curiosidad —y más: su interés intelectual— por conocer ese aspecto de la vida de la Ciudad de México. A veces llevaba con él una libreta para tomar apuntes de lo que veía, de lo que escuchaba que decían en el burdel. “En ese tiempo, Carlos escribía La región más transparente, y se quería inspirar”, recuerda uno de sus amigos de la Cancillería. Apenas unos meses antes —la noche del 28 de julio, para ser exactos— había sido sorprendido en la casa de la Bandida por el terremoto que tiró el Ángel de la Independencia. Las muchachas estaban enloquecidas de miedo. El terremoto causó la muerte, de hecho, a más de cincuenta personas en el país. En la capital derrumbó varios edificios, entre ellos uno más o menos conocido, el Internacional, que estaba frente al Caballito. 

          Octavio Paz y Juan Soriano, a diferencia de sus compañeros, frecuentaban raras veces la casa de la Bandida. Juan, en concreto, la visitaba nada más por solidaridad con sus amigos de juerga. Las muchachas del burdel simplemente no le interesaban: las miraba de lejos, con un poco de curiosidad, pero sin deseo. Sus ojos de sortilegio estaban puestos en otro lado. Tenía treinta y siete años, y vivía en el Parque Melchor Ocampo (“en un departamento de ésos que había hecho Barragán”). En aquel entonces daba clases de cerámica y de escultura en los talleres de La Ciudadela. Acababa de perder su trabajo en La Esmeralda, acusado de leer en el salón lo que sus detractores llamaban textos pornográficos —y que eran, en realidad, poemas eróticos de Octavio Paz. Ambos eran muy amigos, desde fines de los años treinta. En 1957 participaban los dos en el grupo de teatro Poesía en Voz Alta. “Queríamos recitar poesía”, señala Juan, “pero se nos hizo que eso no iba a pegar, y entonces hicimos teatro”. Presentaban sus obras en el Teatro del Caballito, con el patrocinio que les daba la Universidad. Juan no era nada más el escenógrafo, el encargado del vestuario, sino también, según Paz, “el cable de alta tensión en la vida del grupo”. Atravesaba por un momento de excepción en su trayectoria de pintor. Por esos años realizó, en efecto, algunos de sus cuadros más deslumbrantes, como La villa de Diómedes y El pez luminoso. 

          Los Divinos permanecieron un rato en la casa de Durango. Llevaban bebiendo toda la tarde y parte de la noche. Estaban de muy buen humor. Soriano no paraba de reír. Paz, de pie, recitaba versos de Hólderlin y de Baudelaire, que dejaban pasmadas a las pupilas de la Bandida. ¿Quién era ese señor que decía cosas tan raras? ¿Estaría loco? Fuentes y Alvarado, sentados en otra mesa, lo miraban divertidos mientras platicaban con Estrella, que los trataba de convencer de que fueran al baile de San Carlos. Sus gritos se mezclaban con la música de los tríos. Había siempre dos o tres. Los prostíbulos, en aquellos tiempos, competían por tener a los mejores. Con la Bandida tocaban Los Duendes y Los Tres Ases. Estaban en el burdel todos los días, desde las nueve de la noche hasta principios de la madrugada. Allí merendaban y cenaban, atendidos por la Güera. La Bandida les pedía canciones, entre bromas y palabrotas, con su acento de mujer del Norte. “Era muy mal hablada, pero por cada mentada de madre te daba 100 pesos”, recuerda su cancionero de lujo, Pepe Jara. “Ahora me la mientan gratis”. Jara tocaba con Los Duendes. Tenía una cicatriz en la frente que parecía hendidura, por lo que la patrona lo apodaba el Alcancía. Era bajito y moreno, con el pelo muy crespo, como de mulato. Su tío, el general Heriberto Jara, líder de la huelga de Río Blanco, había sido uno de los precursores de la Revolución. 

