Revista Proceso # 2134, a 23 de septiembre de 2017
Los dos diecinueves/FABRIZIO MEJÍA MADRID
Veo a un chavo, todavía con los guantes polvosos, el casco sobre los ojos y una pequeña pala en la mano, dormido. Sólo lo ha vencido el sueño. No lo ha hecho ni la ciudad sonando día y noche a ambulancia, a policía, a las radios, ni los encasquetados de la Marina tratando de impedirle el paso a su derrumbe. Es suyo. Conoce cada piedra, cada varilla, cada grieta. Sabe qué hacer
exactamente y en cada instante porque no depende de un plan o un protocolo de “experto”. Él sabe que los que alcanzaron a salir del edificio le dijeron que trabajaban ahí 60 personas, no 28, así, sin nombres, como asegura la autoridad. Él sabe que Javier, el que está allá, tomando agua, ha tenido los ojos llorosos desde las tres de la tarde hasta el anochecer porque no encuentran a su hermano, Gustavo. Siente la frustración de golpear con un mazo la loza sólo para encontrar abajo una igual. Siente la sed de los sorbitos de agua con caliche cada que el agotamiento le gana a las ganas.
Nada lo ha derrotado, sino un sueño, como un desmayo, recargado contra un árbol. Lo veo y recuerdo el otro 19 de septiembre, el mío, el de 1985, en el que no comíamos ni bebíamos porque la ayuda era exclusivamente para los damnificados. Aquella vez nos dormíamos igual, a ratitos, más de hambre que de cansancio y, a veces, del tedioso ruido de los picos sordos aguijoneando el concreto. Nos cansábamos de la oscuridad de la ciudad como cueva. No extenuaba buscar y no encontrar.
Remover con las manos la ciudad que pesa, atiborrada de pesar. Nos despertaba, de pronto, el silencio, la señal de que alguien, allá abajo, se había movido, gritado, golpeado una tubería. Entonces, ponerse de pie, otra vez, esta vez sí sacaremos a alguien con vida del infierno aplastado, de aire desmenuzado, de penumbras calladas. Ese sigue siendo el sueño en este otro 19 de septiembre –maldito sea, porque nos obliga así a recordar de lo que somos capaces–: restaurar, recuperar lo ido para siempre.
Pienso en El guardián entre el centeno de J.D. Salinger. El chico expulsado de la escuela, Holden Caufield, protege, durante todo su viaje de vuelta a la casa paterna, un regalo para su hermana pequeña, Phoebe: un disco de acetato. Al llegar a dárselo, el vinil se ha roto en mil pedazos. Ella, en su inocencia, le pregunta por qué mejor, en lugar de llorar, no le ayuda a pegar los fragmentos. Holden no sabe cómo explicarle que hay cosas que no se pueden pegar, que quedan rotas para siempre. Pienso en eso y cómo la ciudad se vuelca, no a tratar de adherir fracciones del disco de Phobe, sino de tararearle las canciones que contenía. Es lo único que podemos hacer, también esta vez. La canción, además del Cielito Lindo que apareció ahora en los derrumbes, es la misma: la idea de una comunidad que puede tolerar que el Estado administre a su capricho los impuestos y la policía, pero que no lo autoriza a intervenir cuando se trata de salvar personas. Se le da el permiso de matar, no de restaurar. Esa apropiación súbita es la sociedad civil, la comunidad de la urgencia, la que se reúne porque sabe que algo tan delicado como salvar no puede dejarse en manos de los poderosos.
El puño levantado al aire es la señal de los rescatistas para ordenar silencio. Esa autoridad, que no es legal ni electa, pero que es democrática en sentido profundo, reintegra al imaginario resistente el puño de la indignación de la Marcha del Silencio en 1968. Ese puño señala una forma distinta del silencio. No es más el sigilo o el ocultamiento de la complicidad en lo ilegal o de la resignación ante la represión. Tampoco es el coraje ante la crueldad e impunidad del Estado. Es un momento de expectativa en las avenidas de brigadistas de chalecos fluorescentes. Es el silencio que se aprovecha para murmurar. Dos chavos se señalan los antebrazos donde han escrito con tinta indeleble sus nombres y teléfonos. Es claro que es una medida de seguridad por si se quedaran atrapados en el subsuelo. Porque –hay que recordarlo– hay una posibilidad de que tratando de jalar a un sobreviviente, él te jale a tí al infierno de la penumbra, el polvo, el olor a gas, las tuberías rotas. De los ruidos de los desvaríos de la tierra. Una le advierte al otro que se ha escrito como tatuaje su propio teléfono celular.
