La
tiara vacía/Pedro J. Ramírez
Publicada en El Mundo, 17 de febrero de 2013
Llevo
varios días preguntándome por qué la renuncia del Papa me está produciendo una
desazón creciente, si no soy católico practicante y en materia de creencias mi
espíritu crítico se impone casi siempre al legado confortable de una educación
religiosa pacífica. Sí, ha sido un notición, pero después de haber vivido
tantos en primera línea, ¿a qué viene que me sienta mucho más concernido por
ese paso atrás del jefe de la Iglesia que por la elección y reelección de
Obama, por los escándalos políticos que EL MUNDO desvela casi a diario o por la
propia situación económica que nos mantiene a todos contra las cuerdas?
Puede
deberse a que el domingo por la noche, pocas horas antes del sorprendente
anuncio de Benedicto XVI, estuve en el teatro viendo la potente interpretación
de nuestra columnista Cayetana Guillén en El Malentendido de Camus. Toca
elogiar también a sus compañeros de reparto, con Julieta Serrano a la cabeza, y
la inteligente puesta en escena que a la vez que acerca a los personajes al
público, los aleja entre sí, creando una paradoja de distancia física en su
intimidad. Pero al final lo que te queda es la patada en el estómago de un
texto salvaje que podría servir de biblia del existencialismo.
Sensu
stricto El Malentendido es la macabra historia de una madre y su hija que
asesinan a los huéspedes de su hotel para robarles y, cuando están a punto de
dejar el oficio, matan sin saberlo al hijo pródigo que vuelve de incógnito a
casa. Es la historia de Cristo y el pueblo judío pero también la de la
chapucera y trágica condición humana que tan banalmente nos lleva a destruir a
menudo aquello que más amamos. Puesto que en toda vida hay siempre un
«malentendido», o si se quiere forzar el nihilismo, puesto que toda vida es
sustancialmente un «malentendido» ¿dónde está el parapeto protector o al menos
el consuelo después de cada naufragio? La joven viuda del inocente cordero
sacrificado por sus ignorantes madre y hermana lo busca con angustiosos
alaridos en medio de las ruinas: «¡Oh, Dios mío, no puedo vivir en este
desierto! … ¡Ten piedad de mí, vuelve a mí tus ojos! ¡Escúchame, Señor, dame tu
mano!». Pero el único que comparece es el viejo criado mudo que recupera el
habla para pronunciar un único y feroz monosílabo mientras se apaga la luz:
«¡No!».
Cuando
al día siguiente deliberamos en la redacción sobre el título de la Edición
Extra que estábamos a punto de colgar en Orbyt, hubo inmediata unanimidad sobre
una propuesta de Cuartango: «Y el Papa se hizo hombre». No era sólo un juego de
palabras con reminiscencias de catequesis. Desde nuestra perspectiva de
periódico laico que respeta activamente las creencias religiosas era el tobogán
perfecto hacia una valoración positiva de un gesto de renuncia a un cargo de
poder temporal. Entre bromas y ocurrencias -¿Por qué dimite el Papa si ni
siquiera está imputado? ¿Es cierto que le van a colocar en Telefónica?- se
abría paso la admiración ante un acto de lucidez y sentido de los propios
límites sin ningún precedente homologable en la historia de la Iglesia. El tal
Celestino V era un pardillo que se cayó del guindo del convento y sólo aguantó
cinco meses sirviendo de marioneta del rey de Nápoles en 1294. Y más vale no
hablar de lo que era el Papado dos siglos y medio antes cuando al libertino
Benedicto IX lo sentaron y levantaron tres veces de la silla de San Pedro.
Es
de por sí significativo que para aquilatar la dimensión de la renuncia del Papa
haya sido necesario buscar la vara de medir en la historia de dos grandes
imperios terrenales. Gibbon rinde homenaje simultáneo a Carlos V y Diocleciano,
que cedieron la corona antes de llegar a los 60, pero se esmera en precisar que
mientras el uno se retiró a Yuste a causa de las «vicisitudes de la fortuna y
los fracasos de sus proyectos», el segundo se recluyó en su palacio dálmata
«tras haber cumplido con éxito todos sus designios». Al margen de que su
admiración por el paganismo le lleve a incluir en este saco de «éxitos» la cruel
persecución contra los cristianos, el gran historiador de la caída del Imperio
Romano acierta al subrayar el contraste entre la forma prepotente en que
Diocleciano ejerció el poder como Dominus et Imperator, obligando a todo
súbdito a postrarse a sus pies, y la sencillez y humildad de su retirada. Por
eso Gibbon valora tanto su apelación a la felicidad, ligada a las coles que
crecían en su huerto, como motivo para negarse a volver a tomar la púrpura.
