Falso amanecer neoconservador/Lluís Bassets
Publicado en EL PAÍS, 04/11/08;
No hay desacuerdo acerca de la fecha. El 4 de noviembre de 2008, el primer martes después del primer lunes, marcará un antes y un después. El desacuerdo es acerca de su rango, en relación con fechas relativamente recientes que hemos señalado como históricas en nuestra memoria: el 11 de septiembre de 2001, cuando Estados Unidos se sintió vulnerable y su presidente decidió convertirse en un jefe de guerra; el 9 de noviembre de 1989, cuando el muro de Berlín dejó de separar las dos Alemanias y empezó el fin del sistema comunista. Más inalcanzable es conocer la etapa que se abre con el mojón calendario, por más que creamos contar con datos acerca de los nuevos aires que soplan.
Respecto al pasado, el debate entre historiadores y cronistas está ya servido: para unos es meramente el final de la presidencia de Bush, para otros el de una larga era conservadora que se identifica con la llegada de Reagan a la presidencia en 1980, y hay incluso quien piensa que hay que retrotraerse unos años antes, a la presidencia de Richard Nixon (1969-1974). Dos importantes trabajos historiográficos acompañan esta polémica, de forma que en sus propios títulos queda reflejada la tesis que defienden: La Época de Reagan. Una historia, 1974-2008, de Sean Wilentz (Harper Collins); y Nixonlandia. El ascenso de un presidente y la fractura de América, de Rick Perlstein (Scribner).
El propio Wilentz reconoce que hay razones para datar el principio de la era en la presidencia de Nixon, pues éste, justo al empezar su segundo mandato, tenía proyectos para ampliar sus poderes y acceder a una especie de presidencia imperial, al estilo de lo que ha hecho George W. Bush, pero el escándalo Watergate, que le estalló inmediatamente después de su victoria y llevó a su dimisión, no tan sólo le cortó las alas sino que se convirtió en la vacuna contra la acumulación de poder presidencial para muchos años. Nixon quería colocarse como presidente por encima de la Constitución, especialmente en el capítulo que le ha hecho más antipático y a la vez conocido: el del espionaje. A fin de cuentas, lo que terminó con él fue la manía de grabar sus propias conversaciones telefónicas, que fueron requeridas por la justicia.
Durante la presidencia de Nixon y de su sucesor Gerald Ford, sin embargo, no se rompió del todo el consenso liberal que permitió la aprobación y aplicación de las leyes antidiscriminatorias en los años 60, la famosa sentencia sobre el aborto y el mantenimiento del realismo kissingeriano en política internacional. Sin esta tibieza republicana no hubiera sido posible, más tarde, una presidencia tan radical como la de Ronald Reagan. Pero dos de los actores más destacados de la presidencia de Bush son los portadores del hilo rojo de las continuidades: Donald Rumsfeld, jefe del gabinete presidencial de Gerald Ford, y su número dos, Dick Cheney, que protagonizaron lo que Wilentz califica como “la mayor remodelación del gabinete de la moderna historia de América”, sucedida en 1975 y conocida como la Matanza de Halloween, que se llevó por delante nada menos que a Henry Kissinger. Rumsfeld salió con el cargo de secretario de Estado de Defensa y Cheney como jefe del gabinete de la Casa Blanca.
En aquel momento ya se había puesto en marcha el entonces gobernador de California, Ronald Reagan. Con su candidatura fracasada en las primarias republicanas de 1976 sacó a colación las ideas económicas que conformarían la reaganomics, ahora retiradas de circulación: los recortes de impuestos a los más ricos y a las empresas harán crecer la economía y terminarán permitiendo mayor recaudación gracias a la nueva riqueza, lo que conducirá a equilibrar el déficit. Entonces todavía no coló. Pero lo que estaba empezando era un intento muy serio de dar un golpe de timón a la derecha y desmontar la entera sociedad del New Deal creada por Franklin D. Roosevelt a partir de 1932. La palanca en que se apoyaron los protagonistas de esta revolución conservadora (aunque más apropiado sería, en consonancia con la reforma de Roosevelt, calificar este movimiento como una contrarreforma) fue la crítica a la contracultura de los años 60, que significó la destrucción de los valores tradicionales respecto a la mujer, la familia, el sexo y las costumbres, y alcanzó, a veces con singular intensidad, a quienes se decían sus enemigos declarados. Los auténticos protagonistas, quizás de la era misma, son los neoconservadores, esos “liberales desengañados por la realidad” según frase atribuida al pope neocon Irving Kristol, que empiezan a adquirir densidad mediática, organizativa e ideológica en la década de los 70.
