23 jul 2006

Medio Oriente: un peligroso cóctel

Próximo-Medio Oriente/Olivier Roy*
¿Qué relación hay entre las cuatro grandes crisis de Oriente Medio: el conflicto palestino israelí, la nueva guerra del Líbano, Irak y el tema nuclear en Irán?
El problema de los occidentales es que se enfrentan a cada conflicto de manera aislada y lo gestionan al día a día, a la vez que defienden un discurso estéril sobre la “guerra contra el terrorismo”, como si ésta fuera el denominador común de todos estos conflictos. El desajuste entre las realidades estratégicas y la retórica ideológica lleva tanto a la impotencia como a la rigidez.
De una parte, cada conflicto tiene sus causas y su propia lógica, aunque por otra parte, bien es verdad que hoy estamos asistiendo a una articulación de todos estos conflictos en la que el elemento clave es la emergencia de Irán como potencia regional y posiblemente nuclear. Este cambio implica ciertos reajustes, incluso cambios de alianzas bastante complejos.
La crisis entre Hamás e Israel sigue siendo en realidad bilateral. Hamás está sufriendo una mutación difícil al pasar de una lógica militar a una lógica política, combinando un paso adelante (considerar el reconocimiento de Israel) con la provocación militar (secuestro de un soldado), sin que sepamos muy bien a qué se deben las luchas internas, si a un mal cálculo político o a la incoherencia. Sin embargo, la respuesta israelí sigue con la lógica del Estado hebreo respecto a todas las autoridades palestinas: darle únicamente la opción entre una colaboración total con Israel o su desaparición, siempre en provecho de los más radicales.
El momento crucial es el ataque de Hezbolá contra Israel. Aquí no puede haber error de cálculo: vista la reacción israelí en la franja de Gaza, Hezbolá y sus padrinos (Irán y Siria) sabían perfectamente que a este ataque le sucedería una nueva guerra en el Líbano. Era lo que deseaban.
El cálculo de Siria es sencillo. Damasco nunca ha digerido que la expulsaran del Líbano e intenta volver. En el fondo, una vuelta a los años ochenta le viene bien a Damasco: un Gobierno central libanés debilitado, Hezbolá en primera línea contra Israel y Damasco como único árbitro posible. El único riesgo de verdad para Damasco es que los israelíes decidan de una vez por todas atacar a Siria, que es la verdadera base de apoyo de Hezbolá. Pero con el derrocamiento del régimen de Bachar el Asad hay el riesgo de que los Hermanos Musulmanes sirios lleguen al poder. Ahora bien, aunque estos últimos estén hoy más cerca del modelo turco que del Hamás palestino, los israelíes no quieren correr el riesgo de encontrarse rodeados de regímenes islamistas. Paradójicamente, lo que mejor protege a Siria es su propia debilidad. Al sentirse protegido, el régimen de Damasco puede seguir apoyando la guerra en el Líbano, única condición para su posible regreso a este país.
Pero Irán es hoy sin duda la pieza clave del tablero. Irán es el único actor que tiene una estrategia coherente en la que las consideraciones a corto plazo se articulan dentro de una estrategia a largo plazo.
A corto plazo, se trata de impedir cualquier ataque aéreo contra sus instalaciones nucleares. A largo plazo, Irán quiere convertirse en la gran potencia regional. En el primer caso, los adversarios son ante todo los americanos y tal vez los europeos; en el segundo, son sus vecinos árabes. Denunciar a Israel es más un medio que un fin: ello permite cortocircuitar y confundir a los regímenes árabes a la vez que “externaliza” la crisis a los países del Levante.
Cuando en el 2004 los europeos se colocaron en primera línea para bloquear el programa nuclear iraní, sólo actuaron bajo una perspectiva estrechamente bilateral: la comunidad internacional, en contra de Irán. Prepararon un programa gradual de sanciones e incentivos para obligar a los iraníes a ceder, pero sin tener en cuenta la situación regional. Ahora bien, la respuesta iraní consistió a la vez en internacionalizar y acelerar la crisis. Con mucha habilidad, Irán ha priorizado los conflictos “secundarios” (Israel/Palestina/Hezbolá) para evitar todo choque frontal. El régimen iraní promovió deliberadamente la escalada de declaraciones antiisraelíes de Ahmadineyad en otoño del 2005; ha sido él también quien ha escogido el lugar de enfrentamiento aprovechándose de las tensiones entre Israel y Hamás, a la vez que mantiene un perfil bajo en las fronteras próximas (Irak, Afganistán), donde de todas maneras el tiempo juega a su favor.
