12 feb 2007

No sólo debe serlo sino parecerlo

  • La verdadera mujer del César/Pedro J. Ramírez, director del periódico El Mundo
Tomado de EL MUNDO, 11/02/2007);
Estamos en Roma en el otoño del año 62 antes de Cristo. Ha anochecido pronto y la oscuridad exterior contrasta con la iluminación de la residencia del Pontifex Maximus y pretor durante ese año. Allí suena la música y las viandas circulan en manos de diligentes esclavas bajo los techos engalanados con hojas de parra. La anfitriona de la fiesta se llama Pompeya y ha ido recibiendo a sus invitadas bajo la atenta mirada de su suegra Aurelia. Poco antes, el dueño de la casa, Cayo Julio César, la ha abandonado con toda solemnidad. Y, por una vez, no porque prefiera pasar la noche en brazos de Servilia o alguna de sus otras amantes, sino porque lo que se celebra es la fiesta de la Buena Diosa y en ese ritual, al que asisten las Vírgenes Vestales, está estrictamente prohibida la presencia contaminadora de los hombres.
De repente, una sombra furtiva y embozada llega hasta una puerta convenida y, con ayuda de Hebra, criada de confianza de Pompeya, se desliza hacia el interior del recinto. Hebra va en busca de su ama y, como quiera que tarda en encontrarla, la sombra furtiva y embozada se cansa de esperar y comienza a deambular por la fiesta, haciéndose pasar por tañedora de arpa. Pronto la rodean otras músicas e insisten en que se libere de sus ropajes y se ponga a tocar con ellas. Tras un tira y afloja, la sombra furtiva y embozada trata de explicar que no está disponible porque aguarda a una persona, pero aunque intenta impostar un timbre de falsete, su voz, finalmente, le delata. «Al punto, una de las sirvientas echó a correr con un chillido hacia la luz y la concurrencia, gritando que había visto un hombre», relata con gran vigor narrativo un prometedor reportero llamado Plutarco.
Haciendo una exhibición de serenidad y tacto, Aurelia tomó el control de la situación. Mandó recoger todos los elementos del culto a la Buena Diosa, ordenó cerrar todas las puertas y encabezó la búsqueda a la luz de los candiles, habitación por habitación. En la de Hebra encontró escondido a Publio Clodio Pulquer ( hijo de Apio Claudio Pulcro y de Cecilia Metela Baleárica).
Era un joven cuestor -cargo electo similar al de fiscal- de aspecto atractivo y aniñado. Según algunas versiones, se trataba de un amante de Pompeya; según otras, de un mero aspirante a serlo. A la mañana siguiente, toda Roma conocía los hechos y especulaba con la pena que recaería sobre el sacrílego tan pronto fuera sometido al correspondiente juicio. A los pocos días, César, haciendo uso unilateral de una de las más arraigadas tradiciones romanas, transmitió a Pompeya la consigna del divorcio, tan elocuente ayer como hoy: «Tuas res tibi habeto». O lo que es lo mismo: «¡Llévate tus cosas de aquí!».
Todo parecía estar muy claro, y la condena de Clodio, contra el que se alzaban ya la voz implacable de Catón y los razonados argumentos de Cicerón, se daba por segura. Sin embargo, para estupor general, cuando César compareció ante el tribunal declaró que no tenía ninguna acusación que formular contra Clodio y que desconocía por completo los hechos que se enjuiciaban. Ese testimonio y una equilibrada mezcla de intimidaciones y sobornos, bien distribuida entre los jueces, desembocaron en un inaudito veredicto absolutorio.
Fue cuando le preguntaron por qué se había divorciado entonces de Pompeya, cuando el ambicioso pretor pronunció la que habría de convertirse en una de las frases más famosas y repetidas de los próximos dos mil años. Una frase que todo el mundo repite, pero cuyo origen casi nadie conoce. Según la espectacular biografía de Adrian Goldsworthy sobre el gran estadista romano que La Esfera de los Libros publicará este otoño en España, su expresión literal fue: «La mujer de César debe estar por encima de la sospecha». Lo cual supone una ligera variación sobre la más sutil y probablemente precisa versión de Plutarco: «La mujer de César no debe estar ni siquiera bajo sospecha».
Es, de hecho, ese «ni siquiera» el que terminó engendrando la popularización del dicho, a través de una fórmula que venía a fustigar el libertinaje a la vez que a rendir tributo a las apariencias: «La mujer del César, además de ser honrada, debe parecerlo». Al margen de que la contracción entre la preposición y el artículo que une la segunda y la tercera palabra revela que para entonces la leyenda del dictador asesinado durante los idus de marzo ya había convertido su patronímico en denominación genérica de quien ejerce el poder, ha llegado el momento de señalar que, aunque exigía que lo pareciera, a César no le importaba que su mujer fuera o no honrada. O, para ser exactos, le importaba mucho menos que otros valores que estaban en juego durante el proceso contra Clodio.
