1 dic 2006

Antonio Gamoneda, poeta de barrio


Antonio Gamoneda (Oviedo, 1931), uno de los poetas más prestigiosos de las letras españolas, fue galardonado con el Premio Cervantes, el máximo reconocimiento de las letras hispanas, que concede el Ministerio de Cultura ESPAÑOL. Al enterarse de la noticia, Gamoneda reconoció estar "abrumado" y añadió divertido que al conseguirlo "me han despojado de la condición de finalista, que era casi una profesión". Además dijo que no se sentía a la altura de otros galardonados como Octavio Paz, Juan Carlos Onetti, Jorge Luis Borges, Mario Vargas Llosa y Miguel Delibes. "No es cuestión de humildad sino de realismo", reconoció. Gamoneda diece sentirse "sólo el mejor poeta" de su barrio. "Mi poesía en su consistencia verdadera no es mejor hoy que ayer".

Nacido el 30 de mayo de hace 75 años en la capital asturiana, tras morir su padre y con sólo dos años, Gamoneda se trasladó con su madre a León, donde ha vivido desde entonces y donde dirige la Fundación Sierra-Pambley (creada en 1887 por Francisco Giner de los Ríos). Con cinco años aprendió a leer solo, con el único libro que su madre había trasladado a su nueva casa: se titulaba Otra más alta vida y lo había escrito su padre, Antonio Gamoneda, que era un poeta modernista. En 1960 publicó sus primeros poemas, escritos muchos años antes, y también se convirtió en víctima de la censura de la dictadura de Franco, que prohibió que su Blues castellano (1982) saliera a la luz. Incluido en la Generación de los 50 pese a sentirse alejado de esa línea poética, Gamoneda destiló una poesía con conciencia moral muy implicada en la resistencia antifranquista.

Tras la muerte de Franco y después de algunos años de silencio poético y de "frustración ideológica", volvió a la literatura con libros como Arden las pérdidas, donde reflexiona sobre la pérdida, el olvido, el paso del tiempo y la muerte. Su primer libro de poemas fue Sublevación inmóvil (1966) y con él trata de escapar a cualquier restricción realista. Siguieron Descripción de la mentira (1977), León en la mirada (1979) y Blues castellano (1982), que incluye poemas redactados casi veinte años antes. Lápidas (1987) le supuso un gran reconocimiento por parte de la crítica, y con Edad (1987), una recopilación de su poesía hasta el momento con algunos inéditos, obtuvo el Premio Nacional de Poesía. Libro del frío (1992) volvió a confirmarle como uno de los poetas más importantes del siglo. En 2000 publicó la antología Sólo luz y en 2003 salió a la luz una reedición del Libro del frío, con la incorporación de veinte poemas nuevos.

Gamoneda reside en León desde 1934. Es doctor honoris causa por la Universidad de León. Actualmente tiene asumidas tareas de dirección en la Fundación Sierra-Pambley, creada en 1887 como prolongación de la Institución Libre de Enseñanza.

Recibirá tembién el premio el 23 de abril de manos del rey Juan Carlos en una ceremonia en el Paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares, localidad donde nació Cervantes.

¡Felicidades!

