De
Andreotti a Beppe Grillo (1)( Gregorio Morán
La
Vanguardia |11 de mayo de 2013;
Será
su venganza. La historia probablemente dedicará más esfuerzo a descifrar la
vida de Giulio Andreotti que la de cualquier otro político italiano de su
tiempo. Porque en su figura late una paradoja que ni siquiera Maquiavelo llegó
a plantear, y es que de Andreotti lo sabemos todo, con pruebas, fotos,
grabaciones, testigos. Y sin embargo hay otro todo, del que no tenemos apenas
idea.
Esa
aleación –decir mezcla podría ser considerado una vulgaridad, tratándose de tal
personaje– entre dos todos concretos, nada etéreos, hace de su personalidad una
combinación de sencillez sofisticada, otra paradoja. La inteligencia perversa
se da en la clase política con cierta reiteración. Menos que la estupidez y la
soberbia,ciertamente, pero su caso resulta único, porque está lleno de ángulos
insólitos. Un individuo más que listo y de una honradez peculiar, consistente
en corromper todo lo que sea menester sin que eso te obligue a participar en el
reparto. El poder, como la heroína, no admite medias tintas. Todos esos
aprendices de Andreottis, que van a misa y comulgan y señalan la familia como
base de toda estabilidad, y mantienen una amante, o dos, y unos hijos voraces
como tigres, carecen de autoridad y deberían evitar las boberías que luego
escriben sobre Andreotti. Les sobrepasaba en rigor, en perversidad y también en
coherencia. Una esposa eterna y cuatro hijos lejos de la política.
Los
periodistas e historiadores italianos vivirán muchos años preguntándose por el
sentido de sus palabras, sus gestos, sus decisiones (pocas), sus delitos
(abundantes), sus vulneraciones de la ley junto al poder mafioso, sus
asesinatos (selectivos)… Todo aquello que rodeó a Giulio Andreotti, que él
fomentó, instrumentalizó y en algún caso orientó concienzudamente. Pero tuvo
siempre claro algo que entre nosotros es impensable: su mujer y sus cuatro
hijos quedaron fuera, absolutamente alejados de la actividad política. Incluso
su propia casa –corso Vittorio Emanuele II, 326– no será nunca lugar de cita o
contubernio. La mayor dificultad que tuvo el director de cine Paolo Sorrentino
para hacer su magnífica película dedicada a Andreotti –Il Divo– fue la de
inventarse la casa de su protagonista.
Italia
y la política italiana del último siglo no fueron demasiado atractivos para los
políticos españoles, y la verdad es que fue una pena porque eso hubiera quitado
cierto pelo de la dehesa. Catalunya tuvo mayor interés y acercamiento, pero
precisemos. Eso ocurrió en el ámbito de la izquierda, porque la derecha
pujoliana a lo máximo que llegó fue a Mounier, y siempre miró a Francia con la
pasión que observaban aquellos católicos legitimistas que tanto gustaban a
Eugenio d’Ors. Montserrat frente a Vaticano. Hablar de la influencia italiana
nos lleva a la izquierda catalana, a la política, gracias especialmente a
Manolo Sacristán y a su esposa, Giulia Adinolfi, y a la literatura de la mano
de Carlos Barral. Luego vinieron Solé-Tura y Rafael Ribó y aquellas tenidas con
Ingrao, Rossanda y D’Alema cuando todo empezaba a desmoronarse y parecía que lo
único que debatir era el nombre de la cosa. Hablar del PC italiano no es una
excentricidad al referirnos a Andreotti. Él logró en 1976 un acuerdo con el
PCI, que permitió un peculiar gobierno de gran coalición. Ambos firmaron la
sentencia de muerte en beneficio del Estado –¡vaya Estado!– con el asesinato de
Moro, ejecutado por las Brigadas Rojas. Andreotti fue el alumno principal de
Alcide De Gasperi, que hizo la mejor definición del aspirante: “Es un joven
capaz, tanto, que yo le creo capaz de todo”.
Andreotti,
como Cossiga, mostraba hacia España y sus políticos un cierto desdén de gente
culta y cosmopolita ante aquellos talentos de la transición. (Tengo viva en mi
memoria la reunión, en 1977 y en Toledo, entre los ministros de Interior de
España e Italia, Francesco Cossiga y Rodolfo Martín Villa, falangista de León.)
