8 nov 2013

Camus siempre/Javier Reverte


Camus siempre/Javier Reverte, escritor.
Murió hace cincuenta y tres años. Pero, desde la lejanía, aún nos envía sus señales de humo.
ABC | 19 de julio de 2013
Tal vez, los inicios del siglo XXI sean considerados en el futuro como la era de la pérdida de la fe en el pensamiento intelectual y del despeñe de la moral. Frente a ello, quizás miremos al pasado siglo XX como un espectáculo de lucha, a veces tenaz y digna y, muchas otras, tenebrosa, por dotar de una ética al hombre moderno. Es lo que pedía Jean-Paul Sartre y nunca logró, quizás porque, secretamente, estaba de acuerdo con la terrible sentencia hegeliana: «La violencia engendra la Historia». El pensamiento de Sartre nos llega hoy casi como cómplice de las grandes carnicerías que llenaron de ruido y furia los oídos del siglo.
No obstante, un contemporáneo suyo, de quien este año 2013 se cumple el centenario del nacimiento, abrió otro camino: Albert Camus, el escritor francés nacido en Argelia, un «pied-noir» con gotas de sangre española en sus venas (su abuela era menorquina), y que creció en Belcourt, uno de los barrios más pobres de Argel. Hoy, cuando el desánimo moral y la fragilidad intelectual nos abruman, volver los ojos hacia Camus y escuchar su voz es como respirar el aire lozano de una serranía.