Las
referencias del todavía Papa a las «rivalidades y divisiones en el cuerpo
eclesial» durante la ceremonia del miércoles de ceniza enlazan con las
reflexiones de Diocleciano en su retiro: «¡Cuán frecuente es que cuatro o cinco
ministros se pongan de acuerdo para engañar al soberano!». Pero si queremos
entender el motivo sustancial de la renuncia de Benedicto XVI vayamos al
tributo que Montaigne presta a «la hermosa acción de Carlos V, al saber
reconocer que la razón nos ordena desvestirnos cuando las ropas nos pesan y
estorban; y acostarnos cuando las piernas nos fallan». A ello añade el sabio
consejo de Horacio: «Ten la sensatez de retirar a tiempo el caballo envejecido,
si no quieres que al final tropiece y se sofoque de manera ridícula».
Yerran
quienes creen en la Zarzuela que tras nuestras críticas a episodios concretos
de las andanzas y achaques del rey Juan Carlos late mi deseo de verle abdicar
en el príncipe Felipe. Hace 18 años ya denunció eso mismo Vilallonga en su
aparatoso artículo de La Vanguardia sobre la «conspiración republicana»; y era
tan verdad entonces como ahora. Excepto que el deterioro de su salud sea tan
extremo que le impida cumplir con sus funciones representativas, o que se
produzca una situación límite de otra índole, un Rey que -a diferencia de
Diocleciano y Carlos V- reina pero no gobierna debe morir en el trono. Al
margen de lo que ocurra en la tierra de los tulipanes, la principal aportación
de la Corona a la vida española es el contrapunto de estabilidad y continuidad
institucional frente a las mutaciones de la política. Si los gobernantes están
destinados a inmolarse en el altar de la coyuntura, los reyes deben permanecer
sobre el escenario como ese elemento del decorado que nos recuerda siempre que
la acción sucede en el mismo sitio. Si el Rey está cansado, que se siente un
poco. Al «caballo envejecido» no hay por qué llevarlo al galope. Basta
mostrarlo con sus mejores galas en las grandes ocasiones de Estado como los
venecianos paseaban por el Gran Canal la imponente góndola del Dogo, sin
pretender que fuera el más rápido o ágil de los barcos.
Hay
instituciones cuya modernización encierra tantos riesgos como oportunidades. Si
los reyes han de casarse por amor y con quien quieran, si debemos respetar lo
que por analogía con cualquier commoner ellos mismos llaman su «vida privada»,
y si toca pedir que se bajen del trono en cuanto estén algo cascados, pronto
empezaremos a verlos como a simples funcionarios públicos y nos quedaremos sin
argumento alguno para objetar a que la plaza se cubra de forma temporal y
electiva o incluso a través de un concurso-oposición.
Todo
esto, elevado a la enésima potencia, es aplicable al Papado. Es cierto que el
vicario de Cristo es también Chief Executive Officer del Estado vaticano pero
por muchos cuervos, vatileaks y mayordomos infieles que genere, las intrigas de
esa monarquía absoluta nos importan poco. Cuando Juan Pablo II murió, como ha
dicho su secretario, «sin bajarse de la cruz», yo escribí una de las cartas -El
Papa que nos cubría las espaldas- que más eco han tenido entre los lectores. Es
lógico que así fuera porque en el fondo reflejaba un planteamiento bastante
egoísta que muchos compartían: «Puesto que no vamos a renunciar a probar
ninguno de los frutos del árbol prohibido, tengamos lo más a mano posible al
mejor suministrador de antídotos, no vaya a ser que alguno de los bocados
termine siendo venenoso… Seremos multitud los no practicantes que vamos a echar
de menos el aliento en el cogote, a la vez cálido y severo de este polaco
tozudo e infatigable».