          Existían por esos años muchas otras casas de citas, además de la Bandida. Entre las más caras estaban la de Darwin, la de Nuevo León y la de San Antonio. Entre las más baratas, en cambio, destacaban las del centro, algunas de las cuales eran horrorosas, como las del Callejón del Órgano. “Uruchurtu mandó cerrar los bares y los cabarets a las doce de la noche”, dicen los que saben, “y entonces la prostitución y el vicio se fueron a las casas”. Los hombres las frecuentaban sin temor a nada. No había enfermedad que no pudiera curar una inyección de penicilina. Nadie usaba condón. Los pocos que circulaban eran inservibles. Olían a goma de borrar. Uno de los más comunes estaba protegido por un contenedor en forma de moneda: al abrirlo —¡pum!— aparecía el condón. Acudir a los burdeles, común entre los adultos, era por añadidura natural entre los jóvenes, quienes no tenían derecho de gozar el cuerpo de sus novias. Podían acariciar a sus amigas más ligeras, en el cine y en el baile, pero jamás a sus novias. “No las podíamos seducir físicamente sin arruinarlas para el matrimonio”, escribiría Carlos Fuentes. “La Revolución Mexicana aún no se extendía a la libertad sexual”. 

          Las prostitutas de la Bandida eran las más caras de la Ciudad de México. Sus clientes, así, tendían a ser hombres ya grandes—o sea, con dinero. En la Calle de Durango, en efecto, era frecuente ver automóviles de lujo: Lincolns y Packards, o más aún: Cadillacs modelo Fleetwood. Esta regla tenía desde luego sus excepciones. A veces llegaban clientes bastante jóvenes y medio pobretones a casa de la Bandida. Entre ellos estaban algunos de los amigos que tenía Carlos Fuentes en la Cancillería. No siempre llegaban con el dinero que requerían, como lo notaban en seguida las muchachas que los iban a buscar para ver qué les sacaban. Por aquel entonces ganaban alrededor de 1 500 pesos al mes, por lo que pagar una ocupada —más la cama— significaba tener que desembolsar la décima parte de su salario. ¡No lo podían hacer todos los días! Estaban por eso convencidos de que lo normal era regresar a sus casas en blanco, sin nada que festejar y nada que lamentar. Esa filosofía, sabia en su resignación, quedó plasmada en una frase que repetía —como refrán— uno de los compañeros de la Cancillería. Una puñetita, una persignadita... y a dormir tranquilos. Así decía. “Era una frase muy famosa en aquella época”, recuerda Fuentes. 

          Estrella y Ámbar, aquel sábado, terminaron por convencer a los Divinos de asistir al baile de máscaras de San Carlos. Podían ir en tranvía: había uno que llegaba hasta la Calle de la Academia. O podían ir en camión: había uno —el Juárez-Loreto— que cruzaba por la Calle de la Moneda, a unas cuadras de San Carlos. Al final optaron por el taxi. “Era lo más barato, en el fondo”, confiesa Soriano. Pararon uno con la mano, y negociaron el precio con el chofer a través de la ventanilla. Los taxis eran desde luego muy espaciosos, tanto los Fords como los Chevrolets. Así que todos, apretados, cupieron en el vehículo. Iban allí, con los Divinos, vestidos de traje, un Pierrot y una Colombina. Parecían actores de circo. “Nos condujeron de un taxi a otro”, escribió Fuentes, “apretujados los cuatro, cerca del perfume intenso de esos dos cuerpos ajenos”. Ámbar en particular iba siempre cubierto de perfume. Le gustaban los más caros. “Usaba Chanel Número 5”, asegura Pepe Jara. “Estaba de moda, yo me acuerdo, porque él lo presumía. Bajaba con una víbora así, de esas víboras de plumas, por las escaleras de la casa... Chanel 5, babosas, les decía a las muchachas, Chanel 5”. 