Nadie en Teherán piensa en serio que el Estado de Israel esté amenazado por un ataque a dos bandas de Hamás y de Hezbolá. La idea consiste más bien en hacer subir las apuestas para que los occidentales sepan lo que les podría costar extender la crisis a Irán (crisis energética, complicaciones en Irak y Afganistán), sin encontrarse ellos mismos en primera línea. Es una forma de convertir el país en intocable.
Por ello, Teherán vuelve a jugar al “frente del rechazo”: el de los países y movimientos árabes que se oponen a todo reconocimiento de Israel, desde Siria hasta Hezbolá, pasando por “la calle árabe”. El discurso oficial es, pues, panislamista y juega la carta del antiimperialismo, del nacionalismo árabe y del antisionismo.
Pero tras esta hábil manipulación de conflictos exteriores, Teherán tiene una estrategia a largo plazo: convertirse en la gran potencia regional en detrimento de sus vecinos árabes. La carta que juega aquí Irán, además por supuesto de la de su capacidad nuclear, es la del arco chií, de Irak a Hezbolá, pasando por el régimen sirio. El chiismo incrementa su poder en contra de la alianza de las dos fuerzas que habían apoyado el Irak de Sadam en la guerra contra Irán (1980-1988): el islamismo suní y el nacionalismo árabe. En el fondo, la generación de los antiguos combatientes iraníes, de los cuales Ahmadineyad es representativo, vuelve a hacer la guerra que perdió. Además, esta alianza de facto entre el islam suní y el nacionalismo árabe constituye el núcleo de la oposición de los iraquíes suníes al incremento de poder de los chiíes. De hecho, hoy en Irak los enemigos de los suníes parece que son cada vez menos los americanos y cada vez más los chiíes; así lo demuestra la evolución de las pérdidas y de los ataques en el país.
Estas dos lógicas (frente de rechazo que apuesta por el nacionalismo árabe y el arco chií antisuní) están llenas de contradicciones y tensiones, pero le hacen el juego a Irán. Los regímenes suníes árabes (Jordania, Arabia Saudí, países del Golfo) están viendo que este arco chií será la amenaza más importante y no dudan en dejar de solidarizarse con la nueva aventura contra Israel. Hamás se encontrará rápidamente de lleno en esta contradicción: o bien participa en la escalada militar y se convierte en la correa de transmisión de los intereses extranjeros chiíes, o bien se reafirma como actor político nacionalista. Pero en este último caso hace falta que Israel acepte negociar con Hamás, cosa poco probable. Igualmente, en el Líbano queda por saber qué lógica se impondrá entre los no chiíes: la de la solidaridad con Hezbolá o, al revés, la de la oposición a una aventura que no tiene ya nada que ver con los intereses nacionales libaneses. Por todas partes, los suníes se verán obligados a escoger, en relación con las fuerzas chiíes que hoy están dirigiendo la partida. Aún hace falta justamente que estos movimientos suníes puedan entrar en una lógica política de negociaciones. Lo que supone que Israel seleccione cuidadosamente sus objetivos en el Líbano y deje la puerta abierta al brazo político de Hamás. Pero también que los regímenes suníes acaben con la retórica estéril que les lleva a apoyar verbalmente a movimientos cuya derrota desean.
Más que nunca se debe imponer la vía política: esta vía no es forzosamente la de la diplomacia, sino la del reajuste de la fuerza militar a unas finalidades políticas.
*Politólogo francés, director de investigación del Centro Nacional de Investigación Científica de París; autor, entre otros libros, de El islam mundializado (Bellaterra). Traducción de Martí Sampons Publicado en El País, 23/0706
Un cóctel muy peligroso/Por Pascal Boniface
Hace justo un año, la perspectiva de la retirada israelí de Gaza permitió entrever un camino hacia la paz en Oriente Medio.
Hoy, la nueva guerra del Líbano - ¿cómo llamarla de otro modo?- hace temer un estallido generalizado en la región. Hezbollah ha aprovechado la ocasión dada por los bombardeos israelíes sobre Gaza para proclamar su solidaridad con los palestinos y presentarse como el más eficaz enemigo de Israel. Esperaba con ello ampliar su popularidad más allá de los círculos chiíes, entre las poblaciones árabes encolerizadas con la ausencia de reacción de los gobiernos árabes y europeos a esas operaciones militares, donde los civiles palestinos son las principales víctimas.