Aparentemente, las presidencias de Carter y de Clinton desentonan en la teoría de esta era conservadora de confines discutibles. Las condiciones en que se producen las victorias de ambos presidentes demócratas permiten aventurar que hoy es exactamente el día en que se puede cortar de verdad una racha electoral derechista que empezó en 1966. Carter venció por efecto del Watergate y de la desmoralización republicana pero su único mandato sirvió de lanzadera para Reagan. Clinton ganó en buena parte gracias a que Ross Perot dividió el voto de centro derecha y abrió las puertas a la mayor exhibición conservadora de la historia. Esta época conservadora tan prolongada ha funcionado electoralmente bajo la hegemonía de una coalición entre los republicanos moderados de los negocios de la costa Este, el conservadurismo social de la derecha religiosa del cinturón bíblico y el conservadurismo militar construido durante la guerra fría.
Esta coalición no hubiera sido posible sin la transferencia de voto blanco de los demócratas a los republicanos en los Estados sudistas, de una parte, como reacción a las leyes contra discriminación racial de los años 60, impulsadas sobre todo por el presidente demócrata Lyndon Johnson, y de la otra, en las zonas industriales clásicas, sin la mutación de la clase obrera blanca, como ha ocurrido también en Europa, donde la globalización suscita reacciones de ley y orden, populismo fiscal y sentimientos contra la inmigración.
Si hoy vence Obama, se podrá dar por cancelado un mapa electoral muy estable durante las tres últimas décadas, sustituido ahora por una nueva coalición mayoritaria más potente, que incorpora a las minorías negra e hispana, se basa en los empresarios, profesionales y universitarios jóvenes y tiene una fuerte impronta generacional, de unas cohortes de edad que están abandonando el republicanismo en masa.
Lo más curioso ha sido la finta que la historia le ha hecho al Partido Republicano y sobre todo a los neocon. Karl Rove, el mago electoral de Bush, quiso organizar un realineamiento electoral que diera la mayoría en todas las instituciones, incluyendo las judiciales, al republicanismo neoconservador para 40 años, los que duró el New Deal de Roosevelt. Ahora puede ser que lo que se esté produciendo sea precisamente un realineamiento de signo contrario. Este rebote de la realidad contra las intenciones de los revolucionarios de derechas -similar a lo que les sucede a los revolucionarios de izquierdas- podría extenderse a muchos capítulos, desde la imposición del unilateralismo de Estados Unidos en la escena mundial hasta la extensión de la democracia en Oriente Próximo a partir de Irak, pasando también por la extensión de los poderes presidenciales.
Algunos neocon ya consideraban obtenidos sus objetivos hace más de una década, con la caída del comunismo y el éxito de la ideología capitalista en todo el mundo. Otro de los popes del neoconservadurismo, Norman Podhoretz, escribió en 1996 un prematuro discurso de difuntos de la ideología neocon, a la que creía muerta en razón de su éxito: “Si el anticomunismo fue la pasión fundamental de los neoconservadores en cuestiones internacionales, la oposición a la contracultura de los años 60 fue su pasión preponderante en casa”. Lo que han hecho sus amigos tras la victoria republicana de 2000 es precisamente recuperar sus dos pasiones básicas, la exterior a través de la idea de una cuarta guerra contra un nuevo enemigo mundial, y la interior, mediante la recuperación de la guerra cultural ante las nuevas oleadas de permisividad que les permiten considerar viva y peligrosa la cultura de los 60.
