- Raúl Castro y Barack Obama hablaron por teléfono el 16 de diciembre y programaron dos mensajes simultáneos a sus naciones y a la comunidad internacional. Si algo dejaron claro ambos mandatarios es que con la normalización de las relaciones no acaba el conflicto entre los dos países.
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(Sólo) Se
superan diferencias, sigue el conflicto/ Rafael Rojas es historiador. Nacido en Cuba, vive en México, donde acaba de publicar Los derechos del alma (Taurus), continuación de Las repúblicas del aire.
Publicado en El
País | 18 de diciembre de 2014
Desde
que el Gobierno de Raúl Castro aceptó abiertamente la idea de un canje de
prisioneros entre el contratista Alan Gross, de la Agencia de Estados Unidos
para el Desarrollo Internacional (USAID), y tres agentes de la seguridad
cubana, encarcelados en territorio norteamericano, se liberó el cerrojo que
podía abrir la puerta al restablecimiento de relaciones entre Estados Unidos y
Cuba. La demanda de flexibilización del embargo y normalización de vínculos
diplomáticos crecía desde los años noventa, tras la desaparición del campo
socialista, pero la ley Helms-Burton (1996), que colocó el embargo bajo la
autoridad legislativa del Congreso, postergó aquellas expectativas.
La
derrota de los demócratas en las pasadas elecciones intermedias celebradas el
pasado 4 de noviembre concedió, paradójicamente, más autonomía al presidente
Barack Obama en materia de política exterior. Gracias, en buena medida, a la
intervención del Vaticano, Canadá y de dos senadores, el demócrata Tom Udall y
el republicano Jeff Flake, el presidente decidió aprovechar el intercambio de
prisioneros para dar un giro a las relaciones entre ambos países.
Sin
tocar el meollo legal del embargo, Obama anunció una serie de medidas, entre
las que se incluyen la reapertura de embajadas, el aumento de las remesas y la
autorización de operaciones de empresas norteamericanas en la isla, que
constituyen un hito en la historia hemisférica.
Puesta
en escena
Raúl
Castro y Barack Obama hablaron por teléfono el 16 de diciembre y programaron
dos mensajes simultáneos a sus naciones y a la comunidad internacional. Si algo
dejaron claro ambos mandatarios es que con la normalización de las relaciones
no acaba el conflicto entre los dos países.
Washington
y La Habana afirman, claramente, sus diferencias, que se basan, en resumidas
cuentas, en las antinomias heredadas del siglo XX. Estados Unidos no renuncia a
defender la democracia y el respeto a los derechos humanos y el Gobierno de
Raúl Castro no abandona su objetivo histórico, que es mantener un régimen de
partido único e ideología “marxista-leninista”, que entiende como sinónimo de
“independencia” o “soberanía”.
Ni
el embargo desaparece ni la tensión histórica entre Estados Unidos y Cuba se
libera, pero el diferendo diplomático, que acompaña ese conflicto desde 1960,
parece llegar a su fin. Cuando el presidente Dwight Eisenhower llamó a
consultas al embajador Philip Bonsal, el 20 de octubre de 1960, Estados Unidos
y Cuba prescindieron de canales diplomáticos y entraron en una prolongada
guerra irregular. Unos meses antes, el Gobierno cubano había expropiado la
mayoría de las empresas norteamericanas en la isla y había reorientado sus
relaciones internacionales a favor de la Unión Soviética y el campo socialista.
Desde los primeros meses de 1960, de hecho, Fidel Castro se había atrevido a
desafiar no sólo a Estados Unidos sino al propio sistema interamericano, al
iniciar una creciente colaboración militar con el bloque soviético, que no
tardaría en llevar al hemisferio al borde de la guerra nuclear dos años
después.
Si
era difícil imaginar que las refinerías norteamericanas procesaran crudo
soviético, como llegó a exigir el Gobierno cubano, más lo era suponer que
Estados Unidos se quedaría cruzado de brazos ante la alianza geopolítica y
militar entre la Unión Soviética y Cuba. La ruptura entre Washington y La
Habana no respondió a una necesidad histórica, como se ha empeñado en asegurar
la historia oficial de la isla, pero se volvió inevitable luego de la inserción
de Cuba en el bloque soviético. Desde 1992, cuando el campo socialista empezó a
desaparecer tras la caída del muro de Berlín, las bases teóricas y prácticas de
esa ruptura y de la política de Estados Unidos hacia la isla se han visto
removidas.
Desde
aquellos años, en círculos académicos, legislativos y del propio Departamento
de Estado, se han venido escuchando de manera insistente diferentes propuestas
de flexibilización del embargo y normalización diplomática entre ambos países.
Si en veinte años no se logró nada equivalente a lo anunciado por el presidente
Obama el 17 de diciembre fue por la tenaz oposición al entendimiento que
ejercieron Fidel Castro, el sector más intransigente y ortodoxo de la
burocracia de la isla y, también, la clase política cubano-americana.
Las
leyes Torricelli y Helms Burton y las sanciones aplicadas por el Gobierno de
George W. Bush, así como la legislación “antídoto” y el recrudecimiento de la represión
de la oposición pacífica, por parte del régimen de la isla, fueron las mayores
resistencias a ese cambio de política que demandaba la era pos-soviética.
Un
nuevo campo de batalla
Tan
evidente es que este fin del diferendo no representa el fin del conflicto, sino
su mutación e, incluso, reproducción, es que la clase política cubano-americana
ya se moviliza para boicotear la normalización de relaciones entre Estados
Unidos y Cuba. Desde ambas Cámaras del Congreso, veremos, a partir de ahora,
múltiples obstrucciones al descongelamiento de las relaciones bilaterales.
También
veremos cómo la normalidad diplomática se convierte muy pronto en un campo
batalla entre el Gobierno de Raúl Castro, el de Barack Obama y, sobre todo, el
del sucesor de este último. Como la actual Oficina de Intereses, la próxima
Embajada, además de uno de los lugares más concurridos de La Habana, seguirá
siendo vista por el régimen como un lugar amenazante, desde donde se alienta la
democratización de la isla.
La
atmósfera claramente favorable al entendimiento entre Estados Unidos y Cuba que
se observa en América Latina también puede ser efímera o engañosa. Muy pronto,
en foros como los de la próxima Cumbre de las Américas, en Panamá, veremos
reafirmarse la confrontación ideológica entre la mayoría interamericana del
continente, que apuesta, a la vez, por la democracia y la soberanía, por las
buenas relaciones con Estados Unidos y Cuba, y la minoría “bolivariana”, que se
nutre, política y simbólicamente, del desencuentro entre las dos Américas.
El
fin del diferendo diplomático entre Estados Unidos y Cuba cierra, finalmente,
un epílogo de la guerra fría en el hemisferio occidental. Pero el conflicto
continuará, mientras en Cuba persista un régimen de partido único, control
estatal de la sociedad civil y los medios de comunicación y represión sostenida
de la oposición pacífica.
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