Hezbollah tenía también en mente dos hechos coyunturales. Decidió secuestrar a dos soldados israelíes en el momento en que el G-8 iba a tomar decisiones sobre el programa nuclear iraní y cuando se estaba planteando con mayor intensidad la cuestión del mantenimiento de su milicia armada. Las llamadas al desarme de Hezbollah se hacían más apremiantes tanto en el interior de Líbano como en el plano internacional. Así que Hezbollah ha aceptado a sabiendas el riesgo de desencadenar una nueva guerra, en la cual se ve sumido ahora en contra de su voluntad Líbano entero en el preciso momento en que el país de disponía a vivir un apacible verano con cierto aire de prosperidad recobrada. Y así Líbano está otra vez hundido en el infierno, justo cuando empezaba una temporada turística que se anunciaba prometedora.
Aunque la responsabilidad de Hezbollah parece clara, aunque es probable que Siria e Irán vean todo esto con satisfacción, no es menos cierto que la reacción israelí es totalmente desproporcionada. No cabe duda de que Israel tiene el derecho de responder al secuestro de sus soldados, como cualquier país. No cabe duda de que tiene derecho a la legítima defensa. Ahora bien, bombardear un país, sus infraestructuras, sus puertos, su aeropuerto, a su población civil; someter al bloqueo a un país, todas esas cosas constituyen actos de guerra de una gravedad excepcional. La acción militar israelí sólo puede ir acompañada de la muerte de numerosos civiles, sobre todo porque los bombardeos no se realizan únicamente en la zona de influencia de Hezbollah, sino en todo Líbano. Y es todo Líbano el que se ataca para hacer presión sobre Hezbollah.
Si los israelíes se indignan con la réplica de Hezbollah sobre Haifa y la muerte de civiles israelíes, harían bien en reflexionar sobre el modo en que pueden ser percibidas sus propias acciones. Es verdad que numerosos libaneses reprochan a Hezbollah haber tomado la iniciativa del enfrentamiento, pero son las acciones israelíes las que provocan los daños materiales y humanos que padece el país. Es la violencia de la reacción militar masiva israelí la que crea víctimas civiles. Asimismo, no deja de parecer como mínimo paradójico que Israel afirme querer con su acción militar aplicar la resolución 1559 que prevé el desarme de Hezbollah.
No estamos acostumbrados a ver que Israel tenga tanta prisa en relación con el respeto de las resoluciones de las Naciones Unidas.
El ejército israelí considera que la fuerza está a su favor y que es el único idioma que comprenden sus adversarios. Esta filosofía ha conducido en el pasado a numerosos desengaños. Sin embargo, Israel se beneficia, si no del apoyo, al menos del silencio cómplice de la comunidad internacional. Rara vez ha parecido tan grande la impotencia de los dirigentes del G-8, supuestamente considerados un directorio mundial. Éstos se han contentado por ahora con declaraciones verbales absolutamente platónicas y sin ningún efecto práctico. Es difícil imaginar a las grandes potencias exhibiendo la misma actitud negligente en el caso de que Israel sufriera los bombardeos de que es víctima Líbano.
Todo esto seguirá alimentando el reproche del doble rasero tantas veces subrayado en Oriente Medio, y no sin razón. Está claro que Estados Unidos, pero también los europeos, no vería con desagrado que Israel lograra sus fines y acabara definitivamente con Hezbollah.
La cuestión es saber si este objetivo es realizable a corto plazo y qué precio van a pagar Líbano y la región en su conjunto por esta nueva guerra. No hay que olvidar que la aparición de Hezbollah se remonta a la primera guerra de Líbano, a principios de la década de 1980. ¿Qué podrá resultar de ésta?
Fueron muchas las esperanzas suscitadas por la llegada al Ministerio de Defensa del laborista Amir Peretz, dirigente sindicalista. Por una vez no ocupaba ese cargo un antiguo general. Por desgracia, no parece tener control político sobre la acción militar, da la impresión de que no dirige el ministerio y que el ejército decide por su cuenta.
El lenguaje de la fuerza no conduce a nada, salvo a acrecentar el odio y alimentar razones para futuros enfrentamientos. La provocación de Hezbollah, la reacción desproporcionada israelí y la impotencia voluntaria de las grandes potencias forman un cóctel extremadamente peligroso.
**director del Instituto de Relaciones Internacionales y Estratégicas de París. Traducción: Juan Gabriel López Guix
Publicado en La Vanguardia, 23/07/06

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