Visto desde la periodificación, la victoria hoy de McCain, definido a sí mismo como soldado de Reagan, y de Sarah Palin, designada directamente por los neocon, desmentiría que estuviéramos ante la estación término, aunque es difícil pensar que sin mayoría en las Cámaras pudieran ir más allá de una prolongación agónica. Pero la victoria de Obama, en cambio, pondría punto final a varias series de acontecimientos en la esfera conservadora y constituiría un mentís en toda regla a las aspiraciones de un nuevo impulso neocon: creyeron ver detrás del 11-S las luces de un nuevo amanecer, con nuevas e ilusionantes oportunidades, pero eran en realidad las del crepúsculo, el suyo, claro está.
Respecto al pasado, el debate entre historiadores y cronistas está ya servido: para unos es meramente el final de la presidencia de Bush, para otros el de una larga era conservadora que se identifica con la llegada de Reagan a la presidencia en 1980, y hay incluso quien piensa que hay que retrotraerse unos años antes, a la presidencia de Richard Nixon (1969-1974). Dos importantes trabajos historiográficos acompañan esta polémica, de forma que en sus propios títulos queda reflejada la tesis que defienden: La Época de Reagan. Una historia, 1974-2008, de Sean Wilentz (Harper Collins); y Nixonlandia. El ascenso de un presidente y la fractura de América, de Rick Perlstein (Scribner).
El propio Wilentz reconoce que hay razones para datar el principio de la era en la presidencia de Nixon, pues éste, justo al empezar su segundo mandato, tenía proyectos para ampliar sus poderes y acceder a una especie de presidencia imperial, al estilo de lo que ha hecho George W. Bush, pero el escándalo Watergate, que le estalló inmediatamente después de su victoria y llevó a su dimisión, no tan sólo le cortó las alas sino que se convirtió en la vacuna contra la acumulación de poder presidencial para muchos años. Nixon quería colocarse como presidente por encima de la Constitución, especialmente en el capítulo que le ha hecho más antipático y a la vez conocido: el del espionaje. A fin de cuentas, lo que terminó con él fue la manía de grabar sus propias conversaciones telefónicas, que fueron requeridas por la justicia.
Durante la presidencia de Nixon y de su sucesor Gerald Ford, sin embargo, no se rompió del todo el consenso liberal que permitió la aprobación y aplicación de las leyes antidiscriminatorias en los años 60, la famosa sentencia sobre el aborto y el mantenimiento del realismo kissingeriano en política internacional. Sin esta tibieza republicana no hubiera sido posible, más tarde, una presidencia tan radical como la de Ronald Reagan. Pero dos de los actores más destacados de la presidencia de Bush son los portadores del hilo rojo de las continuidades: Donald Rumsfeld, jefe del gabinete presidencial de Gerald Ford, y su número dos, Dick Cheney, que protagonizaron lo que Wilentz califica como “la mayor remodelación del gabinete de la moderna historia de América”, sucedida en 1975 y conocida como la Matanza de Halloween, que se llevó por delante nada menos que a Henry Kissinger. Rumsfeld salió con el cargo de secretario de Estado de Defensa y Cheney como jefe del gabinete de la Casa Blanca.
En aquel momento ya se había puesto en marcha el entonces gobernador de California, Ronald Reagan. Con su candidatura fracasada en las primarias republicanas de 1976 sacó a colación las ideas económicas que conformarían la reaganomics, ahora retiradas de circulación: los recortes de impuestos a los más ricos y a las empresas harán crecer la economía y terminarán permitiendo mayor recaudación gracias a la nueva riqueza, lo que conducirá a equilibrar el déficit. Entonces todavía no coló. Pero lo que estaba empezando era un intento muy serio de dar un golpe de timón a la derecha y desmontar la entera sociedad del New Deal creada por Franklin D. Roosevelt a partir de 1932. La palanca en que se apoyaron los protagonistas de esta revolución conservadora (aunque más apropiado sería, en consonancia con la reforma de Roosevelt, calificar este movimiento como una contrarreforma) fue la crítica a la contracultura de los años 60, que significó la destrucción de los valores tradicionales respecto a la mujer, la familia, el sexo y las costumbres, y alcanzó, a veces con singular intensidad, a quienes se decían sus enemigos declarados. Los auténticos protagonistas, quizás de la era misma, son los neoconservadores, esos “liberales desengañados por la realidad” según frase atribuida al pope neocon Irving Kristol, que empiezan a adquirir densidad mediática, organizativa e ideológica en la década de los 70.
