Revista Proceso # 2134, a 23 de septiembre de 2017
A la espera del rescate/SANTIAGO IGARTÚA
No se podía respirar. El nubarrón de polvo levantado por dos edificios destruidos –apenas separados por unas cuantas casas y condominios– había nublado el sol en su punto más alto. Se borraron los colores. Todo alrededor de la calle Escocia se tornó color arcilla.
La postal en sepia parecía imagen de una pesadilla del mismo 19 de septiembre, 32 años atrás. Varillas fierro concreto mosaicos vidrios papeles madera polvo polvo polvo.
Así encontró Paola Félix lo que fue la casa de su madre, el departamento 502 en el número 4 de Edimburgo, esquina con Escocia, en la Colonia Del Valle. Nueve pisos aplastados a la altura de una casa de tres.
Cuando llegó, la violencia de la escena y la fragilidad de los escombros habían congregado ya a miles de improvisados rescatistas con policías y marinos. A Paola se le cimbró el alma.
“Busco a Margarita Silva Ochoa, de 59 años”, repitió Paola una y otra vez entre la confusión y el ruido. Había intentado comunicarse con ella por horas sin respuesta. La buscó en clínicas y hospitales como segundo reflejo. Nada. Hasta que un oficial le dijo saber dónde estaba.
Le pidieron ir al Servicio Médico Forense (Semefo) a recuperarla. “El cuerpo estaba equivocado”, contó Paola a este reportero, a la entrada de la madrugada. Sólo pudo saberlo por los ojos. El cadáver que vio no los tenía verdes, como sólo habían podido repetirse en ella.
La ayuda de tantos la conmovía, pero no buscaba esperanza. Los voluntarios pueden darlo todo, menos tiempo. La tragedia más grande es la que se hace esperar y Paola no podía con la idea de imaginar a su madre atrapada.
Sin saber hacia dónde apuntar su fe, dijo: “Esto es demasiado fuerte. Mira eso. No sé si quiero pensar que está ahí, agonizando, sufriendo”.
El jueves 21 se escuchó a Paola del otro lado del teléfono: “Me llamaron a las cuatro de la mañana para decirme que tenían a mi mami. Gracias a Dios, la pude reconocer”.
Bertha Teresa Ramírez es una reconocida reportera del diario La Jornada, asignada a la sección de la Capital. El terremoto del 19 de septiembre despertó en ella la adrenalina que siente todo reportero ante una emergencia. Pero una llamada lo cambió todo.
Era su hermana, Aracely. Junto con su hija Paula, de 14 años, había alcanzado a salir de su departamento del tercer piso ubicado en el número 4 de la calle Escocia, al cruce con la avenida Gabriel Mancera. Pero su hijo Juan Pablo no salió.
“Mi hermana estaba en la cocina cuando empezó y Juan estaba en su recámara. Aracely le gritó que se iban bajando con Paula y él contestó: ‘Sí, mamá, ya voy’. Iba atrás. Pero el edificio se colapsó casi de inmediato, antes de que terminara el temblor, y ya no sabemos dónde pudo haberlo alcanzado el desplome. Creen que se regresó por su perra. Mi hermana entró varias veces hasta donde pudo, pero no lo vio”, relató a Proceso Bertha la noche del mismo martes, al pie de los escombros.
Como cualquier chico de 19 años, no se separaba de su teléfono celular y en las primeras horas pudo comunicarse para pedir auxilio a su familia. Hasta que se le acabó la batería. Pero la certeza de que Juan Pablo no murió en el derrumbe llevó a Bertha a moverse frenéticamente cuando llegaron máquinas supuestamente a remover escombros desde la noche del martes, mientras a su hermana la atendían en una ambulancia por una crisis nerviosa.
“No necesitas ser un ingeniero para saber que si mueves una piedra se va a caer. Se mueve todo. Quieren jalar las estructuras de arriba con maquinaria y ya no quieren entrar a buscar. Yo les estoy suplicando que lo hagan, que hagamos una cadena humana y que jalemos piedra por piedra, desde arriba”, narraba dramáticamente Bertha, sabiendo como periodista que difundir esa posibilidad la inhibiría.
Antes de la media noche del martes, aún aturdida, le acercaron una lista de fallecidos. Ninguno con la descripción de su sobrino, un joven de 19 años con el cabello pintado de rubio, delgadísimo y de menos de 1.70 de estatura, por lo que su familia se ha aferrado a que podría resguardarse en algún resquicio de la desbaratada estructura.
Con él, los rescatistas también dijeron haber confirmado que una joven de nombre Anayeli se encontraba con vida. Trabajaba como empleada doméstica en un departamento del quinto piso, recomendada por su padre Cirlio Juárez, conserje del edificio.
Tiene 17 años. La madrugada del miércoles 20, rotas las palabras, relató a Proceso su madre: “Le gritaban a mi niña, pero nunca salió. Su papá estaba afuera, pero no la volvió a ver”, se oyó Cristina Hernández, desgarrada.
La madre lleva consigo una fotografía de Anayeli, delgada, sonriente, con cabello castaño, lacio de seda, largo hasta la cintura.
No se ha separado de su hija, de la que la divide una burbuja de cemento hinchado que pareciera estar a punto de reventar. Duerme con su hijo Jesús, hermano de Anayeli, en las escaleras de un edificio evacuado en Gabriel Mancera en el que dejan estar a los familiares de las personas atrapadas.
La lluvia entorpeció toda la semana las labores de rescate. Tímida, no ha reclamado nada a las autoridades. Pero confiesa que sufre cada vez que detienen las búsquedas.
“No están trabajando y no entiendo por qué. Ahora dicen que llegaron unos señores de Israel y me da esperanza. Unos perros vieron que está viva, pero dicen que se puede caer todo si entran. Yo sólo quiero que me traigan a mi niña.”
Efectivamente, el jueves 21 las autoridades dijeron tener confirmación de que Juan Pablo y Anayeli se mantienen vivos. Al cierre de esta edición, ninguno de los dos había salido.
Más de 43 familias han permanecido día y noche apostadas en una reja, mirando a por lo menos cien metros de distancia las ruinas de lo que fue el edificio 286 de la avenida Álvaro Obregón, en los límites de la colonia Roma y la Condesa, donde están atrapados los suyos.
Abandonados por el gobierno, que más allá del discurso descansó toda responsabilidad hacia estas personas en la ayuda voluntaria, duermen en banquetas, con cobijas empapadas que en la madrugada recrudecen el frío.
La incertidumbre que ha generado la falta de información en esa zona, tomada por el Ejército y la Marina, los ha hecho saber de la locura.
Maricela, madre de Martín Estrada, contador que trabajaba en lo que fue el cuarto de seis pisos de oficinas, cuenta un relato que le perturba sin soltarla.
Cuando los familiares preguntaron por qué los rescatistas pedían silencio apuntando con el puño al cielo, les contestaron:
“La gente cree que es para que no haya nada de ruido y puedan escuchar a las personas atrapadas ahí adentro. Pero en realidad es porque adentro hay muchísimo ruido. Todo ahí adentro cruje. Todo se mueve. Es un infierno.”
A los familiares, la angustia no los abandona. Piensan en el frío, en la claustrofobia, en ruidos como tormentos que no cesan, en el olor a gas, en vidrios y escombros lacerando la piel de sus hijos, padres, hermanos, esposos… Ninguno ha desistido.
Ego sum qui sum; analista político, un soñador enamorado de la vida y aficionado a la poesía.
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