          El taxi los llevó por el Paseo de la Reforma, hasta llegar al comienzo de la Avenida Juárez. Allí vieron la fachada de la Secretaría de Relaciones Exteriores. Parecía diferente, muy distante, como muerta, con sus luces apagadas. Continuaron por la Calle de Madero, rodearon el Zócalo, pasaron de largo la Catedral y el Sagrario, y llegaron por fin a la esquina de Moneda y Academia, junto al templo de Santa Inés. En unos minutos, rodeados por la muchedumbre, estaban bajo la portada del edificio de San Carlos. Tenía una historia muy larga este edificio de tezontle, uno de los más antiguos de la Ciudad de México. Había sido la sede del Hospital Real del Amor de Dios, fundado por fray Juan de Zumárraga para cuidar a los enfermos de bubas —el nombre que daban a la sífilis en la Nueva España. Más tarde, al final de la Colonia, fue la sede de la Academia de San Carlos. Su fachada databa de mediados del siglo XIX. Era muy elegante. Estaba cubierta con bloques de cantera trabajados con almohadilla, preciosos, sobre los que destacaban unos medallones de mármol que representaban a los fundadores de la institución. Los invitados al baile de máscaras, familiarizados ya con el lugar, pasaban de largo por el arco de la entrada, sin mirar a los lados, bajo las letras de molde que decían ACADEMIA NACIONAL DE SAN CARLOS.

Academia de San Carlos

          Los bailes de máscaras de San Carlos eran organizados por la sociedad de alumnos, con el apoyo de la UNAM. Sus orígenes databan apenas de la década de los treinta, aunque parece ser que en el año de 1847 tuvo lugar uno muy espectacular, en honor a los cadetes del ejército de Estados Unidos que invadió México. Había cantinas instaladas en el patio y en todos los salones. La venta de alcohol —tequila, cerveza, mezcal— estaba por lo general concesionada. “El cantinero le daba una cantidad a la sociedad de alumnos”, dicen, “y con eso se pagaban las orquestas”. Las orquestas tocaban valses, danzones y tangos, y las parejas bailaban abrazadas por el talle. La fiesta estaba en su apogeo cuando llegaron los Divinos. Eran de los pocos que no tenían disfraz: iban todos de corbata, aunque ya muy desgarbados, sobre todo Pepe. En la taquilla, junto a la entrada, compraron sus boletos. Más adelante, en el guardarropa, dejaron sus abrigos. Hacía frío. Estrella recuerda con nitidez los detalles de la noche. “Cuando llegamos”, comenta, “entramos y nos subimos arriba, y desde ahí vimos a los que iban a competir”. El concurso de disfraces, en efecto, estaba por comenzar en el lugar de honor del patio. Era un patio muy austero, con arcos y pilares, estilo Renacimiento, pero aquella noche vestido de color para celebrar el baile de San Carlos. Así lo vieron ellos desde sus lugares, pegados a la balaustrada del segundo piso. 

          La decoración rompía por completo con la arquitectura del patio. Era cierto. Había mascarones y paneles de cartón, y también judas y calaveras fabricados bajo pedido por los artesanos de La Merced. Los arcos del interior estaban decorados con unas cortinas hechas de papel de china, iluminadas a trasluz con cientos de foquillos. Parecían de seda, tersas y brillantes. A sus lados, en el suelo, abundaban los arreglos de flor de cempasúchil. En el centro del patio, finalmente, alumbrada por una luz de ámbar, emergía sobre su pedestal de mármol la Victoria de Samotracia. El adorno más original en esos bailes era una especie de plafón en forma de flor que, al llegar el momento de la verdad, abría sus pétalos para dejar caer globos y serpentinas, así como también bandadas de palomas que revoloteaban un tiempo bajo la cúpula de cristal, antes de buscar refugio sobre las comisas en lo alto de los muros. Aquella noche, el tema del baile era la Muerte. Las paredes del patio estaban llenas de calaveras, inspiradas en los grabados de Posada. El plafón, a su vez, aparecía con forma de calaca “Era una Muerte gigante que tenía cohetes”, dice Estrella, “y adentro más calaveritas con hilos, que se quedaban bailando, y con confeti y serpentinas, y unos silbatos. En el momento culminante estallaban los cohetes”. 

