25 ago 2009

La historia

Historia no debe caer en manos políticas/Jonathan Steele, analista de The Guardian y autor de Soviet Power: The Kremlin’s Foreign Policy-Brezhnev to Andropov
Publicado en EL MUNDO, 25/08/09;
A las siete en punto de la tarde, miembros de las mismas familias y desconocidos se cogieron de las manos entre ellos e invadieron la carretera principal, algunos con banderas, otros con chapas en las solapas en las que se veía la cruz gamada al lado de la hoz y el martillo. Los organizadores aseguraron que había tomado parte en la manifestación un millón y medio de personas aunque, desde donde yo me encontraba situado, en medio de un campo de Lituania, en un atardecer bañado por el sol del que el pasado domingo se cumplieron 20 años, el ambiente era tan impresionante como la muchedumbre.
La conciencia de estar plantando cara y la solidaridad eran las sensaciones predominantes, así como el regocijo que muchos exteriorizaban. Para la mayoría de aquellas personas, aquélla era su primera manifestación política. Por todo el territorio de la Unión Soviética y de su imperio de la Europa Oriental surgían protestas públicas en 1989 pero, de golpe y porrazo, el Camino Báltico, como se dio en llamar aquella vasta cadena humana, había dejado atrás a las demás por sus dimensiones y su tranquila dignidad.
La cadena se extendió desde la capital de Estonia, Tallinn, hasta la de Lituania, Vilna, pasando por Riga, la capital de Letonia. Su objetivo era denunciar un hecho que se había producido exactamente medio siglo antes, el pacto Molotov-Ribbentrop, en el que Hitler y Stalin acordaron públicamente no atacarse entre sí, si bien añadían unas cláusulas secretas en las que se repartían la Europa central, lo que sentaba las bases para que los nazis invadieran la Polonia occidental mientras que Stalin se apoderaba de los estados bálticos prácticamente en su totalidad, la parte oriental de Polonia y zonas de Rumanía.
La cadena humana tenía, por encima de todo, la intención de demostrar a Moscú y al mundo la fuerza del movimiento independentista de los países bálticos. No obstante, constituía además una protesta contra la manipulación de la Historia. Las autoridades soviéticas todavía seguían empeñadas en negar la existencia de las cláusulas secretas, aunque habían sido descubiertas por las fuerzas occidentales en Berlín en 1945 y eran sobradamente conocidas.
Poco después del Camino Báltico, Mijail Gorbachov, el dirigente soviético reformista, admitió la cuestión y publicó la versión soviética de los acuerdos. Así y todo, este asunto sigue siendo materia de disputas políticas 20 años después, al ser objeto de conmemoración como consecuencia de una resolución que el Parlamento Europeo aprobó en la primavera pasada para declarar el 23 de agosto en toda Europa el Día del Recuerdo a las víctimas de todos los regímenes totalitarios y autoritarios.
En consonancia con el estilo subrepticio con que se hacen estas cosas en la Cámara, la resolución era una versión suavizada de una declaración que el mismo Parlamento había aprobado en septiembre pasado, en la que se proponía consagrar el 23 de agosto como día de conmemoración de «las víctimas del estalinismo y el nazismo». Los gobiernos de la Unión Europea (UE) toman cada uno por separado la decisión final al respecto y pocos son los que han designado fecha especial el 23 de agosto. Sin embargo, el tema tiene su importancia y pone de manifiesto los esfuerzos ímprobos de muchos políticos bálticos y centroeuropeos por equiparar estalinismo y nazismo o por proclamar que el estalinismo aún era peor. Preocupados en parte por la fortaleza de la que todavía hacen gala antiguos partidos comunistas en esas zonas, esos políticos utilizan la equiparación de nazi con soviético como estratagema para calumniar a cualquier partido de izquierdas (el borrador de resolución fue suavizado por los grupos de izquierda del Parlamento Europeo). Ese mismo recurso es un intento mal disimulado de mantener vivo un recelo extremo, si no una rotunda hostilidad, hacia la Rusia contemporánea.
El pacto Molotov-Ribbentrop dejó claro, sin lugar a dudas, que Stalin era tan cínico como Hitler. Sin embargo, pasar de ahí a equiparar las realizaciones o la ideología de estos dos hombres no se compadece con la realidad. Tampoco tiene en cuenta el hecho de que, después de la muerte de Stalin, la política soviética evolucionó hasta el punto de que la actividad política, y no digamos ya la vida cotidiana de las familias, no estuvo sujeta a ningún tipo de terror arbitrario en las dos décadas bajo mandato de Brezhnev. Los políticos bálticos derechistas tienen cierta razón cuando afirman que el resto de los europeos no estaba al tanto de las deportaciones de masas ordenadas por Stalin desde los países bálticos. Quizás fueran 100.000 las personas enviadas a Siberia con posterioridad a 1939 o cuando el Ejército Rojo derrotó a los nazis y volvió a apoderarse de la zona.
