Elogio de una
renuncia/Manuel Fraijó es catedrático
de Filosofía de la Religión de la UNED.
Dejó
dicho el filósofo alemán Hegel que los grandes hombres no son solo los grandes
inventores, sino aquellos que cobraron conciencia de lo que era necesario en un
determinado momento de la historia. Benedicto XVI ha considerado necesario,
como hace cinco siglos lo consideró el austero y piadoso monje Celestino V,
renunciar libre y responsablemente al pontificado. No es, por cierto, su
primera gran renuncia. Hace más de 40 años renunció a su cátedra de Teología en
la Universidad de Tubinga, una de las más prestigiosas de Alemania y del mundo.
En aquella ocasión también alegó “falta de fuerzas”. No se sentía capaz de
comprender las exigencias de la revolución universitaria de Mayo del 68;
confesó, además, que los aires teológico-filosóficos que soplaban en la hermosa
ciudad del Neckar, en la que el canto heterodoxo del filósofo marxista E. Bloch
a la esperanza recibía aplausos y parabienes de la teología católica y
protestante, no respondían a su propia articulación de la esperanza cristiana.
El teólogo Ratzinger sintió que Tubinga no era su casa y la cambió, en un gran
gesto de generosa renuncia, por Ratisbona, cuya modesta Facultad de Teología no
podía competir con la de Tubinga. No recuerdo ningún precedente similar. El
resto es bien conocido: de Ratisbona fue llamado por Juan Pablo II a los
honores y responsabilidades que todos conocemos y a los que renunciará el
próximo día 28 de febrero.
Benedicto
XVI ha alegado “falta de fuerzas” para realizar convenientemente su misión. Sin
embargo, papas con muchas menos fuerzas que él no contemplaron la posibilidad
de renunciar. Sin duda, también ellos lo hicieron desde su sentido de la
responsabilidad, pensando que era lo que la tradición de la Iglesia les exigía;
pero, sin ánimo de echar a pelear a unos papas contra otros, valoro
extraordinariamente el gesto de Benedicto XVI. Cuando fue elegido Papa, algunos
de los que habíamos tenido la suerte de escuchar, por poco tiempo, sus clases
comentábamos: “Es demasiado inteligente para limitarse a ser un papa
conservador”. Reconozco que, durante su pontificado, no pocas veces nos tuvimos
que “tragar” nuestro optimista pronóstico. Cabizbajos concedíamos que su
actuación no respondía a lo que habíamos esperado, tal vez soñado.
Pero,
así como hay un tiempo para ejercer la crítica —Benedicto XVI la ha sufrido con
creces, unas veces con razón, otras sin ella—, llega también la hora de los
elogios. Esa hora acaba de sonar. Su renuncia al pontificado para retirarse, de
nuevo como Celestino V, a un convento a rezar, pensar y escribir marcará en la
Iglesia un antes y un después. Benedicto XVI ha quedado investido de la
autoridad del “testimonio”, la que Jesús de Nazaret más elogió. Y en sus
libros, Ratzinger nos dejó la autoridad de la “argumentación”. Ambas
autoridades sumadas ofrecen un buen balance. Los alumnos de ayer estamos hoy
contentos: el maestro está resultando ser algo más que un Papa “conservador” o,
al menos, conservador con un inaudito rasgo de genialidad: su renuncia.
Permítaseme
un matiz más sobre su carácter conservador: no se debería olvidar que Ratzinger
pertenece a una generación de grandes teólogos alemanes “encariñados” con el
carácter absoluto del cristianismo. A ellos les estaba reservada la nada fácil
tarea de renunciar a un cristianismo entendido como verdad absoluta, superior
en todo a las restantes religiones. De pronto se encontraron, a raíz del
concilio Vaticano II, con una especie de ONU religiosa en la que las grandes y
pequeñas potencias de la fe reclamaban el mismo derecho de voto. Karl Rahner
habló del “escándalo” que esta revolución suponía para el cristianismo. Pero se
trató —hay que consignarlo con agradecimiento— de una revolución pretendida y
orquestada por los grandes teólogos del Vaticano II, entre los que, junto al
joven Hans Küng, estaba el entonces también joven Ratzinger. Es verdad que
después ha habido retrocesos y añoranzas de viejos privilegios seculares; pero
así es la vida y así discurre la historia. Es comprensible, casi inevitable,
que las familias ricas venidas a menos añoren de cuando en cuando los
privilegios de antaño. La prohibición de mirar hacia atrás implicaría, pienso,
un rigor excesivo. Hay que permitir que los viejos recuerdos conforten a
nuestros mayores. No puede extrañar que los mismos teólogos que abolieron el
estatus privilegiado del cristianismo lo recuerden con cierta melancolía. Ha
sido, creo, el caso de Benedicto XVI.