¡Quién no iba a decir, ante aquellos paletos prepotentes, que les faltaba
finura! A menudo se olvida que los dos políticos italianos favoritos del poder
hasta bien entrada la transición fueron Amintore Fanfani, el amigo corrupto de
uno de los personajes más curiosos, importantes y golfos de la política
española durante el franquismo, Alfredo Sánchez-Bella, embajador en Roma y
luego ministro de Información; y, el otro, Pino Rauti, reclutador de la extrema
derecha.
Para
los españoles, hablar de Italia –cultura y política– nos obliga a la modestia.
Ni siquiera vivimos un conflicto de altura intelectual como fue la ruptura
entre Giovanni Gentile y Benedetto Croce. Primero, porque nosotros nunca
tuvimos un fascista laico; lo nuestro fue nacionalcatolicismo siempre, desde
Dionisio Ridruejo hasta los hermanos Vigón –hoy olvidados, pero auténticas
lumbreras de la barbarie–. Benedetto Croce –cuya hija sería una más que notable
hispanista– podía hacer las veces de nuestro Ortega y Gasset. Pero ¿había más
en aquel erial? ¿Qué había que no estuviera en el exilio? ¡Hasta hubo quien
quiso hacer de Laín Entralgo un intelectual, donde sobre todo había un
arribista cobarde y presuntuoso! No tuvimos suerte con Italia. Siempre
escogimos mal. Incluso a aquel agudo escritor y deleznable personaje que fue
Rafael Sánchez Mazas, cuando descubrió Italia y tomó señora, rica y cauta, no
se le ocurrió otra cosa que apuntarse al fascismo de Luigi Federzoni, la
derecha mussoliniana, muy católico pero sin masa encefálica. ¿Y la Escuela
Romana del Pirineo? Aquellos poetas que encabezaba Ramón de Basterra, pedantes
y reaccionarios.
No
me desvío de mi cometido. Introducir la personalidad de un político
profesional, apellidado Andreotti, huérfano desde los dos años y sin más padre
que el Vaticano –trató a seis papas–, aquí, en España, donde nunca funcionó un
partido democristiano –ni siquiera en Catalunya, donde Unió no osaría el reto
suicida de presentarse sola–. ¿Por qué fracasó Gil Robles, aquel orador
deslumbrante, católico fetén y con patrimonio, jefe de las clases medias de
misa, misal y El Debate? Hay diversas hipótesis, pero una certeza: cuando le
enterraron, ya en la transición, entre la docena y media que asistió a su
entierro, ¡no había ni un cura! Por eso es importante que alguien trate de
ofrecer una explicación de cómo un hombre como Andreotti, que parecía recién
recuperado de un tanatorio –chepudo, orejas para cocinar, mirada perdida en
ninguna parte, cuerpo enclenque (seis meses de vida le dieron los médicos), voz
escasamente atractiva–, en fin, un dechado de la naturaleza para colaborar en
películas de la Familia Monster, ganaba las elecciones. Alcanzó en siete
ocasiones la Jefatura del Gobierno, fue ministro ocho veces de Defensa, cinco
de Exteriores, dos de Finanzas, y las mismas en Industria, y también hizo
breves estancias en Interior y el Tesoro. ¡Esta joya se mantuvo 66 años en el
Parlamento!
Él
solía atribuirlo todo a que su circunscripción electoral eran los conventos de
monjas, los seminarios de sacerdotes, las iglesias… Es posible, lo que no resta
que fuera un asesino en grado de colaboración o complicidad que se libró siempre
de la cárcel por triquiñuelas legales. Fue el hombre que dio el beso de respeto
al capo di tutti capi mafioso Totò Riina, el que ordenó matar al periodista
Mino Pecorelli, y no sigo porque no cabría en este artículo.
De
todo lo que iremos describiendo de Andreotti, pasando por Bettino Craxi y
Berlusconi, hasta llegar a Beppe Grillo, lo que más me ha impresionado es una
frase suya, poco antes de morir. Cuando le preguntaron a este profesional del
poder qué iba a hacer con sus secretos. Inmutable, con aquel gesto que no se
sabía si era una sonrisa o esa contracción muscular que hace la hiena cuando
afronta a la presa, respondió: “Me los llevaré todos al paraíso”.
¡Ni
siquiera una temporada de asueto en el purgatorio, ahora que la Iglesia ha
cerrado el limbo! (¿Alguien se imagina a Andreotti en el limbo?) Pero de ahí a
considerarse abonado al paraíso, hay un trecho. Parece un argumento para ateos.
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