–Debiste poner el de casa de tu mamá.
–¿Por qué?
–Imagínate que quedaste atrapado. Te vas con todo y tu celular.
El momento del silencio es para esperar la señal de si se ha encontrado a alguien con vida en las profundidades. En el derrumbe de Álvaro Obregón y Salamanca, en la colonia Roma, es momento de una hipótesis.
–Lo que te muestra que con los aztecas no había corruptos. ¿O cuándo has visto que se derrumbe una pirámide?
–Así es. Nada de traite de la piedra
barata.
Hay un ánimo de buscar, de nuevo, la cartografía de la ingeniería criminal. Si hace 32 años fue la obra pública –hospitales, escuelas, multifamiliares–, hoy parece la rapiña de las inmobiliarias. En Durango y Cozumel, junto a las cajas de cartón con tortas de atún y bultos de frijoles y arroz, hay un mapa de los edificios dañados: se ve una línea que atraviesa las colonias Doctores, Narvarte, Roma, Condesa. Las señoras del acopio están ciertas de que los culpables fueron los permisos laxos del actual gobierno de la ciudad.
–Imagínese: en un piso de años y años de las mismas casas, le echas edificios de 10 pisos. Yo creo que se asentó.
–Y están sacando agua de los mantos freáticos. Eso tiene que afectar.
Como hace 32 años, la organización se sostiene, además de en sus símbolos, en las asociaciones pre-existentes. Antes fueron los del “movimiento urbano-popular” con su consigna de “la casa es de quien la habita”. De ahí, aliada a los damnificados, las costureras, el movimiento de azoteas, salió la fuerza de la izquierda de la capital. Ahora, estos dispositivos ciudadanos son por el uso de suelo. Todavía se agitan al aire los carteles de: “¡Alto al abuso del suelo en Mazatlán 48!”. En estos días, ese alto ha sido la ley de la gravedad. Son los movimientos contra los corredores de centros comerciales, como el de Chapultepec, o contra la edificación de ostentosas torres de oficinas corporativas en Álvaro Obregón e Insurgentes, los que sostienen lo súbito: las hordas de ciclistas en cuyas mochilas conviven las bolsas de comida y las listas de desaparecidos –cerca de 70–, aparecidos, edificios en riesgo, derrumbados, teléfonos de bomberos, hospitales, emergencias. Los ciclistas en fila india sobre las avenidas, con sus cascos, y sus audífonos del Iphone, son la imagen del entusiasmo soberano que el 85 le transmitió al 2017. El giro cultural está en que el rescate remontó la mera comunicación y se convirtió en transmisión; no sólo fue una historia familiar, se convirtió en una épica repetible. Sus héroes son necesariamente anónimos pero están conscientes, en esa misma medida, de que son indispensables en una gesta que puede equipararse con la de sus padres.
Van pedaleando altivos, gráciles, tan jóvenes que todavía su propio cutis les abomina, sin acomodarse del todo a sus propias ilusiones. Llenan División del Norte seguros del imperativo de ayudar, de que son insustituibles. En ellos se invierte lo que les ha tocado como mercado laboral.