  • El mundo de un gran poeta/Miguel Casado*
*Poeta, crítico y editor de la poesía completa de Antonio Gamoneda
Tomado de ABC, 01/12/2006.
Antonio Gamoneda fue proclamado ayer premio Cervantes de Literatura, el mismo día que recogía el Reina Sofía de Poesía de manos de Su Majestad. Tal conjunción favorable supone un reconocimiento, tal vez tardío, pero de ineludible justicia para un autodidacta cuya poesía encarna la lucha de un hombre que ha sabido sobreponerse a sus circunstancias. Ofrecemos en esta página el artículo sobre Antonio Gamoneda del poeta y crítico Miguel Casado del que ha editado su poesía completa (1947-2004) que quedó plasmada en el libro «Esta luz: poesía reunida» (Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores). También Eduardo Jordá, Hugo Múgica, Andrés Sánchez Robayna e Ildefonso Rodríguez escriben en páginas interiores sobre el nuevo premio Cervantes.
TRATANDO de definir el impulso que animaba la poesía de Baudelaire, escribió Walter Benjamin: «El problema de Baudelaire podía plantearse así: «ser un gran poeta, pero no ser ni Lamartine, ni Hugo, ni Musset». Yo no digo que este propósito fuera consciente, pero estaba necesariamente en Baudelaire -e incluso era esencialmente Baudelaire-. En el terreno de la creación, la necesidad de ser distinto equivale a la existencia misma». Son frases que no hablan sólo de un poeta: la poesía moderna encuentra su ser en la discontinuidad, en la apertura en cada caso de una lengua-mundo singular, distinta, en la que sin embargo los lectores puedan encontrarse. Así, en Baudelaire o Rimbaud, en Vallejo o Dickinson, en Celan.
En la obra de Antonio Gamoneda ha alentado esta misma conciencia: que la escritura traza un espacio propio, que perseverar en ello es el compromiso que contrae el poeta. De ahí procede seguramente tanto la fuerza de sus textos como las vicisitudes que ha padecido su recepción. Cuando leí por primera vez a Gamoneda -hacia 1983-, su poesía era un secreto bien guardado entre las murallas de León, aunque hubiera ya publicado tres libros, entre ellos el memorable
Descripción de la mentira. Veintitantos años después, su nombre se ha convertido en la más importante referencia de la poesía española actual; no se puede hablar de poesía moderna en nuestra lengua sin reconocer el papel clave de su obra. El proceso que ha llevado de aquel silencio a este reconocimiento reúne, de modo emocionante e insólito, la necesidad con la justeza. Y hoy la escritura de Gamoneda ya es patrimonio de todos los que aman una poesía que lleve al máximo singularidad e intensidad.
También su trayectoria biográfica resulta infrecuente entre los poetas de esta época. Nacido en Oviedo en 1931 y enseguida huérfano de padre, su madre se trasladó con él a León en 1934, comenzando una etapa de grandes estrecheces económicas; Gamoneda empezó a trabajar como recadero en un banco el mismo día que cumplió los catorce años, y permaneció luego en la misma entidad, en distintos puestos, otros veinticuatro años. La dureza de una vida laboral sin límites de jornada y las necesidades familiares no impidieron su formación autodidacta, su intensa dedicación a la escritura desde adolescente y tampoco su larga militancia antifranquista. Se encargó después de poner en marcha la actividad cultural de la Diputación leonesa, dirigiendo la colección «Provincia» en su mejor época y una prestigiosa sala de exposiciones, aunque fue separado de su cargo, tras un proceso legal, por falta de determinados títulos académicos. Sus últimos años profesionales los dedicó a la Fundación Sierra Pambley, entidad surgida, hace más de un siglo, en el campo de energía de la Institución Libre de Enseñanza. Su jubilación ha venido a coincidir con el reconocimiento de su obra.
Quizá la poesía de Gamoneda tenga como núcleo central la tensión entre autonomía del texto y referencia autobiográfica. Se trata de una tensión tan manifiesta como difícil de nombrar: una construcción lingüística rigurosa y autosuficiente que, a la vez, no conoce otros materiales, otras temperaturas que los de la propia vida. Así, indagar en la memoria del poeta se hace indistinto de releer su obra; no hay en ella propiamente relato, pero sí diseminación y fragmentación de cápsulas narrativas, de figuras y personajes que reaparecen una y otra vez. Las imágenes y los núcleos emocionales del poema proceden del lugar del relato y en ellos se manifiesta la vida; sin llegar a declararse, se muestra.
De este modo, por debajo de las palabras fluye una corriente de memoria, para cuyas emergencias Gamoneda encuentra una imagen presente también en autores como Walter Benjamin o Cesare Pavese: la del relámpago. El sustrato de memoria aparece, estalla en súbitos relámpagos que tiñen, cambian el color, las proporciones y perspectivas de la luz, hacen que el sentido exceda siempre su circunstancia concreta. De este excedente de sentido proceden las formas invisibles que habitan cada frase, del mismo modo que las personas que estaban próximas, cercanas, y han desaparecido, siguen habitando la vida, son las pérdidas que en ella no cesan de arder.
Esta permanencia de la memoria, y la actividad de sus «formas invisibles», componen la materia del mundo cristalizado en Descripción de la mentira (1977) y que se prolonga, aun con muy fuertes transformaciones, hasta los recientes Arden las pérdidas (2003) y Cecilia (2004). Las palabras van sumergiéndose en el mundo creado entonces, moviéndose dentro de sus coordenadas, y eso provoca -cada vez que se pronuncian de nuevo-, que se enciendan con luz retrospectiva: cada poema hace nuevos los anteriores, alterando, removiendo sus condiciones de lectura; cada libro queda abierto y sigue transformándose al compás de cada libro posterior que aparece. El mundo de un gran poeta crece así.
