26 jul 2013

Una reacción admirable/Luis Rojas Marcos Nieto


Una reacción admirable/Luis Rojas Marcos Nieto, profesor de Psiquiatría de la Universidad de Nueva York.
Publicado en ABC, 26 de julio de 2013:
La solidaridad humana brilla en las tragedias. La solidaridad, entendida como los sentimientos de adhesión y comprensión que nos impulsan a cuidarnos, respaldarnos y alentarnos mutuamente, es una fuerza natural que promueve confianza, seguridad y sobre todo esperanza en quienes la reciben. Esta fuerza reconfortante se nutre de la empatía o la capacidad para situarnos genuinamente en el lugar del otro, en las circunstancias que experimentan otras personas, y para conectarnos con afecto y comprometernos con ellas. La solidaridad amortigua el impacto de los golpes, aplaca el estrés y la angustia que causan las desgracias.
Está demostrado que todas las víctimas de desastres se benefician del amparo y el soporte de los demás. Cada día contamos con más datos científicos que demuestran de forma incontrovertible que la solidaridad está
programada en nuestro equipaje genético, forma parte inseparable del instinto de conservación de la especie y actúa como una fuerza instintiva para reforzar nuestra satisfacción con la vida. Incluso los pequeños de dos años de edad ya se turban ante el sufrimiento de personas cercanas y muestran de manera innata formas primarias de consuelo. Es un hecho comprobado que las comunidades unidas por fuertes lazos de solidaridad no sólo aumentan las probabilidades de sobrevivir a las catástrofes, a lo inesperado, sino que prosperan más que los colectivos fragmentados por el egocentrismo. También se ha demostrado que la generosidad y la predisposición a auxiliar a nuestros semejantes son una fuente esencial de la felicidad humana. Esto explica el que tantos hombres y mujeres cumplan con esa ley natural que prescribe que la mejor manera de conseguir la dicha propia es sencillamente proporcionársela a los demás. En este sentido, la satisfacción que nos producen nuestras acciones solidarias es el trofeo que recibimos por obedecer a nuestros impulsos naturales más admirables.
Cuando nos enfrentamos a las calamidades que nos estremecen, tengan su origen en la naturaleza o en la acción humana, la reacción natural es tratar de conectarnos con los otros. Y cuanto más inquietante nos parece el peligro, más sólidamente forjamos el nexo de unión. Por eso, en los momentos difíciles nos agrupamos y nos fundimos emocionalmente unos a otros con el fin de superarlos. La conexión solidaria con los demás es el ingrediente esencial de la capacidad innata de encajar y superar adversidades. Los peores desastres son más llevaderos si nos sentimos parte de un grupo. Cuando nos invaden el pesimismo y la indefensión, el fulgor deslumbrante de la solidaridad se convierte en el signo más seguro y esperanzador de que lograremos superar los momentos de dolor y desesperación.
La idea de que los seres humanos superamos terribles adversidades no es nueva. Tampoco lo es la noción de que las batallas de la vida pueden incluso producir cambios positivos en quienes las afrontan. La solidaridad es el mejor fortificante de la resiliencia, esa simbiosis natural y única de flexibilidad, resistencia, adaptación y recuperación que nos permite vencer e incluso sacarle algo positivo a la adversidad.
La gran mayoría de los supervivientes destacan los efectos reparadores de la ayuda mutua, la confianza en los demás y la solidaridad en la superación de la experiencia traumática. La oportunidad de narrar y compartir los detalles de la experiencia con los demás, y la comprensión y solidaridad que reciben de sus familiares y amigos, de extraños y de la sociedad en general, les ayuda a preservar la cordura después del rescate y a superar emocionalmente la espantosa experiencia.
La literatura científica y la memoria humana en general, frente a quienes se enrocan en la visión de que el hombre es un lobo para el hombre, nos proporcionan innumerables ejemplos de que los seres humanos, al practicar y fomentar la solidaridad, favorecemos precisamente nuestra supervivencia y la de nuestra especie. La clave para entender esta capacidad está, pues, en la fuerza natural que nos predispone a la generosidad y nos impulsa a perseguir sin descanso la dicha propia y la de nuestros semejantes. No se trata de empeñarse en ver siempre la botella medio llena, sino en saber leer mejor los aspectos más nobles de la compleja naturaleza humana.
Al reflexionar sobre accidentes atroces, como el ocurrido en una vía férrea a la entrada de Santiago de Compostela el 24 de julio, nos enfrentamos con el horror, la impotencia, la vulnerabilidad y la incertidumbre. Pero a la vez, nos reconfortamos ante el brote incontenible de solidaridad que se produce y la extraordinaria capacidad de adaptación y recuperación que poseemos. Fue la reacción inmediata de los vecinos de Angrois, junto a Compostela, que se volcaron en los primeros minutos en tratar de socorrer a las víctimas, y de inmediato la de incontables santiagueses, gallegos y españoles. De hecho, cuando afrontamos situaciones traumáticas y nos invaden los sentimientos de indefensión y pesimismo, el fulgor de la solidaridad se convierte en el signo más seguro de que lograremos superarlas. Es una reacción admirable que nos debería ayudar a entender mejor el momento histórico que experimenta España y a tratar de superar las dificultades arrimando el hombro, sacando lo mejor que tenemos. Así ocurrió tras los atentados del 11-M en Madrid o del 11-S en Nueva York, como pude observar por mí mismo desde primera hora en aquella jornada luctuosa para Manhattan, la ciudad donde vivo y me siento querido.
Me temo que los desastres (naturales y causados por el hombre) continuarán formando parte del catálogo de adversidades que nos conmueven. Pero la solidaridad seguirá floreciendo como el verdadero distintivo de la humanidad. Desde un punto de vista personal, durante más de cuarenta años he trabajado en el campo de la salud pública de la ciudad neoyorquina. En este tiempo he aprendido dos lecciones. La primera es que la solidaridad humana posee un inmenso poder restaurador, lo que hace que las personas seamos asombrosamente resistentes a las peores adversidades. La segunda lección que he aprendido es que nuestra tarea diaria consiste en ayudarnos unos y otros, porque, a fin de cuentas, el mejor negocio que existe es el bien común.

1 comentario:

Anónimo dijo...

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