          El alma de los bailes era José Gómez Rosas, el Hotentote. Estrella lo conocía muy bien (“él era el mero chingón”, confirma) pues lo veía en las clases de pintura que tomaba en la Academia. También lo conocía Soriano, que admiraba su talento para dibujar. Gómez Rosas acababa de cumplir por esas fechas cuarenta y un años. Era un hombre descomunal —medía 1.94, pesaba 135 kilos— por lo que sus amigos, en broma, lo apodaban con el nombre de unos pigmeos, los hotentotes, que habitaban en el sur del África. Era él quien dirigía la decoración del patio, secundado por un equipo de chamberos, escogidos entre los alumnos más jóvenes. Un par de meses antes del baile comenzaban los preparativos. El Hotentote, vestido con un overol de mezclilla, restiraba en el suelo del patio varios metros de papel de manila, que reforzaba por el reverso con manta de cielo. Allí, de pie, trazaba sus figuras con un carboncillo que colocaba en una especie de bastón. Caminaba en calcetines, para no dañar lo que pisaba. Sus murales de papel representaban lo más sobresaliente del año, en la escuela y en el país. Los pintaba con pigmentos fijados con aguacola —o cola de carpintero— que olía horrible, como a podrido, pues estaba hecha con vísceras de animal. Todos esos murales, maravillosos, terminaban al final en el bote de la basura. El Hotentote los hacía nada más para los bailes. “Era un personajazo”, dicen sus amigos. “Pasó a la historia sobre todo por eso, por los bailes”. 

          Alrededor de las doce de la noche comenzó por fin el concurso de disfraces. El jurado lo formaban los profesores de la escuela, encabezados por el director. Y también por el Hotentote. Había ganado por años y años el premio al mejor disfraz, hasta que los jueces decidieron hacerlo miembro del jurado para dar una oportunidad a los demás. Todos lo conocían de vista —era enorme, inconfundible— y varios lo conocían de nombre, por ser el autor de los murales del Salón México y de la Fonda Santa Anita, así como también el alma de las escenografías de algunas de las películas del Indio Fernández. Esa noche, como miembro del jurado, tenía los ojos puestos sobre la pasarela, colocada por sus chamberos al frente del templete de la orquesta. Entre las personas que lo fueron a saludar, en medio del gentío, estaba también Estrella, disfrazada de Colombina. Algunos de los estudiantes la debieron haber reconocido, pues modelaba para ellos en las aulas de San Carlos. Estaba muy orgullosa de su cuerpo (“yo tenía la línea perfecta”, dice, “la divina proporción”). El concurso duró más o menos media hora. Al final, los premios de los ganadores —tres o cuatro, muy modestos— fueron obsequiados por los comerciantes del rumbo. Estrella recuerda con nostalgia ese momento. “Ganaron unos que iban disfrazados de cartujitos”, dice, “que llevaban en medio a un muertito”. Al terminar el concurso de disfraces, los Divinos dejaron sus lugares para bajar al patio de San Carlos. El patio tenía losetas simuladas con cemento, pintadas de gris con grecas rojas, mandadas a hacer a fines del Porfiriato. Estaban ahora cubiertas de cáscaras de cacahuate, botellas de cerveza, confeti, serpentinas, colillas de cigarro, pedazos de cempasúchil, cartuchos de cohete con olor a pólvora. Estaban sucísimas. Había más de cuatrocientos asistentes al baile. Muchos habían llegado con botellas de ron escondidas bajo sus abrigos, y no paraban de beber. Juan Soriano, en particular, estaba ya bastante aturdido por el alcohol. “Yo era muy joven”, dice, “y lo único que me interesaba era emborracharme”. Bebía cerveza, tequila, más cerveza. Había perdido la cuenta, igual que todos los que lo rodeaban. Hacia la madrugada, los bailes de San Carlos empezaban a parecer un carnaval. Las mujeres se metían a los baños de los hombres. Los hombres se metían a los baños de las mujeres. Algunos bailaban sobre las mesas del patio. Unos se confesaban su amor. Otros se agarraban a puñetazos. “Todos estábamos un poco golpeados al día siguiente”, recuerda Soriano. Los bailes de máscaras, de hecho, habrían de ser prohibidos más tarde, a mediados de los sesenta, luego de que unos tipos que pasaron sin pagar —y a quienes hubo que correr— mataron a puñaladas a un muchacho de la sociedad de alumnos.

