El
papagayo verde/Gustavo Martín Garzo es escritor.
El
País | 19 de diciembre de 2015..
Un
corazón simple es una novela corta que Gustave Flaubert incluyó en su último
libro, Tres cuentos. Se conservan varias cartas en que su autor se refiere a la
laboriosa génesis del texto. La novela apenas tiene 50 páginas y necesitó cinco
meses intensivos para escribirla. “Apenas puedo poner en marcha mi historia.
Ayer trabajé durante dieciséis horas, hoy todo el día, y por fin esta noche he
terminado la primera página”, escribe a comienzos de marzo de 1876. Varios
meses después, Flaubert vuelve a aludir a esa dificultad en una carta a su
amigo Turguéniev: “Mi Historia de un corazón simple estará terminada sin duda a
finales de agosto. ¿Pero qué difícil, Dios mío, qué difícil! Cuanto más
adelanto más me doy cuenta. Me parece que la prosa francesa puede llegar a una
belleza de la que no se tiene ni idea. ¿No le parece que nuestros amigos se
preocupan poco de la Belleza. Y sin embargo es en el mundo lo único
importante?”.
Un
corazón simple habla de ese mundo de la pequeña burguesía rural que Flaubert
conoce como la palma de su mano y que ya ha retratado magistralmente en Madame
Bovary. Su protagonista es Félicité, una abnegada mujer que vive a la sombra de
su señora, cuidando a sus hijos y ocupándose de las tareas de la casa. Flaubert
se detiene con puntilloso realismo en los pormenores de esa vida insignificante
y nos habla de sus pesares y pequeñas alegrías, y de los seres que van pasando
por su vida: un novio poco delicado, los hijos de su ama, un sobrino, un
anciano al que cuida en su enfermedad. Unos mueren, otros se van de su lado o
sencillamente la olvidan, y Félicité se queda sola. Casi es una anciana cuando
una familia de indianos se muda a la casa vecina. Ella vive pendiente de sus
conversaciones animadas, de su afición a la música, de sus vestidos alegres.
Tienen un loro, que se llama Loulou. Lo han traído de sus lejanas tierras y a
Félicité le fascinan sus colores tan vivos, su voracidad, sus gritos
desdeñosos, su mirada desafiante. Pero los indianos no se adaptan bien ni a los
inviernos ni al rigor de las costumbres de la comarca, y deciden regresar a sus
tierras. Y como el loro es un estorbo para ese viaje se lo regalan a Félicité.
Su vida cambia desde entonces, ya que el loro se transforma en su única
compañía. A tal punto se obsesiona con él que, cuando muere, Félicité manda
disecarle y le construye en su propio cuarto un pequeño altar que se convierte
en el centro más secreto de sus fantasías.
Julian
Barnes tiene un elocuente libro en que trata de resolver el enigma de ese loro.
El loro es para él un ejemplo del estilo grotesco de Flaubert. Y aventura las
semejanzas que hay entre el escritor y la protagonista de su historia. Los dos
son viejos prematuros, son seres solitarios cuyas vidas han quedado marcadas
por las pérdidas, los dos son igual de perseverantes. Y aunque Félicité, al
contrario que Flaubert, es incapaz de expresarse, a través del loro recibe el
don de las lenguas. ¿Félicité más Loulou equivale a Flaubert? se pregunta
Barnes. Félicité contendría su carácter, Loulou su voz. Flaubert estaba
obsesionado como escritor con la idea de la insuficiencia del lenguaje para
expresar nuestros anhelos. “La palabra humana”, escribe en una de sus cartas,
“es como una caldera rota en la que tocamos melodías para que bailen los osos,
cuando quisiéramos conmover a las estrellas”. El loro con su repetición
paródica del lenguaje humano sería el signo de ese fracaso. Un ave que habla
sin parar y que sin embargo no sabe lo que dice, ¿así son los escritores?
En
una de sus conferencias, Flannery O’Connor nos recuerda que los estudiosos
medievales se servían de tres procedimientos a la hora de enfrentarse a la
exégesis bíblica: el alegórico, en virtud del cual los relatos o figuras
bíblicos no serían sino la representación de ideas abstractas; el tropológico,
en el que daban cuenta de sus enseñanzas morales; y el analógico, en que los
textos tenían que ver con la vida divina y con nuestra forma de participar en
ella. En su opinión, es esta tercera actitud la que corresponde al artista, ya
que le permite enfrentarse al misterio de la vida ensanchando el escenario
humano. Es lo que pasa en este relato. Para Flaubert el loro disecado es un
símbolo, un lugar de sentido. Pero los símbolos, al contrario de lo que pasa
con las figuras de la alegoría, nunca significan una sola cosa. Hacen crecer la
historia en las direcciones más impensadas, nos relacionan con lo que
desconocemos. El arte de Flaubert opera en Un corazón simple analógicamente (en
todas sus novelas lo hace así). Parte de un escenario perfectamente
identificable, el que se corresponde con una novela realista como hay tantas,
pero de pronto surge en él algo semejante a una fractura, una grieta por la que
se precipita lo que creíamos saber acerca de ese escenario y de sus personajes.
Algo que desequilibra las cosas, que tiene que ver con alguna forma de visión.
Eso representa el loro.
Antonio
Machado tiene un poema misterioso en que sucede algo parecido: “Te cantaré mi
canción, / se canta lo que se pierde, / con un papagayo verde / que la diga en
tu balcón”. No sé cómo interpretan los estudiosos de la obra de Machado la
presencia de ese papagayo cantor. Decir que se canta lo que se pierde ya es
suficientemente hermoso, ¿por qué entonces debe ser un papagayo verde quien lo
diga? Creo recordar que esa coplilla fue escrita en la época en que Machado
vivía su pasión prohibida por Guiomar, y bien podemos pensar entonces que el
papagayo es un símbolo del deseo. Habla de ese mundo poliformo del deseo, de
toda la locura y belleza que hay en las selvas tropicales donde viven estas
aves. Como si el poeta le dijera a su amada: en esto me he convertido por ti.
“Cualquier camino lleva / al arsenal de cosas no vividas”, escribió Rilke.
¿Cualquier camino? No lo tengo tan claro. Hace falta un papagayo en el balcón, un
loro como el de Flaubert.
El
loro aparece en el lugar de la herida y Félicité al quedarse con él pasa a
formar parte de esa legión silenciosa de seres a los que algo les es asignado
por un motivo misterioso, como pasa en La leyenda del santo bebedor, la enigmática
novela de Joseph Roth. Cumplir con ese encargo supone una restauración de los
vínculos con los demás. Arrancarle inesperadamente a la vida, como quería
Magris, territorios de persuasión. El loro es mucho más que la imagen paródica
de la impotencia del escritor. Gracias a él la sensible crónica de una abnegada
criada se transforma en manos de Flaubert en una de las fábulas más hermosas de
la literatura universal. Una fábula sobre el sentido del arte, sobre el arte
como visión. Porque el arte no habla de lo que tenemos sino de lo que nos
falta, quiere ofrecernos una segunda vida. Eso representa para Félicité el
loro: todo lo que no ha tenido ni tal vez podrá tener jamás. La promesa de una
transfiguración.
De
modo que cuando terminen de leer un libro pregúntense si le falta el loro o no.
Así sabrán si ha merecido la pena.
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