Revista Proceso # 2134, a 23 de septiembre de 2017
Rebeldía salvadora/ Marcela Turati
Ante la falta de estrategia en las acciones de rescate y luego de tres días de afanosa búsqueda de las costureras atrapadas en el edificio de Simón Bolívar 168, en la colonia Obrera, las brigadas ciudadanas se sublevaron: Tomaron picos y palas para continuar el rastreo de las empleadas y rebasaron a las tropas del Ejército que quisieron tomar el control. En esas jornadas, todo mundo se coordinó a sí mismo y todos actuaron como si fueran topos.
La escena debería de haber terminado con la imagen de los brigadistas ciudadanos hermanados con soldados, marinos, policías federales y capitalinos, y funcionarios de todas las siglas, cantando juntos el Himno Nacional y coreando ¡Viva México! –con toque de corneta como sonido de fondo para ambientar–, al declararse concluidos los rescates en la fábrica de ropa de la colonia Obrera pulverizada, con un saldo fatal de 22 muertos por el sismo y mínimo tres sobrevivientes.
Sin embargo, la desconfianza hacia todo lo que toca el gobierno se impuso: horas después ese sitio se convirtió en campo de batalla cuando voluntarias inconformes se abrieron paso y, con picos y palas, siguieron abriendo hoyos en busca de un sótano donde creían que otras costureras atrapadas habían sido abandonadas.
El piso picoteado de lo que fue un edificio céntrico de cuatro pisos en la calle Simón Bolívar 168 –donde convivían costureras mexicanas e indocumentadas, y empresarios coreanos y judíos– concentra la tensión que se vivió la semana pasada en las zonas siniestradas: El forcejeo entre civiles y militares por el control, la guerra de vencidas entre un gobierno desacreditado y desconfiado, y un nuevo ciudadano movilizado a través de redes sociales.
Pero la historia no inició ahí. Empezó cuando a la señora Marcela Guadalupe Arredondo, esposa del conserje de ese edificio que albergaba tres empresas, se la tragó la tierra.
“No me di cuenta que se había caído el edificio porque cuando tembló cerré los ojos, después ya no me pude levantar, sólo vi una nube blanca de tierra, y una persona que me ayudaba a salir. Fui la primera”, recuerda desde el hospital ese momento en que el temblor la succionó estando ella en el techo del inmueble.
Por dos días, hasta el jueves 21, Marcela Guadalupe se presintió viuda. Los rescatistas que hurgaban en la montaña de cascajo y varillas no daban con su esposo Jaime Uribe, hasta que una prima regiomontana descubrió por el Facebook que él estaba vivo. Desde el inicio había sido rescatado, pero inconsciente y en calidad de desconocido; las autoridades, en vez de avisar a los Uribe, dejaron que la burocracia jugara con ellos un cruel ping-pong, obligándoles a seguir haciendo guardia cerca de los escombros, y a recorrer 20 hospitales y tres anfiteatros; en el último hasta les querían dar un muerto que no era Jaime.
Sublevación ciudadana
En ese primer momento eran ciudadanos solidarios quienes, improvisándose como rescatistas, estaban al frente del salvamento, con algunos bomberos y esporádico personal del gobierno capitalino. Con la mano y la voluntad como únicas herramientas, la gente comenzó levantar piedra por piedra, a buscar huecos entre los escombros y algunos hasta se estrenaron en la experiencia de convertirse en topos; sí, como los del 85.
Uno de estos rescatistas novatos fue el abogado Rodolfo Domínguez, quien, junto con un empleado de la Comisión Federal de Electricidad, un experto en seguridad al que bautizaron como Comandante Gokú, por su camiseta, y un productor de radio que había sido boy scout, comandados por unos tales Tiburón y Omega, comenzaban a abrir túneles para llegar al segundo piso donde, decían los sobrevivientes, habían quedado enterradas las costureras y sus patrones.
Apoyados por sensores geotérmicos, la información confirmada después por perros olfateadores, en ese piso encontraron vida. Incluso se comunicaron con una mujer.
Hasta que –según versión de Domínguez– los soldados llegaron a dar contraórdenes, subieron mucha gente al techo, comenzaron a agujerar indiscriminadamente, abandonaron la estrategia de los túneles y perdieron tiempo precioso, pues, cuando llegaron al punto donde antes hubo vida, ya sólo encontraron muerte.
El abogado de una organización feminista tiene grabada en la mente –y en el celular– una silueta color polvo de quien, imagina, era una mujer asiática.
Conforme pasan los días, al recordar su experiencia, siente un coraje que no sintió en el momento de la adrenalina.
“Al principio no había militares, pero había mucho voluntario descombrando y tres unidades distintas de recates. Una era una empresa de construcción, ingenieros expertos, otro era un equipo de búsqueda enfocado en buscar a uno de los dueños, a un tal Asquenazi, que decían era un abuelo atrapado. Estaban uniformados, con sus chalecos, su ropa, sus logos, traían las letras en hebreo y la cruz de David”, dice sorprendido.
