18 ene 2008

La opinión de Shlomo Ben-Ami

Los árabes inventanla república hereditaria/Shlomo Ben-Ami, antiguo ministro de Exteriores de Israel, es vicepresidente del Centro Internacional de Toledo para la Paz.
Publicado El País, 01/17/2008;
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
El problema de la sucesión en las repúblicas árabes laicas pone de relieve las circunstancias en las que abordan la transición a una fase post-revolucionaria, porque la sucesión en los regímenes que no construyen instituciones fuertes siempre tiene el peligro de desencadenar una crisis del sistema. Aunque la decisión de algunos de recurrir a la sucesión dinástica parece poco democrática, no carece por completo de ventajas. Se puede decir que equivale a escoger la modernización económica, el fin de la política del conflicto y, con el tiempo, un cambio político positivo.
Los años de autoritarismo represivo respaldado por Occidente han cortado de raíz cualquier posibilidad de desarrollo de una alternativa liberal a los regímenes árabes existentes y han convertido la celebración repentina de unas elecciones en un peligroso ejercicio de democracia islámica.
Una democracia que produce Gobiernos dirigidos por Hamás, Hezbolá o los Hermanos Musulmanes tiene que ser inevitablemente antioccidental y oponerse a un “proceso de paz” con Israel de inspiración estadounidense.
Siria ya ha intentado garantizar la continuidad del régimen mediante una sucesión hereditaria y casi monárquica, entre Hafez el Assad y su hijo Bashar. Existen señales de que Egipto va a imitar su ejemplo y el hijo de Hosni Mubarak, Gamal, heredará el poder. En Libia, a Muammar el Gaddafi puede sucederle su hijo Seif el Islam. Estos regímenes nacionalistas laicos, salidos de revoluciones militares, no han sabido dotarse de una genuina legitimidad popular y han tenido que recurrir a las tradiciones de sucesión dinástica que practicaban los regímenes que derrocaron.
La importancia de la sucesión hereditaria en la búsqueda de la paz y la estabilidad quedó patente cuando Hafez el Assad aprobó unos gestos de buena voluntad sin precedentes con el fin de arrastrar al Gobierno israelí de Ehud Barak a un acuerdo de paz. El Assad, un hombre viejo y enfermo, que iba a morir meses después, actuó con el deseo urgente de lograr un acuerdo que liberara a su hijo inexperto de tener que luchar por la recuperación de los Altos del Golán.
Bashar Assad se mantiene fundamentalmente leal al legado de su padre. Del mismo modo que las políticas nucleares desafiantes de Corea del Norte e Irán, la pertenencia de Bashar al “eje del mal” de la región es un llamamiento a negociar con Estados Unidos, no una invitación a la invasión, y a lograr un acuerdo con Israel, no a entrar en guerra.
En Egipto, Mubarak ha dado la espalda a la retórica de la revolución de Gamal Abdel Nasser y sus grandiosos planes estratégicos. El punto central de su pen
samiento es la estabilidad. De ahí que no pudiera aceptar los extraños planes de Estados Unidos para promover la democracia. Pero sí estuvo más que dispuesto a encabezar el apoyo diplomático árabe a la conferencia de paz de Annapolis. Al fin y al cabo, la pasión que suscita la situación de los palestinos entre los egipcios es una fuente de inestabilidad muy peligrosa.
La sucesión de Mubarak está llevándose a cabo de una forma especialmente elaborada. La ascensión de su hijo, a diferencia de la de Bashar en vísperas de la muerte de su padre, no está nada clara. Sin embargo, al permitirle que adquiera legitimidad popular y una gran aceptación dentro del aparato político, como motor de los preparativos del partido para la era post-Mubarak, se está dando a Gamal la situación estratégica necesaria para competir a la hora de la verdad por la presidencia.
Muchos le atribuyen el mérito de haber establecido las prioridades del país y ser el motor de las reformas económicas liberales que, desde 2004, han supuesto un salto cualitativo para la economía egipcia. Es posible que, como dicen los detractores del presidente Mubarak, el titubeante proceso de democratización refleje el intento de obstaculizar a todos los posibles rivales de Gamal. Pero con el declive del nacionalismo laico y el ascenso del islamismo, el poder electoral oculto de los Hermanos Musulmanes representa una amenaza mortal para el régimen y su alianza estratégica con Occidente. Por consiguiente, el régimen se niega a correr riesgos.
Tampoco la decisión de Muammar el Gaddafi de dejar de ser un paria internacional está completamente desvinculada de su deseo de legar a su hijo un Estado que viva en paz con el mundo. Su desastroso historial en materia de derechos humanos no ha cambiado, pero el extravagante Guía de la revolución ha dejado de coquetear con las armas de destrucción masiva y el terrorismo mundial a cambio del fin de las sanciones y la rehabilitación internacional. Gaddafi, un hombre enfermo cuyo poder se enfrenta a adversarios islamistas en su propio país, ha decidido que el ostracismo internacional y los problemas internos eran una combinación demasiado explosiva para su hijo, un playboy malcriado.
Argelia es un caso especialmente difícil. El presidente Abdulaziz Buteflika debe idear todavía una sucesión que acabe con la guerra civil en su país. La democracia plena podría desembocar en una victoria de los islamistas, como sucedió en 1991.
La transición a la democracia en los viejos regímenes árabes revolucionarios no seguirá un modelo occidental, ni pueden imponerla los F-16 estadounidenses. Pero, como quizá indican países como Egipto, Siria y Libia, la sucesión hereditaria no es un paso intrínsecamente reaccionario. Al contrario, significa escoger una transición controlada a una fase post-revolucionaria en la que la modernización económica y la integración internacional tal vez anuncien un cambio político más amplio en el futuro.

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