¿Pecado original?/Pedro Larrea
Tomado de EL CORREO DIGITAL, 21/06/2007;
Miles de palestinos precariamente instalados en suelo libanés se ven obligados a deambular nuevamente por la región en busca de su penúltimo asentamiento. La violencia interminable que asuela día tras día los territorios de Oriente Próximo opera como una densa cortina que esconde la penosa suerte de millones de refugiados palestinos que debieron ceder su hogar a unos nuevos ocupantes llegados, sobre todo, de Europa. Sólo algunos jirones ocasionales, como los provocados por los recientes bombardeos en el Norte de Líbano, devuelven la visibilidad a tan espantosa tragedia. Ahora bien, existe el precedente reiterado de que hurgar en su origen implica ser tachado de antisemita y acusado de utilizar el mito del pecado original con la torva pretensión de criminalizar la creación del Estado de Israel para, a partir de ahí, deslegitimar todas sus políticas ulteriores.
El cuestionamiento de los acontecimientos fundacionales del nuevo Estado no es, sin embargo, privativo de ámbitos no judíos. ‘El pecado original de Israel’ es el título de una obra que recoge los trabajos de los ‘nuevos historiadores’ israelíes. En un ejercicio de difícil honestidad intelectual, y en pugna con la historiografía políticamente correcta, han tratado de reconstruir los sucesos de 1948, con atención especial a un hecho primordial, la expulsión de los palestinos, negado por la verdad oficial, que rechaza que existiese tal operación de limpieza étnica: Palestina era una tierra sin dueño necesitada de un pueblo sin tierra; los palestinos se retiraron de sus aldeas voluntariamente; no existía un pueblo palestino como tal sino un pueblo árabe; no hubo refugiados sino árabes deficientemente asentados por sus compatriotas; los palestinos, por último, estaban obligados a ceder sus derechos sobre la tierra, de buen grado o por la fuerza, ante una causa moralmente superior, como es la supervivencia del pueblo judío.
El quebrantamiento del código oficial de silencio y tergiversación impuesto durante más de cincuenta años empieza a rebasar los muros académicos. En los medios políticos de la derecha se expresa ya sin rubor el pensamiento de Jabotinsky, cuya crudeza y cínica sinceridad parecería más pudoroso ocultar. Mentor ideológico del Likud y de Sharon, su pragmatismo extremo se apoyaba en tesis elementales: el pueblo judío tiene un derecho indiscutible a la tierra palestina, lo mismo que el árabe; inevitablemente se ha de optar por defender uno u otro; y puesto que al autóctono no le agrada que ocupen su territorio, por razones psicológicas obvias, resulta obligado acudir a la violencia. Sólo con un ejército superior en fuerza podrá alcanzarse algún acuerdo satisfactorio; a fin de cuentas, todos los Estados son producto de la colonización. En consecuencia, la creación del Estado judío está moralmente justificada; y, al contrario, todo acto de negación o resistencia es inmoral.
Uno de los signos distintivos de la identidad cultural israelí es el uso de la moral como categoría política. A la justificación religiosa de la ocupación de una tierra adjudicada por Dios al pueblo elegido (cada vez más compartida por cierta izquierda sionista), se añade como argumento igualmente definitivo el clamor universal de que la Shoa no se repita, es decir, el derecho del pueblo judío a sobrevivir y a disponer de un hogar nacional seguro. De estas urgencias morales brota una cascada de razones lógicas que moralizan a su paso toda la praxis sionista: la constitución de un Estado, precisamente judío y precisamente en Palestina, es moralmente necesaria, como morales son la limpieza étnica, la formación de un ejército poderoso que la avale y la ejecución de unas operaciones militarmente eficaces. La manida expresión de ‘la pureza de las armas’ acuñada por el ‘establishment’ israelí sintetiza el mensaje de que el Ejército israelí es el más noble, puro y moral del mundo.