“En la mañana del miércoles 20 llegó un hijo o nieto de Asquenazi muy preocupado, diciendo que los rollos de tela del segundo piso eran su único patrimonio. Encargó a policías y militares para –les dijo– evitar los saqueos. Les pidió rescatarlos y habló con los de la escuela para que ahí los resguardaran.”
Cuando comenzaron los rescates, los voluntarios recibieron órdenes de separar cascajo de objetos y papeles, y estos los depositaron en dos salones (primero y segundo A) habilitados como bodega en la primaria Simón Bolívar, que compartía pared con la fábrica. El jueves 21 por la tarde, Proceso pudo ver a un hombre con una kipá –el ritual gorro religioso de la comunidad hebrea– y dos acompañantes que hurgaban entre objetos y papeles rescatados por los voluntarios, quienes los empaquetaban en bolsas negras y los fueron sacando. Un policía federal cuidaba la puerta.
En el cuarto se alcanzaban a ver papeles con cuentas bancarias (uno de ellos a nombre de Min Li Han), carpetas de embarques de productos importados, juguetes chinos baratos, drones alicaídos, cámaras de seguridad aplastadas, disfraces, muñecos de peluche, facturas de compras de Dashcam System, computadoras, tablarroca, muestrarios de tela y rollos enteros. Muchos vehículos de un estacionamiento contiguo que, al parecer, formaba parte del terreno, también quedaron dañados.
Durante el rescate se fue sabiendo que el empresario israelí, Jaime Askenazi, era el dueño de la bodega de ropa New Fashion que estaba en el cuarto piso. No se ha podido confirmar si es el mismo que fue candidato a presidente del Comité Central de la Comunidad Judía de México. En el de abajo se maquilaba ropa femenina, se le adjudica la propiedad a un José Lee. En el otro piso estaba una bodega de juguetes ABC Toys y la importadora Regalomex, operada supuestamente por personas coreanas. La planta baja era tienda de ropa –según vecinos– a precios accesibles.
Otro voluntario entrevistado, Antonio López Sámano, no concuerda con la visión de Domínguez. Dice que una mujer que dijo ser esposa de Asquenazi les hizo un croquis del sitio y ayudó a estimar el número de personas que podrían estar atrapadas (alrededor de 35); dijo que los rescatistas enviados por la familia proporcionaron ayuda a todos los grupos, además de maquinaria.
Lo cierto es que desde el primer día y hasta el final hubo rescatistas de Cadena A.C. –el Comité de Ayudas a Desastres y Emergencias Nacionales, organización de la comunidad judía – y, según López Sámano, en su búsqueda “del abuelo” ayudaron en el rescate de otras personas.
El relato de Domínguez culpa a los soldados: “Cuando con cámaras y perros ya habíamos detectado personas con vida llegaron los militares, ya era miércoles. Empezaron a hacer otro relajo y tomaron control de todo e impidieron los trabajos. Ya para entonces estábamos muy organizados por brigadas, a punto de llegar al segundo piso, pero todo se volvió un caos. Había mucha gente voluntaria arriba de la estructura que se debilitaba, había riesgo de colapso. Los militares empezaron a subir mucha gente, con los lazos a picar, a romper la estructura”.
Tanto López Sámano como Vargas no consideran que la intervención de los militares hubiera sido el problema, sino el exceso de gente, y la descoordinación.
A tomar el control
Mientras la atención estaba concentrada en el salvamento de la falsa niña Frida Sofía en la escuela Enrique Rébsamen, y en edificios de la Condesa, y cuando en algunos medios se publicaba la historia de Jaime el conserje, a quien mencionaban como héroe por haber salvado una veintena de vidas antes de haber quedado en la fábrica de La Obrera, él convalecía en un hospital de Villa Coapa que no estaba en la lista de los receptores de heridos. Por eso su familia no podía encontrarlo.
La fábrica de Chimalpopoca, como se le bautizó en las notas de prensa, tuvo unos pocos minutos de fama. Primero, cuando se hizo famoso el video en el que se observa cómo el edificio se desgaja como polvorón en segundos; después, cuando otro video muestra la corretiza que la gente da al secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, cuando intentaba supervisar las maniobras de rescate, pero fue recibido a mentadas de madre por los enardecidos voluntarios y gritos que le exigían: “¡Ponte a trabajar!
No mucho después los militares fueron tomando el control. La mañana del jueves 21 amanecieron las calles rodeadas de vallas metálicas imposibles de traspasar sin orden, resguardadas por policías.
“Si quieres pasar ven en la madrugada, cuando no existe esta valla; el flujo es libre, somos pocos los que nos quedamos. Ahorita hay 400 pero éstos llegan en la mañana, no se quedan, vienen del gobierno de la Ciudad de México a cubrir su horario de trabajo y no es lo mismo cuando vienen pagados”, dice un rescatista que por su delgadez hace la labor de topo, mientras mira a los uniformados que impiden el paso, a los funcionarios capitalinos que caminan por el área.