Sin embargo, pensar que los europeos occidentales no sabían nada sobre el gulag implica no tener ni idea de la enorme influencia de Alexander Solzhenitsyn a partir de las traducciones de sus libros a todos los idiomas europeos en la década de los 70.
Siempre hay algo más que aprender y los historiadores siempre están haciendo algún esfuerzo de reinterpretación. Una de las áreas más importantes que todavía está por investigar es el grado de participación de los civiles de cada lugar en los campamentos de exterminio de los nazis en la Europa central. En su obra The Continuities of German History (Lo permanente en la historia de Alemania), el historiador norteamericano Helmut Walser Smith señalaba recientemente el hecho de que la imagen del Holocausto basada en Auschwitz, una imagen sin rostros, de cadena de montaje, de máquina de matar, es una tergiversación. En su mayor parte, los judíos murieron de las formas más arcaicas y primitivas, de tiros disparados desde muy cerca al borde de fosas y zanjas o por inhalación de gases de tubos de escape. De las matanzas eran testigos cantidades muy elevadas de vecinos de cada lugar, que incluso tomaban parte en ellas o que sabían que se producían, así como también alemanes.
En las últimas ediciones de The New York Review of Books, otro historiador estadounidense, Tim Snyder, ha insistido en estos mismos datos al tiempo que ha resumido los estudios más recientes sobre los asesinatos ordenados por Hitler y Stalin. «A finales de 1941, los alemanes (junto con tropas auxiliares locales y soldados rumanos) habían dado muerte a un millón de judíos en la Unión Soviética y los países bálticos. Esa cifra es equivalente al número total de judíos asesinados en Auschwitz durante toda la guerra», ha escrito este historiador. En lo que toca a los números, el historial de Hitler no tiene parangón. Mató a casi el doble de personas que Stalin. Snyder calcula que el número de judíos europeos asesinados por instigación de los alemanes fue de 5,7 millones; el de ciudadanos soviéticos dejados morir de hambre por los alemanes, del orden de cuatro millones, y el de asesinatos de no combatientes en actos de represalia masiva, principalmente como confesos o sospechosos de actividades de resistencia, de 750.000 como mínimo. Stalin acabó con la vida de unos 5,5 millones de ciudadanos soviéticos por hambre y alrededor de 700.000 personas murieron fusiladas en la etapa prebélica conocida como el Gran Terror.
Hay diferencias entre Memoria e Historia, concluía el primer ensayo de Snyder, una puntualización que él mismo tuvo que admitir posteriormente cuando un lector le recordó su error de haberse dejado en el tintero el exterminio de los romaníes o gitanos por Hitler, proporcionalmente casi tan masivo como el de los judíos de Europa. Lo mismo podría decirse en relación con la película de Andrzej Wajda sobre Katyn -el bosque próximo a la ciudad rusa de Smolensko, donde en 1943 se halló una fosa con 10.000 cadáveres de oficiales del Ejército polaco asesinados por los rusos- que en la actualidad se proyecta en Londres, y sobre la forma en que los polacos se vieron obligados a autocensurarse sobre este tema durante décadas. Sin embargo, por importante que sea que se recuerde que fueron las autoridades soviéticas las que hasta 1989 culparon a los nazis de la matanza en 1940 de los oficiales polacos hechos prisioneros, no habría que olvidar en absoluto que en la Operación Tannenberg los nazis habían asesinado a un número comparable de intelectuales polacos apenas unos meses antes.
¿Hay una ética? La conmemoración del pacto Molotov-Ribbentrop que se plasmó en el Camino Báltico lanzó un mensaje muy especial en agosto de 1989, al transgredir un tabú imperante durante 50 años y expresar una exigencia absolutamente generalizada de independencia. Sin embargo, lo que en un momento muy concreto fue lo que había que hacer en una determinada parte de Europa no debería generalizarse para todo el continente con carácter duradero. La Historia es demasiado compleja y sensible para dejarla en manos de los políticos. Primero manipulan los aniversarios, luego eso pasa a los libros de texto y cualquier ocurrencia desafortunada cobra velocidad.

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