La Sociedad Civil y sus cuitas
Hace 32 años, Carlos Monsiváis, en estas mismas páginas, entendió a esta comunidad súbita de la urgencia como una “redistribución de poderes”. En México todo está desproporcionado, pero el poder es lo peor repartido. Cada vez que hay un terremoto, se abre la tonada de una canción conocida, la de recuperar la soberanía en manos de la gente, entre sus guantes de carnaza. Del otro lado, la autoridad institucional se arrincona, es omisa, cuando no criminal, y llama a “volver a la normalidad”, a “quedarse en sus casas”, a “no estorbar las labores de rescate”. Que se disgregue esta comunidad es el único objetivo del poder porque le teme a la idea de que exista una tarea común de todos los que nunca tenemos poder, los que siempre pagamos, los que siempre sufrimos. El intento del presidente en turno es que cada quien se quede en su casa para no estorbar a los que saben, es un mito antipolítico, el de la división en lenguas distintas por decisión divina, es Babel. Y la necia “sociedad civil” de Monsiváis se sigue reuniendo en torno a un fuego terrenal que es pensar. Se piensa en los vivos, esos otros-nosotros debajo de las ruinas. Pensar es agradecer. Es entregarse en gratitud por habernos sustituido en la tragedia, para nunca olvidar que hemos sobrevivido a costa de ellos, de los muertos, los damnificados. Es entregarse a esas tareas anónimas del rescatista: mover escombro, picar piedras, alumbrar, repartir agua y un poco de comida, donar sangre, enlazar a quienes no pueden hacerlo. En palabras de Peter Sloterdijk, es “el arte de mantenerse pequeño por el bien más alto”. En 32 años años, esa comunidad instantánea no ha fracasado en transmitir a una nueva generación una peculiar grandeza, la de lo menudo, lo limitado, lo que nace de un espíritu de lo común. La otra grandeza, la del Estado, es la de la expansión obsesiva, la vigilancia intrusiva, la conquista de planes maníacos. La de la polis, es la que comprende que vivir en la ciudad es sufrir con ella, la amistad diurna que muta en empatía cuando ha anochecido. El de la sociedad civil es un poder que no surge de los “gladiadores de la política” –los “atle-tas de hacer obedecer”, según el mismo Sloterdijk–, sino de la igualdad cuyo valor angular es haber nacido. Para el Estado, la política es un arte del pastoreo. Para la sociedad, es de asistencia entre iguales. Para el Estado, la política es un arte de boticario que hace tragar “por su bien, la amarga medicina” (meter las máquinas sin atender a que se oigan voces adentro del derrumbe). Para la sociedad, nunca resultará aceptable usar a los demás como medios. Ni prescindir de la vida de los que nunca importan. Para el Estado, la política es el arte de repartir la crueldad. Para la sociedad, es el arte de condolerse.
Un letrero en el centro de acopio en el que se transformó la Plaza de las Cibeles en la Roma: “No estamos solos”. La consigna que protegió al zapatismo, al desaforado Andrés Manuel López Obrador, y a cuánta víctima de la injusticia se encuentre, se transforma, también. Aquí es un acompañamiento, no una advertencia solidaria. No estamos solos porque nos hemos juntado en la comunidad instantánea y necesariamente efímera del rescate, en un país en que el Estado sólo rescata con éxito a los banqueros. En el restaurante Vips de Durango, la oferta se transforma en demanda de los rescatistas: “Dona (r) + Café”. Quien le agregó la “r” transformó un deseo en una demanda. Es el mundo de la política mundana, la que no hace boletines oficiales.
No hay “individuos excepcionales” en el heroísmo de los derrumbes. Es el anonimato como garantía de desinterés lo que resulta consustancial al acto de rescatar. Entre las ruinas se habla de afectos, de dolor y expectativas, al contrario del discurso del “atleta político” que se abstrae para alejarse. Nunca como en los terremotos, los políticos del gobierno nos suenan tan lejanos, reclutados de un mundo tan apartado de los demás, que sus esfuerzos por pertenecer a una comunidad nos resultan patéticos. Una televisión con el mensaje del presidente gesticulando como chambelán en Quince Años, al lado de pálidos secretarios de Estado, hace a una rescatista de cubrebocas y chaleco fluorescente gritar para la audiencia:
–¡Parecen zombies que no desayunaron su sangre!
Es la venganza de la vida real sobre lo descomunal. De lo mundano, de lo plebeyo, sobre lo grandote. La desproporción habitual entre el poder de la cúspide y nuestra pequeñez de vecinos se invierte con el regreso a la antigua reserva cultural: los que sabemos somos los que estamos en contacto, los que sabemos del sufrimiento que implica convivir. Sabemos que los seres humanos sólo podemos regenerarnos en lo pequeño. Jamás una ciudad que ya no protege a sus ciudadanos se ha podido levantar con un plan global del Super-Funcionario Público. Sólo el breve arte de la pertenencia mutua puede tararearnos la vieja melodía. Hoy esa misma canción es la que enlaza al 2017 con 1985: en medio de la inconmensurable ciudad, los habitantes, muchos de ellos sin llegar, por edad, a la ciudadanía, restauramos sus dimensiones humanas. Más allá de los nuevos acompañantes –las redes de Internet y los mensajes de celular–, la lección fue aprendida; como escribió Albert Camus, “es por la humildad por la que se cuela la esperanza”. La pequeña Phoebe la aprendió de boca del hermano al que se le quebró el disco. La del 2017 de lo que relatamos, de boca en boca, los de 1985. Los dos diecinueves.