Hay en ello un espesor o una consistencia existencial y, a la vez, un pálpito de límite, de inminencia destructiva, una intensa intuición de negatividad. Lo que se ha calificado como poética de la muerte de Antonio Gamoneda es, realmente, una poética de la vida conducida a su límite. El mundo de Gamoneda -cuando se decanta en la mitad de los años setenta- era el de un superviviente, y daba cuenta, a la vez, de la precaria identidad del yo y del estado de un país oprimido y esquilmado: hacerse fuerte de manera beckettiana en los residuos -lo que queda-, hallar en la necesidad virtud, producir en ese lugar pobre y precario una concentración de energía existencial han sido el poder de los poemas.
En la constancia de las formas invisibles se asienta la capacidad mítica del lenguaje de Gamoneda: para fundir la intimidad y el ser de la vida, para prolongar hasta la obsesión ciertas sensaciones tenidas en la infancia, para hacer persistente a lo largo de décadas el olor de unas hortensias, el tacto de unos guantes, la luz de una habitación donde alguien lloraba, unas manos lavando la ropa en una tabla de lavar -la taja-, la serpiente prodigiosa de una melodía deslizándose sobre el corazón.
Trabajo mítico, pero también -en una síntesis admirable de niveles- de auto-análisis, ya que el mundo creado no se distingue de la propia vida: el deseo de un conocimiento de sí impulsa toda la obra de Gamoneda. Por eso hubo de escribir en ocasiones que lo que estaba diciendo le resultaba a él mismo incomprensible, indescifrable, que le inducía a perplejidad. Escribir para entender, para entenderse. El poetase sitúa ante una sustancia de memoria y palabras que se le impone, que se ofrece desbordante de emociones oscuras, que no muestra otra claridad que la del retorno obsesivo. El poeta persigue ese núcleo, nos permite a los lectores acompañarle en esa lenta erosión, en ese conocimiento aplazado, intenso y efímero, como el de los relámpagos de la memoria infantil.
  • El poeta del frío/José Luis Pardo, filósofo
Tomado de EL PAÍS, 01/12/2006
En 1978 aparecieron los primeros recuentos generacionales de los poetas del medio siglo, de la mano de Antonio Hernández y Juan García Hortelano. Para entonces, Antonio Gamoneda era un poeta leonés, aunque nacido en Oviedo, que apenas había publicado un libro, Sublevación inmóvil (Rialp, 1960). Los duros acaeceres cotidianos, la resistencia política y el silencio impuesto o elegido no le habían dejado decir su voz más auténtica. Además de poeta, Gamoneda fue promotor de la colección de poesía Provincia, en León.
En los años sesenta, el influjo de los espirituales negros y del poeta turco Nazim Hikmet activó los versos insomnes de Blues castellano (Noega, 1982), aunque las miserias culturales y la cerrazón de la censura impidieron que el libro apareciera antes de los ochenta. A veces las paradojas son necesarias. Paradoja fue el hecho de que el autor necesitara la obturación de su estímulo poético para que su poesía rompiera diques y compuertas para irrumpir, asoladora, en un espacio de libertad en el que no había aprendido a vivir. Hasta 1975 Antonio Gamoneda había organizado su existencia a la contra: contra la opresión, contra la mendacidad, contra la miseria diaria. Muerto Franco, desaparecían bajo sus pies los motivos en los que había sustentado su vida. De esa frustración y del espacio vacío en que el antiguo poeta insurgente había quedado sin función surge la plétora agónica de Descripción de la mentira (Diputación de León, 1977): un despiadado recorrido por los despeñaderos de la angustia que se derramaba en versículos sin término, y adquiría una sonoridad apocalíptica como la de un profeta antiguotestamentario que hundiese sus plantas en las sentinas de la posmodernidad. Allí no había ironía, ni guiños cómplices, ni culturalismo, ni metaliteratura, ni ambigüedad en su asentir o disentir respecto a la clase social a la que pertenecía. Él era un proletario, y sus versos arrastraban un dolor atávico en el que daba frío reconocerse. Poesía de la desolación, del conocimiento, del conflicto.
Otros años transcurrieron y otros libros, como Lápidas (Trieste, 1987). Pero fue Edad (Cátedra, 1987), la compilación de su obra completa hasta ese momento, la que lo presentó ante los lectores de manera compendiosa y global, de la mano experta de Miguel Casado. A partir de entonces, Gamoneda dejó de ser una voz inaudible, aunque prestigiada, para convertirse en referente imprescindible (con Claudio Rodríguez, con Valente, con Gil de Biedma) de la poesía de la segunda mitad del siglo XX.
Aún no había dicho su última, y tampoco su mejor, palabra. Cuando apareció, Libro del frío (Siruela, 1992), pudimos al fin asistir a la fiesta del dolor, a la alucinación de una muerte inminente. Cánulas y hospitales, sendas de alta montaña, paisajes sin figura, recordatorios vetustos de un amor aún palpitante poblaban los versículos de ese libro. Al cabo de una ascensión al monte Nevo, el poeta divisaba la sábana blanca -una luz alumbrando el sudario- de la muerte. Todas las derrotas de su existencia se calcinaron en Arden las pérdidas (Tusquets, 2003): segunda parte de aquel Libro del frío que se alza como uno de los monumentos aere perennius (más duradero que el bronce) de la poesía de nuestro tiempo.

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