Después
de esta especie de alegato en favor de la comprensión de los que, como
Benedicto XVI, vivieron y añoran otros tiempos, hay que añadir que ni las religiones
ni sus representantes deben obviar un cierto relativismo. Su compromiso con el
pensamiento y con la búsqueda de la verdad las introduce de lleno en la
aventura relativista. A no ser, claro está, que de nuevo se declaren poseedoras
de la verdad absoluta. En tal caso habría que recordarles las palabras de
nuestro poeta José Ángel Valente: “Murió, es decir, supo la verdad”. Pero,
mientras tanto, mientras no llegue el final, habrá que prestar atención a
Lessing, que prefería la “búsqueda de la verdad” a la “posesión definitiva” de
esta. Ninguna religión debería ahorrar a sus seguidores la dramática
experiencia de la búsqueda de la verdad. La verdad no se puede servir en
bandeja. Solo su búsqueda diaria nos va convirtiendo en ciudadanos de un mundo
perplejo y cambiante. En realidad, sin un cierto relativismo no es posible la
convivencia. La experiencia enseña que todo el que camina por la historia
exhibiendo absolutos deja un mal recuerdo. Lo humano es el ámbito humilde de lo
relativo, también en la esfera de las religiones. El mundo al que se asoma el
creyente religioso es tan misterioso, tan tremendo y fascinante, tan abierto e
inseguro que deja poco espacio para las convicciones fundamentalistas, esas
que, según Nietzsche, se convierte en “prisiones”. No conviene olvidar el “nada
es cierto” de Pascal. Por supuesto: nadie debería exigir a Benedicto XVI, ni a
ningún papa, que se convierta en un predicador del relativismo; pero se ha
echado de menos en su pontificado, dicho con la suavidad que exige la hora de
los elogios, una cierta comprensión e indulgencia hacia el relativismo.
La
genialidad de la renuncia de Benedicto XVI, que ahora tendrá que ser imitada
por los escalones inferiores de la jerarquía católica, tiene muchas raíces,
pero me permito destacar la para él más importante: Ratzinger es un gran
creyente cristiano. Dentro del cristianismo, la oración desempeña un papel
decisivo. Y Ratzinger, hombre profundamente espiritual, rezó siempre, en la
cátedra y en el pontificado. Hondamente convencido de la verdad y bondad del
cristianismo, intentó siempre predicarlo como mejor sabe.
Su
renuncia, tan sorprendente, llega en un buen momento. Su reconocimiento de que
le “faltan las fuerzas” puede dar que pensar a un mundo de “poderosos”, casi de
omnipotentes, en el que casi nadie dimite, aunque tenga sobrados motivos para
ello. Nos puede recordar que tenemos una cita ineludible con la finitud, con
los acabamientos definitivos. Nadie se queda para siempre. Lo decía Bergamín:
“¿Qué más te da no saber a qué carta quedarte si después de todo no te vas a
quedar?”. Rahner insistía en que la definición cristiana de la muerte es “hacer
sitio”. Benedicto XVI ha decidido hacer sitio antes de que le llegue la hora
final. Algunos han manifestado ya su temor de que “un papa vivo” pueda
condicionar al futuro cónclave. Cualquiera que conozca un poco al dimisionario
sabe que eso no ocurrirá. Ratzinger no es, creo, de los que renuncian al poder
para seguirlo ejerciendo en la sombra. Además: no es poco poder el que acaba de
ejercer: romper con el tabú de que el papa debe morir papa. Benedicto XVI, tan
conservador, acaba de hacer un respetable guiño a la modernidad de la Iglesia.
No hay que excluir que su gesto ponga en marcha otras reformas necesarias y
deseables.
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