Aparentemente, las presidencias de Carter y de Clinton desentonan en la teoría de esta era conservadora de confines discutibles. Las condiciones en que se producen las victorias de ambos presidentes demócratas permiten aventurar que hoy es exactamente el día en que se puede cortar de verdad una racha electoral derechista que empezó en 1966. Carter venció por efecto del Watergate y de la desmoralización republicana pero su único mandato sirvió de lanzadera para Reagan. Clinton ganó en buena parte gracias a que Ross Perot dividió el voto de centro derecha y abrió las puertas a la mayor exhibición conservadora de la historia. Esta época conservadora tan prolongada ha funcionado electoralmente bajo la hegemonía de una coalición entre los republicanos moderados de los negocios de la costa Este, el conservadurismo social de la derecha religiosa del cinturón bíblico y el conservadurismo militar construido durante la guerra fría.
Esta coalición no hubiera sido posible sin la transferencia de voto blanco de los demócratas a los republicanos en los Estados sudistas, de una parte, como reacción a las leyes contra discriminación racial de los años 60, impulsadas sobre todo por el presidente demócrata Lyndon Johnson, y de la otra, en las zonas industriales clásicas, sin la mutación de la clase obrera blanca, como ha ocurrido también en Europa, donde la globalización suscita reacciones de ley y orden, populismo fiscal y sentimientos contra la inmigración.
Si hoy vence Obama, se podrá dar por cancelado un mapa electoral muy estable durante las tres últimas décadas, sustituido ahora por una nueva coalición mayoritaria más potente, que incorpora a las minorías negra e hispana, se basa en los empresarios, profesionales y universitarios jóvenes y tiene una fuerte impronta generacional, de unas cohortes de edad que están abandonando el republicanismo en masa.
Lo más curioso ha sido la finta que la historia le ha hecho al Partido Republicano y sobre todo a los neocon. Karl Rove, el mago electoral de Bush, quiso organizar un realineamiento electoral que diera la mayoría en todas las instituciones, incluyendo las judiciales, al republicanismo neoconservador para 40 años, los que duró el New Deal de Roosevelt. Ahora puede ser que lo que se esté produciendo sea precisamente un realineamiento de signo contrario. Este rebote de la realidad contra las intenciones de los revolucionarios de derechas -similar a lo que les sucede a los revolucionarios de izquierdas- podría extenderse a muchos capítulos, desde la imposición del unilateralismo de Estados Unidos en la escena mundial hasta la extensión de la democracia en Oriente Próximo a partir de Irak, pasando también por la extensión de los poderes presidenciales.
Algunos neocon ya consideraban obtenidos sus objetivos hace más de una década, con la caída del comunismo y el éxito de la ideología capitalista en todo el mundo. Otro de los popes del neoconservadurismo, Norman Podhoretz, escribió en 1996 un prematuro discurso de difuntos de la ideología neocon, a la que creía muerta en razón de su éxito: “Si el anticomunismo fue la pasión fundamental de los neoconservadores en cuestiones internacionales, la oposición a la contracultura de los años 60 fue su pasión preponderante en casa”. Lo que han hecho sus amigos tras la victoria republicana de 2000 es precisamente recuperar sus dos pasiones básicas, la exterior a través de la idea de una cuarta guerra contra un nuevo enemigo mundial, y la interior, mediante la recuperación de la guerra cultural ante las nuevas oleadas de permisividad que les permiten considerar viva y peligrosa la cultura de los 60.
Visto desde la periodificación, la victoria hoy de McCain, definido a sí mismo como soldado de Reagan, y de Sarah Palin, designada directamente por los neocon, desmentiría que estuviéramos ante la estación término, aunque es difícil pensar que sin mayoría en las Cámaras pudieran ir más allá de una prolongación agónica. Pero la victoria de Obama, en cambio, pondría punto final a varias series de acontecimientos en la esfera conservadora y constituiría un mentís en toda regla a las aspiraciones de un nuevo impulso neocon: creyeron ver detrás del 11-S las luces de un nuevo amanecer, con nuevas e ilusionantes oportunidades, pero eran en realidad las del crepúsculo, el suyo, claro está.
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