          Los Divinos permanecieron un rato con Ámbar y con Estrella en el patio de San Carlos. Siempre que los dos estaban juntos causaban sensación entre la gente. Parecían gemelos. “Nos pintábamos el pelo igual y nos vestíamos igual, de mujeres o de hombres”, recuerdan todavía, muy divertidos. “Los hombres nos confundían. No se sabía quién era quién”. Aquella vez, a pesar de sus disfraces, tenían ambos, como siempre, una apariencia similar, con sus rostros empapados de sudor. Sus parejas de baile sentían una especie de vértigo —mitad atracción, mitad repulsión— al tomar sus cuerpos por la cintura. Incluso quienes ya los conocían, como los Divinos. “¿Quién iba a bailar con Ámbar, quién con Estrella?”, fantaseaba Carlos Fuentes. “¿Cuál era el hombre, cuál la mujer, qué nos decían nuestras manos cuando bailábamos con la Colombina ahora, con el Pierrot en seguida?”. Ámbar tenía, vale subrayar, una belleza deliciosamente femenina. Era fácil confundirlo —pintado y depilado— con una mujer de mundo. Guapa y perversa, y muy distinguida. En ocasiones lucía vestidos de noche, ampulosos y curvilíneos, elegantes, inspirados en el new look que proyectaba por esos años el diseñador de moda: Christian Dior.   

          Así pasaron las horas de la noche, hasta que despuntó por fin el alba. Era ya domingo. Los últimos en salir del baile, sin ánimo de regresar a sus casas, permanecieron unos minutos al lado de la puerta de San Carlos. Luego comenzaron a caminar en todas direcciones. Algunos marcharon hacia la parada de tranvías, allí cerca, en la esquina de Moneda y Academia. Otros fueron a buscar los taxis que circulaban por la Calle del Correo Mayor. Estrella y Ámbar, a su vez, siguieron los pasos de los Divinos. Subieron por la Calle de la Moneda, en dirección al Zócalo. Pasaron el templo de Santa Inés. Recorrieron las paredes de tezontle de las casas del Mayorazgo de Guerrero. La ciudad estaba dormida. Su silencio parecía de piedra. Al terminar la Calle de la Moneda, entre el Palacio del Arzobispado y el Palacio de Gobierno, apareció de pronto, enorme y contundente, la Plaza de la Constitución. Allí acabó la noche. Ámbar y Estrella desaparecieron en las entrañas de la Catedral. Los Divinos, a su vez, abordaron un taxi en el Zócalo. Estaban un poco melancólicos. “Regresábamos a nuestras casas en estado deplorable, but still breathing”, recuerda Carlos Fuentes. Juan iba ya dormido, echado sobre Pepe, que miraba por la ventanilla la Calle de Tacuba. Octavio callaba, pensativo. Todo les resultaba muy remoto. Apenas recordaban la comida en el Bellinghausen, esa tarde, o la visita que después hicieron a la casa de la Bandida. Incluso el baile de San Carlos parecía desfallecer en la memoria, como todos los demás sucesos de la noche, cubiertos por la luz del amanecer que caía sobre la Ciudad de México.


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