Benedicto
XVI nos lo ha puesto más difícil pues no se ha limitado a estar ahí, ejerciendo
de contrapeso, sino que ha planteado un desafío intelectual a nuestro
relativismo, invitándonos a jugar dos partidas simultáneas y dándonos a elegir
entre el tablero de la razón y el de la fe. Nadie honesto consigo mismo podía
ser insensible a la inyección de energía positiva que han transmitido sus ideas
a través de acontecimientos con tanta trastienda ideológica como la Jornada
Mundial de la Juventud que se vivió en Madrid. Si nos convenía tener cerca a Juan
Pablo II, no fuera a ser que tuviera razón, con Benedicto XVI te daban ganas de
colaborar y compartir proyectos, tal y como lo hizo el oso de su escudo
episcopal con aquel San Corbiniano viajero, cuando se ayudaron mutuamente a
llegar a Roma.
Desde
esta óptica sólo cabría felicitarse por una renuncia que acelerará la reforma
de la Iglesia desactivando los frenos de la tradición: una vez que los Papas
dimiten será mucho más difícil impedir la ordenación de las mujeres, oponerse
al uso de anticonceptivos o mantener la intransigencia ante la homosexualidad.
Pero uno también puede pensar que cuando llegue el 28 de febrero los cardenales
se reunirán con Benedicto XVI para darle una cena de homenaje y le regalarán un
reloj de oro o una bandeja de plata. Y que tal vez el año próximo alguien
proponga que se elija un vicepapa para que sustituya al titular cuando esté de
viaje o se encuentre enfermo. Y que al siguiente se planteará la limitación de
mandatos al modo de la presidencia de los Estados Unidos; y aún nos tocará ver
un debate sobre el Estado del Papado en el que la oposición a la curia pida
primarias en cada continente y un cónclave abierto con intervenciones
televisadas de los candidatos y votación nominal de los electores.
¿Cómo
oponerse a cosas tan razonables? Y además, ¿a ti que te importa, si dices que
no eres miembro de la Iglesia? Efectivamente no debería bastar que nos cambien
los libros de sitio, la dirección de la calle o incluso la decoración de la
casa para sentir tanta zozobra. No, el problema estriba en que la renuncia de
Benedicto XVI no sólo altera la tranquilizadora rutina de ver a la Iglesia como
una roca inamovible que sirve de referencia incluso para alejarse de ella, sino
que lleva adosada una bomba de relojería que atañe personalmente a cada ser
humano. Su detonación sólo activará el sonido del despertador pero nadie podrá
dejar de escucharlo porque, por mucho que tratemos de autoengañarnos, el Papa
dimisionario acaba de ponernos a todos ante el espejo en el que Ricardo II
contempla su «corona hueca».
Sólo
dos de los reyes de Shakespeare -el otro es el imaginario rey Lear- se bajan en
vida de su trono y en ambos casos es, como dice el padre de Goneril, Regan y
Cordelia «para, exentos de todo cuidado, encaminarnos hacia la muerte». Da
igual que el motivo inmediato sea la fuerza de un usurpador o el inicio de un
proceso de demencia senil que afecta al sentido antropológico de la condición
de Rey. Lo sustancial es que «en esa corona hueca tiene la muerte su corte».
«Ya bajo, ya bajo», advierte Ricardo a los más impacientes. «¡Como el brillante
Faetón en la imposibilidad de conducir sus indóciles rocines!».
Al
hacer suyo el significado de estas palabras Benedicto XVI, el hombre más
inteligente que ha llegado a Papa en nuestra era, nos ha recordado que si bien
todos podemos guiar de uno u otro modo el carro solar que nos conduce por la
vida, la cochera del atardecer aguarda abierta para todos. «Cada uno de
nosotros es un rey al que le tocará entregar su reino», ha escrito Susan
Snyder. Cicerón citaba a Sócrates para alegar que «filosofar es aprender a
morir» y Eugenio Trías lo ha llevado a cabo mientras escuchaba los más
exquisitos cantos de las sirenas. Por eso Josep Ratzinger, el Papa filósofo, se
despide de nosotros haciéndonos ver que, aunque cada uno sea dueño de sus actos
e individual y colectivamente seamos capaces de responder a la desesperación
del «¡no!» con el «¡sí!» que ayuda a mejorar el mundo, todos llevamos al final
una tiara vacía sobre la cabeza.
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