La sospecha y el engaño
Por el derrumbe de la Escuela Enrique Rébsamen corre el rumor: la niña Frida Sofía que las televisoras monopólicas se han empeñado en convertir en reality show, no existe. Nunca existió. Lo ha dicho la Marina, la misma institución que, apenas hace un mes, irrumpió en una vivienda en Tlahuac y ejecutó a sus ocupantes. Fue ella, la Marina, la que simuló durante horas televisadas traer ambulancias militares, volar camillas con oxígeno y suero conectados, listos para la niña. Pero Frida no existe más que en el imaginario televisivo, el que toma un nombre reconocible por la película de Salma Hayek –las televisoras sólo podrían saber eso sobre Frida Kahlo, la santa laica de Coyoacán–, y se llega a un punto calculado para desanimar. Televisa, que ha tenido durante día y medio un lugar privilegiado para transmitir el rescate de la alumna de 12 años, con la que se “comunicaron” los marinos por celular, a la que “le han dado agua con una manguera”, y cuyos familiares “quisieron proteger su anonimato”, no se responsabiliza de la maniaca creación de un personaje inexistente, imposible, porque es una niña sin familia, ni maestros que se acuerden de ella; sólo un nombre, unas lágrimas de la reportera que hace voz de cronista deportiva, la cara de preocupación en los rostros de los lectores de noticias. Pero Frida no existe.
En el derrumbe de la escuela Rébsamen, en Villa Coapa, muy al sur de la ciudad, no se desaniman los brigadistas. Siguen trabajando, un poco indignados porque, una vez más, las televisoras monopólicas se han prestado con un montaje a tratar de resaltar el valor humanitario de la Marina, una institución que sólo aparece, desde hace 12 años, implicada en matanzas y ejecuciones sumarias. Hay un cambio. Cuando los marinos cierran sus puños para pedir silencio, nadie les hace caso. Siguen las pláticas a voz en cuello, el uso de altavoces de baterías, el contestar el celular. No hay nada que desanime a estos brigadistas. Ante la mentira que reconocen Televisa y la Marina sólo hay sospechas renovadas:
–¿Para qué nos tuvieron aquí, si ya no había niños abajo? –estalla un rescatista que se quita el casco en un gesto justificadamente dramático.
Pero lo que sigue es la especulación de que existen dos planes del gobierno. Por un lado, jugar con el desánimo –demostrar que los habitantes del subsuelo no existen– y fundamentar la entrada de la maquinaria que disuelva las intenciones de los vecinos de Babel. Por otro, acordonar con cintas amarillas de “Prohibido el paso” a cuanto edificio se encuentre con la mampostería reventada.
–Las autoridades desalojan y después “verigüan” –me dice una maestra jubilada que ha hecho dos cajas de tortas de queso para repartir.
–Quieren que nos salgamos de todos lados para quedarse con nuestros inmuebles –se paranoiquea un señor con acento asturiano.
–Fue la Marina la que dijo que el edificio Canadá –un emblema del Defe, que habitaron León Felipe y, también, el asesino de Trotsky– se estaba desplomando –avisa una mujer a la que le veo militancia ecologista–. Está intestado.
En vez de desanimar, el invento de la niña de 12 años sepultada sólo hace hervir las sospechas. No son gratuitas. Suelta la mujer presuntamente ecologista:
–¿A quién le van a dejar la reconstrucción? Al Grupo Higa, a OHL, a los contratistas del jefe de Gobierno?
A las cinco horas, los rescatistas en la Del Valle, en la pequeña calle de Escocia, se detienen en el silencio de la vida posible debajo de los escombros. Caen los picos y las palas. Sólo el sonido de un radio transmisor repiquetea con alguna instrucción. No se escucha nada. Todavía no es tiempo de celebrar un rescate. Vuelven los picos, los mazos, al aire. El rescate se reanima. Este es el sueño. Lo demás sería permanecer despiertos.
Una vez más, abrazamos a la ciudad que nos devora.
Ego sum qui sum; analista político, un soñador enamorado de la vida y aficionado a la poesía.
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