La fisionomía del lugar cambió de un día a otro. Para el jueves 22 ya no cualquiera se cuela a ofrecer comida o agua a los rescatistas, ahora eran funcionarios de Secretaría de Desarrollo Social que la administraban. Ya no permiten a cualquiera acarrear los escombros, ahora lo hacen los viejos empleados del Departamento de Limpia, a quienes se les veía quejarse extenuados por las horas extra de trabajo.
En tanto los voluntarios, las multitudes de jóvenes que siguen llegando día y noche escasos en equipo –alguna con guantes de lavar platos o navideños a falta de guantes de carnaza–, pero con ímpetu de sobra, hacen filas por horas como si esperaran su pase de entrada a un concierto, pero en este caso era para entrar a ayudar. Llegado su turno se pasan las horas, a veces días enteros, sin bañarse, sin dormir, a puro malcomer tortas y tragos de agua para desatorar la maraña de polvo de la garganta.
Pero ni llenando de funcionarios o poniendo filtros se pudo imponer el orden. Joaquín Vargas, el productor de radio que había sido boy scout y acompañaba la brigada del abogado Domínguez, así lo describe: “Pasaron 32 años y ahora estamos en las mismas o peor que en el 85. Arriba (de los escombros) a veces había federales, eran como 20, de Sedena como 50, marinos eran 10; hasta 300 personas arriba. Mucha gente y de repente se dedicaban a picar piedras con mazos y se les olvidaba que había personas abajo (enterradas). Los que llegaban arriba y picaban con mucha fuerza, con mucho frenesí. Todo fue un caos con las mejores intenciones.”
Ese fue uno de los sellos de este rescate que se hizo a la mexicana, como si echándole montón y buena voluntad fuera suficiente, donde el grito parecía ser “Todos somos topos”, y todos se consideraba expertos, donde todos desconfiaban de todos (incluso surgió una pelea entre quienes se decían los topos originales contra los clonados o los que piden dinero). En este sismo todo mundo se coordinó a sí mismo. Los militares tampoco fueron tomados como autoridad.
Vargas tuvo dos roces con soldados, en una de ellas porque les pidió que se coordinaran con civiles. Pero al abogado Domínguez le fue peor: un comandante de tres estrellas quería arrestarlo en la cima de los escombros, por irrespetuoso, porque exigió que dejaran de abrir hoyos porque iban a colapsar el edificio.
La tensión entre bandos
Cada tanto, entre las ruinas, se hacía el ritual del silencio general para saber si alguien desde debajo de los escombros pedía ayuda o para apoyar a los perros olfateadores a concentrarse en su búsqueda de olor humano. Cada tanto, también, se repetía el dramático momento en que los voluntarios paraban sus maniobras, formaban una valla humana, como un camino por el que se daba paso a las camillas con los cuerpos –la mayoría de mujeres– envueltos en sábanas blancas. Pasaban por en medio, entre un silencio solemne, como si estuvieran recibiendo un homenaje póstumo.
Las autoridades capitalinas no han informado si son mujeres mexicanas, asiáticas o centroamericanas sin documentos, como se ha difundido en notas periodísticas. Si es así, varias de ellas pasarán días en la orfandad de la morgue, esperando que alguien las reclame.
El día que el velador Jaime fue ubicado por sus familiares y que su esposa Marcela sabía que aún no era viuda, por redes sociales se difundió la información de que el gobierno preparaba bulldozers para demoler las zonas de desastre, aún sin haber concluido la búsqueda. #RescatePrimero, era la exigencia generalizada por redes sociales.
Por más que los titulares de Gobernación, la Semar y Sedena intentaron desmentirlo, y prometieron que los trabajos seguirían hasta el final, la gente no creyó que al gobierno se le hubieran quitado las mañas que mostró en el sismo del 85, y comenzó a hacer guardia en distintos edificios siniestrados. La fábrica de Chimalpopoca fue una de ellas.
De cuidarla se encargó la llamada Brigada Feminista que, antes, había difundido una lista con los nombres de las empleadas del Simón Bolívar 168 desaparecidas.
Entonces se dio el zafarrancho para lograr el paso a la zona siniestrada, cuando el gobierno ya había dado por concluido el rescate, y la gente había cantado el Himno Nacional y aplaudido el esfuerzo. Fue entonces cuando las brigadas rebeldes se abrieron paso, comenzaron a cavar sus propios hoyos, a continuar con el rescate, desconfiadas del gobierno y de sus intenciones.
El viernes 22 por la noche, al cierre de esta edición, todavía en la oscuridad, un grupo de brigadistas seguían rastreando con tanto ahínco en el terreno limpio de escombros que lograron les enviaran en apoyo unos perros olfateadores. Mantenían la esperanza intacta de encontrar el mentado sótano oculto donde las costureras despreciadas por el gobierno estarían esperando a ser rescatadas.
Ego sum qui sum; analista político, un soñador enamorado de la vida y aficionado a la poesía.
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