Comunista en su juventud, abandonó el partido en 1937, tras la firma del pacto germano-soviético acordado por Hitler y Stalin. No obstante, la derrota de la República en la Guerra Civil española la sintió como propia. Tras la Guerra Mundial, criticó el estalinismo, afirmando la primacía del hombre sobre la Historia, lo que le valió ser repudiado y tildado de «esteticista» por los intelectuales «sartrianos». Frente a ellos, Camus adoptó sin titubeos una posición crítica y terminante contra la violencia. «Cuando el oprimido empuña las armas en nombre de la justicia –escribió–, da un paso en la tierra de la injusticia». E ironizó: «Me decían que eran necesarios unos cuantos muertos para llegar a un mundo en donde no se mataría».
Al contrario que muchos otros pensadores crecidos en la admiración por la revolución soviética, defendió con vigor a otro gran gigante de la literatura francesa, André Malraux, anatematizado por la izquierda tras aceptar integrarse en el Gobierno del general De Gaulle, en 1958.
De modo que la vida de Camus transitó en territorios de incomprensión. Cuando estalló la guerra civil en Argelia, entre los « piedsnoirs» de origen francés y los árabes, no se alineó ni con sus paisanos ni con los argelinos, sino que propuso una tregua cívica entre las dos facciones. A causa de ello, los primeros le consideraron un traidor y los segundos un reaccionario. Aún hoy, Argelia sigue sin reconocerle como hijo suyo, pese a ser su único premio Nobel. Quizás ello se deba a que, al comenzar los atentados terroristas en las ciudades argelinas, repudió sin paliativos la violencia asesina. Escribió desde París, donde trabajaba entonces: «En estos momentos están poniendo bombas en los tranvías de Argel. Mi madre puede viajar en uno de los tranvías. Si eso es justicia, prefiero a mi madre».
A Camus siempre le preocupó el enfrentamiento entre el mundo islámico y el cristiano. Y criticó a ambos por su cerrazón al diálogo y su mesianismo. Yo estoy seguro de que, rechazando empresas como las intervenciones militares de Afganistán o Irak, hoy habría condenado también sin ambigüedades el terrorismo talibán o las acciones de quienes matan, en nombre de Dios, arrojándose contra una multitud con un cinturón de explosivos en la cintura, una forma de crimen político que nunca pudo imaginar el autor de «El Hombre Rebelde».
La figura del escritor fue agigantándose con el paso del tiempo. Aquel niño crecido en un suburbio proletario de Argel iba iluminando una recia moral que no sólo repudiaba el crimen, sino que trataba de trazar un sendero de justicia y rectitud. «Yo nací a medio camino entre la miseria y el sol –escribió en “El primer hombre”–. La miseria me enseñó a creer que no todo estaba bien debajo del sol, y el sol me enseñó que la miseria no lo era todo».
Camus había muerto en 1960, treinta y cuatro años antes de que esa novela póstuma, la más poderosa quizás de todas sus obras, fuera publicada por su hija. Hanna Arendt, la pensadora alemana, autora del vigoroso «Ensayo sobre la banalidad del mal», señaló a Camus como «el mejor hombre de Francia».
Su independencia, su actitud para tratar de comprender valores ajenos a los suyos, despertó el respeto de intelectuales de diferente signo político, como François Mauriac o Raymond Aron, que no compartían muchas de sus ideas, pero sí admiraban su firme compromiso con una ética de la libertad. «No estoy hecho para la política –escribió–, porque soy incapaz de aceptar o querer la muerte del adversario». Camus admiraba a Nietzsche, por su sentido poético de la filosofía y por su sentido filosófico de la poesía, una forma de escritura que él mismo cultivó. Y era un enamorado ferviente de la cultura clásica griega, de Tolstoy, de Melville, de Defoe y de Cervantes.
¿Y qué nos diría ahora Camus? Supongo que, en principio, sufriría una sensación de desconcierto. Pero un intelectual nunca debe rendirse a la perplejidad. Yo creo que, ante el paisaje de la desolación, ante esta pintura digna de El Bosco con la que se viste el mundo de hoy, habría respondido urdiendo una ética rabiosa: despreciando la avaricia de los más ricos y el sometimiento de los políticos liberales a los intereses financieros, criticando la aridez del pensamiento contemporáneo, burlándose de los políticos de izquierdas convertidos en «revolucionarios legales», ridiculizando tanta literatura cargada de tinta y tan escasa de sangre, y fustigando toda banalidad.
Siempre estuvo solo. Pero a muchos nos hubiera gustado acompañarle después de leer sus libros. Fue un hombre comprometido y un escritor valiente, de los que ya no quedan y a los que tanto necesitamos: «Los pobres no tienen historia; sólo el cielo abierto y la miseria», dijo.
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Albert Camus — forever modern/Robert Zaretsky is a professor of French history at the University of Houston and the author of A Life Worth Living: Albert Camus and the Quest for Meaning.
 Los Angeles Times |7 de noviembre de 2013
Albert Camus, who would be 100 years old Thursday, is ageless. The French Algerian’s life and work reflect the long tragedy of the 20th century, marked by disquiet, genocide and violence, but his diagnosis of our absurd condition, and his effort to find not a cure (there is none) but the proper response, tie him just as firmly to the new millennium.
Camus lived on intimate terms with the absurd. He lost his father, whom he never knew, in the war to end all wars that emphatically failed in that regard. He was a French intellectual from working-class Algiers, a writer raised by a grandmother who could not read and a mother who could not read and could scarcely speak. And he discovered mortality as an athletic teenager, when he began to cough up blood from his tubercular lungs.
But these facts were not themselves absurd. Camus held that absurdity bleeds into our lives only when we ask it for meaning and hear instead an “unreasonable silence.” At that moment, he wrote, the “stage setting” of our lives collapses, leaving us with neither script nor director. Can we live without the reassurance, once provided by religion and faith, that transcendent meaning exists? Is it possible, he asked, to live our lives “without appeal”?
Camus is famous for two works that plumb absurdity. In “The Stranger,” Meursault senselessly kills a man — an act the absurdity of which is revealed only when others demand in vain a reason. “The Myth of Sisyphus,” in turn, considers the punishment meted out to the mythical king of Corinth, condemned to spend eternity pushing a boulder up a mountainside, only to watch it roll back down. Both heroes overcome their absurd fate by embracing it, by making it their own. We must, Camus concluded, imagine them happy.
But by the time the books were published in occupied France, Camus was no longer happy with their conclusions. The absurd, he scrawled in his journal, “teaches nothing.” Instead of looking to ourselves for answers, as do his heroes, we must look to others. We are, Camus recognized, condemned to live together in this silent world. Our deepest impulse, once we realize the silence will never end, is to refuse this state of affairs. To shout “no” to the world as it is, to shout “yes” to the world as it should be.
As his editorials in the clandestine newspaper Combat reveal, Camus believed this was the essence of resistance. And not just to the Nazis. He combated nihilism and absurdity until his death in 1960. Whether it was the use of the guillotine in republican France or the use of the gulag in the Soviet Union, civilian terrorist bombings by Algerian nationalists or waterboarding and electric shock torture by French soldiers, Camus’ imperative was human solidarity.
The personal consequences were tragic: Camus’ insistence on solidarity often begat solitude. His denunciation of communism created a rift with Jean-Paul Sartre and much of the rest of the Paris intelligentsia; his heroic but failed attempts to broker a civilian peace in Algeria reduced him to controversial silence. Even his efforts to save the lives of those who despised or dismissed him, from the collaborationist writer Robert Brasillach to Algerian revolutionaries, ended in failure and isolation.
Isolation may well be the price that any true moralist must pay. How could it be otherwise when a moralist, so different from a moralizer, is as hard on himself as he is on others. As Camus confessed to his journal, “Every time somebody speaks of my honesty, there is someone who quivers inside me.”
Camus was just as unsparing in his description of the world and the artist’s place in it when he accepted the Nobel Prize for literature in 1957. He wrote, he said, in order to share the “misery and the hope” of catastrophic times, to “fight openly against the instinct of death at work in our history,” to cope in a world where nobody could ask men and women to be optimists.
And yet, in a voice as vibrant and vital today as it was in his own time, he still chose affirmation, in an artist’s devotion to “the beauty he cannot do without.”
“I have never been able to renounce the light,” he told the black-tied, staid crowd assembled in his honor, “the pleasure of being, and the freedom in which I grew up.”
On the centennial of his birth, we must seek to understand both the silence Camus confronted and his refusal to despair. And we must imagine Camus happy.

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