Según Goldsworthy, «toda la carrera de César estuvo basada en tratar de ganar amigos, antes que en destruir enemigos». Sin duda, porque lo uno era requisito imprescindible para poder afrontar con éxito lo otro, añadiría yo. El caso es que el barbilampiño Clodio era la estrella ascendente de un sector del llamado partido de los «populares» -al que en términos actuales habría, paradójicamente, que describir como una especie de oposición de izquierdas al partido aristocrático-, y para César tenía mucha mayor prioridad conseguir que le debiera un favor que obtener la reparación de una afrenta o, no digamos nada, que hacer resplandecer la verdad y triunfar la justicia.
Como Pontifex Maximus, abogado y juez en ejercicio César tenía, en todo caso, la suficiente intuición y experiencia como para imaginar de qué lado iba a decantarse el pleito. Y puesto que, a pesar de que los nuevos cónsules habían proporcionado una escolta especial a los magistrados, él estaba convencido de que el tribunal no se resistiría ni a los palos ni a las zanahorias de los partidarios de Clodio, más valía acudir en auxilio del vencedor antes de que éste se diera cuenta de que lo era. Carcomido ya por la sensación de que a sus 38 años seguía estando demasiado lejos de sus metas, César no desaprovechó, pues, la posibilidad de ganar un aliado que le fue muy útil durante el resto de su carrera. En el momento en que, en medio de un gran escándalo, se hizo público el veredicto absolutorio él ya estaba camino de la Hispania Ulterior para hacerse cargo de su gobierno provincial y emprender una enérgica campaña contra la práctica de los sacrificios humanos, común entre sus bárbaros moradores. Por cierto, que sería un año después, durante el viaje de regreso, cuando dejaría pasmados a sus acompañantes proclamando que antes preferiría ser el jefe de la pequeña aldea alpina en la que habían recalado que conformarse con ser el número dos en Roma. O César o nada.
La última vez que en España se ha recurrido con insistencia a la, como vemos, distorsionada reflexión sobre el ser y el parecer de la mujer del César ha sido con ocasión del debate sobre la recusación de Pérez Tremps. Por fortuna, la apariencia de imparcialidad de los jueces es un valor jurídicamente mejor protegido en nuestra época de lo que en tiempos de los romanos lo eran los derechos y la reputación de las mujeres. El desenlace del incidente en el Tribunal Constitucional no dependía, por lo tanto, de una decisión tan subjetiva como la consumación unilateral del divorcio, poniendo a la sospechosa de patitas en la calle en compañía de sus enseres, sino que se trataba de aplicar con rigor procesal las causas de abstención tasadas en la Ley Orgánica del Poder Judicial. De ahí que, estando minuciosamente documentada la colaboración del magistrado con la Generalitat y su repercusión concreta en el Estatuto catalán sobre el que pronto tocará deliberar y resolver, lo prodigioso no sea que una mayoría de seis miembros del Tribunal haya decido apartarle del caso, sino que una notable minoría de cinco de sus compañeros -incluida la presidenta- haya votado en contra.
Para Zapatero, la eliminación de Pérez Tremps del debate de los recursos al Estatuto catalán ha sido un suceso tan inesperado y desagradable como para César lo fue el de la noche de la fiesta de la Buena Diosa. ¿Quién le mandaría a este tío dejarse llevar al huerto de la Generalitat y, encima, hacerlo con tan poca astucia como para permitir que le pillaran in fraganti? Aunque sea por 6-5, a él ya le han resuelto el problema de las apariencias, pues el divorcio ha venido impuesto por el órgano jurisdiccional competente. Pero ahora se encuentra, como César, con la disyuntiva de comportarse con coherencia respecto al fondo del asunto o, por el contrario, hallar la manera de compensar en el altar de la real politik esa inevitable concesión a las formalidades superficiales del sistema.
