- México y la iglesia de San Lorenzo en la Bienal de Venecia/FRANCO AVICOLLI, *miembro correspondiente del Seminario de Cultura Mexicana en Venecia, Italia.
Revista
Proceso No- 1905, 12 de mayo de 2013
San
Lorenzo es una de las iglesias más antiguas de Venecia. Hay cierta
incertidumbre sobre el año de su fundación, pero se sabe que en el 853 el
obispo Partecipazio la donó a su hermana, quien creó ahí una comunidad de
benedictinas.
Parece
que en San Lorenzo se sepultó a Marco Polo, pero nunca se han encontrado
huellas de sus restos.
Adelante
del recinto existe un puente que protagoniza un milagro acaecido entre 1370 y
1382, y que Gentile Bellini nos cuenta en una de las ocho pinturas de la serie
Milagros de la cruz, encargada por la República Serenísima para crear pautas
del mito de una ciudad protegida por Dios en un momento difícil de su historia.
Tuve
el privilegio de haber escuchado en San Lorenzo en dos ocasiones el Prometeo,
obra del compositor Luigi Nono, donde se juntaron personajes del calibre de
Renzo Piano, Emilio Vedova, Massimo Cacciari y Claudio Abbado. Pude entrar no
obstante la compleja estructura construida por Piano, que llena casi por
completo el volumen del templo.
Después
de aquel evento (septiembre de 1984) promovido por la Bienal de Venecia, la
iglesia se cerró para regresar al silencio, al cual todos los venecianos se
acostumbraron. Hasta cuando a México se le ocurrió acudir al edificio para
participar en la última Bienal de Arquitectura de 2012 con una exposición. El
evento no pasó para nada inadvertido, sobre todo entre los venecianos, muy
atentos al futuro de una ciudad que muchas veces desaparece detrás de un
portón. San Lorenzo expresa cierto hermetismo, tal vez porque se halla un poco
apartada de la ciudad (aunque cercana a la Plaza de San Marcos), tal vez por
ser una obra arquitectónica dominante en medio de un campo silencioso, tal vez
porque ya no se realizan actividades en ella. Por eso, cuando paso por allí, me
gusta mirarla en el eco del “milagro” que quiso pintar Gentile Bellini en el
año 1500.
En
la antigua Roma se usaba decir nomen omen para subrayar que en el nombre de las
cosas se esconde su destino. Y si bien es cierto que San Lorenzo ya no revela
mucho, el cuadro de la serie Milagros de la cruz contiene un significado no
racional, como el del Prometeo, que le dio al templo una voz, aunque breve,
introduciendo un nombre que sí dice algo, porque Prometeo significa “el que
reflexiona antes”, un símbolo, en suma, como el resurgimiento de Cristo en la
cruz.
Así,
me gusta pensar que la iglesia tiene un sentido de futuro necesario para todos,
un tiempo en que se hará lo que hasta ahora no se ha hecho ni para Venecia ni
para el mundo. Como si fuese un milagro –algo que nunca logró alcanzar lo que
quería y se quedó en el trayecto para seguir extistiendo como pregunta–. Creo
que este encuentro entre una antigua iglesia de Venecia, de la que se conocen distintos
usos pero no uno definitivo, podría ser algo nuevo surgido del encuentro entre
México y Venecia.
En
la base del evento de septiembre pasado está el acuerdo que el Conaculta
mexicano y el gobierno de Venecia signaron por 10 años para el uso del antiguo
templo. No me considero competente para establecer si el costo –se dice que a
México le cuesta 1 millón 200 mil euros– es congruente y sustentable, pero
pienso que los organismos que lo firmaron lo hicieron responsablemente para su
mutua conveniencia.
Pero
sí me interesa expresar mi opinión sobre un encuentro que considero
trascendente por las consecuencias que puede producir la convergencia de dos
voluntades: por una parte, la posibilidad de devolverle vida y palabra a un
edificio y, por otra, la perspectiva de que hable con la voz de México. Me
gusta pensar sobre ello como lo hizo Vivaldi en su ópera Mocteuzoma, haciéndole
decir al tlatoani mexica lo que quería sobre el significado profundo de la vida
y del mundo, como si el valle de Anáhuac fuese una vertiente más de éste y no
algo ajeno.
Venecia
es un lugar visitado anualmente por millones de personas para mirar cómo es una
ciudad en el agua, cómo están vinculados entre sí los innumerables elementos
que forman parte de una dimensión fantástica –el puente de Rialto y el de los
Suspiros, la Plaza y la iglesia de San Marcos, los canales, las obras de arte–,
y cómo se vive en ella. Uno se pregunta si las múltiples actividades culturales
–entre ellas las que organiza la Bienal– se hacen porque llega muchísima gente
o por ser Venecia donde la belleza y el valor artístico alcanzan su medida
adecuada. Lo primero tiene un valor cuantitativo; lo segundo, cualitativo. ¿A
quién le pertenece este último? Yo creo que al mundo. Es una calidad del hombre
en la que el mundo se reconoce y quiere preservar porque constituye la misma
forma colectiva de las sociedades.
El
aporte que puede llegar a Venecia desde México es la revitalización de la
ciudad, pero a la vez la posibilidad de que esa vida hable con una lengua nueva.
Y sería muy interesante, por ejemplo, que México favoreciera en Venecia el
encuentro entre modelos de ciudades, haciéndole conocer al mundo la esencia de
un modelo de ciudad como su capital, el Distrito Federal victorioso, y junto la
ciudad histórica con sus problemas, sus expresiones y su manera de definirse
con una visión propia. Sería fantástico que en San Lorenzo de Venecia se
pudiera hablar efectivamente la lengua de México para que el propio México
pudiera reconocerse en la arquitectura, en la pintura, en la música, en la
manera de danzar, haciéndose mirar en su manera de ser mundo con la voluntad de
formar parte de él y con una voz caminando hacia el futuro.
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