Dejando a un lado la funesta manía divina de crear partidos, encabezar ejércitos y elegir pueblos, vayamos con la moral. La moralidad no es un ‘a priori’ que otorgan ni las leyes de la historia ni el estatuto de víctima, por más abyecto que haya sido el crimen padecido; sino una trabajada cualificación que las acciones humanas han de merecer. Y en este plano, la campaña militar desencadenada para la ocupación de la tierra palestina no fue precisamente un ejemplo de moralidad: a la injusticia de su consecuencia central, la expulsión del autóctono, como ya previno horrorizada la ‘traidora’ Arendt, hay que sumar otras gravísimas inmoralidades, gratuitas unas y ‘necesarias’ otras: acciones terroristas que la victoria convirtió en heroicas y a sus autores en respetables estadistas, aldeas masacradas, expolio de bienes, amenazas para forzar la huida de los palestinos… Y otra vez la ocupación ilegítima de tierras tras la guerra de 1967, con los devastadores efectos denunciados por otro ‘traidor’, Primo Levi.
Pero por burda que sea la apelación a la moral para racionalizar y legitimar el crimen, tampoco es éste el punto crucial de la cuestión. Enseñó la Ilustración que la convivencia entre los humanos, tanto entre individuos como entre naciones, ha de regirse conforme a las reglas del derecho (objetivadas y formalizadas en leyes) y no según criterios religiosos o morales. Bajo este prisma conviene recordar que el Estado de Israel no se atuvo en su creación a lo ordenado por la ONU, que ha incumplido sistemáticamente sus resoluciones, y que tal ninguneo del derecho y de los organismos internacionales ha sido posible gracias al aval de Estados Unidos. Que la vieja Palestina se haya convertido en una tierra ’sagrada’ al margen del derecho internacional no habría sido posible sin la anuencia de quien ejerce como dueño y señor del planeta. Así que EE UU e Israel son dos Estados situados por encima de los miserables encorsetamientos del derecho, que supeditan a la lógica de la fuerza; eso sí, de una fuerza ‘moralmente’ practicada, como corresponde a dos pueblos ‘elegidos’ y democráticos, esto es, a dos pueblos plenamente morales.
Los acontecimientos de 1948, más que ‘pecado original’, fueron el enésimo y torpe eslabón de un fenómeno criminal, el antijudaismo, nacido en Europa y que Europa fue incapaz de resolver. Que el conflicto se trasladara a suelo árabe y su solución pasara a manos norteamericanas no puede hacernos olvidar la génesis, naturaleza y evolución genuinamente europeas del problema. La ’solución sionista’ fue, ya desde su planteamiento, una de las grandes contradicciones de la Ilustración europea. Ante un problema que tenía que haberse resuelto ‘en casa’, prevalecieron los viejos tics colonialistas, tan familiares al viejo pensamiento ilustrado decimonónico, incluidos el desprecio hacia el árabe y la retórica civilizatoria, y se emprendió una de las mayores obras modernas de ingeniería étnica, llena de horror y muerte. Hoy, una hipotética vuelta de los refugiados a su tierra natal -apunta Amos Oz, otro judío bajo sospecha- significaría el fin de Israel.
Tal vez algunas de las herramientas necesarias para la paz deban buscarse en ‘kits’ distintos de los ilustrados: el pragmatismo, el empleo de lógicas abiertas, el cuestionamiento de las certezas propias, la renuncia a los hechos consumados, la aceptación del ‘otro’, la memoria histórica, la reconciliación y el perdón. Pero nunca será posible la paz sin el reconocimiento de los dos Estados, en los términos previstos por Naciones Unidas. Y aquí es donde la voz de la Ilustración ha de hacerse oír, proclamando la primacía del derecho, cuyo acatamiento incondicional obliga a todos, judíos y árabes, norteamericanos y europeos.
Ego sum qui sum; analista político, un soñador enamorado de la vida y aficionado a la poesía.
22 jun 2007
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