Mucho me temo que Zapatero también está a punto de decantarse a favor de Clodio, es decir, del nacionalismo catalán; es decir, del Estatuto; es decir, del tripartito como opción A y de la sociovergencia en la recámara a modo de opción B. El precio a pagar no será en su caso el perjurio del falso testimonio, pero se le parecerá bastante y, desde luego, situará al Constitucional en la misma senda del descrédito por la que debió transitar el tribunal de la República romana. La estratagema que el presidente, o al menos alguien con su visto bueno, ya ha empezado a promover está claramente sobre la mesa: se trataría de conseguir, en primer lugar, que Pérez Tremps quebrante su compromiso temporal con el Estado y renuncie a su plaza en el TC, haciéndose el ofendido aún más de lo que ya lo ha hecho; en segundo lugar, que María Emilia Casas se olvide de sus obligaciones institucionales y rinda un nuevo servicio a la causa gubernamental aceptando esa dimisión; y en tercer lugar, que el Consejo de Ministros se apresure a cubrir la vacante nombrando a un juez ad hoc que reequilibre la composición del Tribunal antes de que comience la deliberación estatutaria.
Cualquiera que haya leído la bien construida intervención del presidente, con motivo del número 100 de nuestra revista La Aventura de la Historia, reivindicando para España un Estado fuerte y eficaz, podría pensar que nada le convendría tanto como que el Constitucional se cepillara el Estatuto. Se juntarían así el hambre del respeto al principio del juez natural -y en este caso lo es un tribunal compuesto por 11 jueces, al que se reintegrará el duodécimo tan pronto como se entre en otro asunto- con las ganas de comer del librarse de la constricción de una norma reaccionaria que, si pasa este último fielato, nos abocará ineludiblemente a la catástrofe del confederalismo. Zapatero ni siquiera tendría que dar un paso al frente como el que hubiera requerido que César testificara contra Clodio, contando la verdad de lo ocurrido. Bastaría con que abortara el indigno fraude de ley en marcha.
Mucho me temo que no lo hará, por la sencilla regla de tres de que, como dijo la diputada del PSC Elisenda Malaret, si cae el Estatuto, cae -o al menos se tambalea seriamente- el Gobierno. Además, está la cuestión del amor propio, prurito personal o como quiera llamársele. No, todo indica que Zapatero ha decidido cubrir con un velo negro las obras completas de Pettit durante lo que resta de legislatura, como hacían en el Club de los Cordeliers con la declaración de los Derechos Humanos o el retrato de Marat cada vez que la Convención aflojaba las riendas del Terror, y encargar ese primer trabajo a su nuevo dóberman.
Todos entendemos ya para qué ha elegido como ministro de Justicia al infame fiscal Bermejo: se trata de dominar el Poder Judicial de igual manera que el Ejecutivo y el Legislativo, utilizando para ello la política de nombramientos que depende del Consejo. Con Bermejo moviendo los hilos, se va a enterar el PP de lo que vale un peine en sede judicial tan pronto como se produzca la renovación del CéGéPéJota en detrimento de la actual mayoría conservadora. Pronto veremos a nuestros populares lamentarse de aquel estúpido pacto por la Justicia que, en tiempos de Michavila -¡y teniendo mayoría absoluta!-, implicó renunciar al restablecimiento del sistema de elección de vocales inicialmente previsto por la Constitución. Sin esa válvula de seguridad que reforzaba la independencia judicial, dejando la mitad del Consejo en manos de los propios jueces, y blindándolo por lo tanto frente a los avatares políticos, una segunda legislatura con Zapatero en La Moncloa, hipotecado de nuevo por los nacionalistas, y la Justicia teledirigida por Bermejo, bajo la supervisión de su gran padre padrone, el vicepresidente de facto Cándido Conde-Pumpido, puede desembocar en un clima de arbitrariedad y acoso a la disidencia, en una involución democrática en suma, que ríete tú de las proscripciones de Sila.
¿Tiene algo que ver esto con la «democracia bonita» que siempre ha prometido y algunas veces practicado Zapatero? Naturalmente que no, pero la política siempre se las arregla para cruzar el trecho que separa lo legal de lo conveniente. Le basta con cubrir la formalidad de las meras apariencias, gobernando con mano firme la indecisión de las conciencias. Cuando los jueces romanos absolvieron a Clodio, dando por hecho que aquella noche no había estado en casa de César, su única obsesión fue encontrar un amanuense que redactara la sentencia con letra irreconocible para que nadie tuviera que responder personalmente de ella. ¿Veremos también algún día a nuestros tribunales -empezando por el Constitucional- dar ese paso que transforma una Justicia ciega en una Justicia enmascarada porque es el mismo que media entre el Derecho y el bandidaje?
¡Quién nos iba a decir que el promotor del Pacto Antiterrorista sería su destructor y que el que ordenó nada más llegar a Ferraz dejar de pagar a los abogados de los jefes de los GAL nombraría a Bermejo ministro de la cosa! ¡Ay de los ingenuos! Una vez más vuelve a demostrarse que la verdadera mujer del César no es ni la Libertad, ni el Progreso, ni la Justicia, sino el Poder.

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