15 mar 2008

Annapolis

Rescatemos Annapolis/Shlomo Ben-Ami, ex ministro de Exteriores de Israel y vicepresidente del Centro Internacional de Toledo para la Paz.
Publicado en El País, 14/03/2008;
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia
Las conversaciones de paz entre israelíes y palestinos que comenzaron hace tres meses en Annapolis no sufren por falta de ideas sobre cómo abordar las cuestiones fundamentales del conflicto. Tras años de intentos frustrados de llegar a un acuerdo, y con docenas de planes de paz, tanto oficiales como extraoficiales, a disposición de los negociadores, queda poco margen para la creatividad.
El problema fundamental reside en otros factores: en la pobreza de los dirigentes y la fragmentación de la política palestina. El único hombre que habría podido lograr un acuerdo de paz basado en una solución de dos Estados que los palestinos pudieran considerar legítimo, Yasir Arafat, se llevó la legitimidad consigo a la tumba.
El presidente Mahmud Abbas nunca ha sido una figura que inspire a los palestinos. Al perder Gaza en beneficio de Hamás, su peso político ha disminuido todavía más. Es más, Abbas no controla ni siquiera a las milicias de su propio partido, Al Fatah, que son incluso más activas que Hamás a la hora de llevar a cabo atentados terroristas contra Israel. El Gobierno de la Autoridad Palestina en Cisjordania habría caído hace tiempo si no fuera por las incursiones israelíes diarias contra Hamás y Al Fatah en zonas controladas por Abbas.
A lo largo de la historia, los movimientos nacionalistas, formados casi siempre por alas radicales y alas pragmáticas, han tenido que escindirse para alcanzar la Tierra Prometida. El consenso es la negación del liderazgo y, con frecuencia, una receta para la parálisis política.
El sionismo es un buen ejemplo. Si en 1947 el partido ultranacionalista Irgún, de Menahem Begin, se hubiera unido con el pragmático Mapai, de Ben Gurion, los sionistas habrían rechazado la partición de Palestina y Ben Gurion no habría podido proclamar el Estado judío en mayo de 1948.
Por supuesto, ésta no es una lección que haya que elevar a la categoría de dogma. En el caso palestino, con la falta de una dirección como la que representaba Arafat, el ala radical, Hamás, no puede quedar al margen del proceso para crear el Estado palestino. Además, a diferencia del caso de Israel, en Palestina el ala radical representa a la mayoría democrática, porque salió victoriosa de las elecciones celebradas hace dos años.
El resultado es que la cuestión que domina el discurso israelí hoy en día es si hay que invadir o no el territorio de Gaza, que controla Hamás. Israel, encerrado en una parálisis conceptual que él mismo se ha creado y que no deja margen para una solución que no sea militar, se niega a comprender que los lanzamientos de cohetes de Hamás contra el territorio israelí no pretenden arrastrar a Israel a una invasión, sino que quieren establecer un nuevo elemento disuasorio que obligue a Israel a aceptar un alto el fuego (tahdiye).
Es iluso pensar que los representantes del lado palestino que participaron en todo el desacreditado proceso de Oslo siguen contando con la legitimidad popular necesaria para obtener el apoyo a un compromiso con Israel que exigiría dolorosas concesiones sobre aspectos cruciales para el espíritu nacional palestino.
Tampoco está claro, en absoluto, que una gran invasión de Gaza pueda acabar con los ataques contra Israel. Hamás, con ayuda de Irán, está llevando a cabo un proceso de hezbolización. Sus unidades ya no son meras células terroristas; son unidades de combate muy bien entrenadas y equipadas, que lanzan sus cohetes, como los del sur de Líbano, mediante temporizadores y desde una especie de silos subterráneos.
La traumática experiencia de la guerra de Líbano en 2006 ha hecho que los dirigentes israelíes desconfíen de otra guerra asimétrica en la que nunca sea posible declarar una victoria clara y la aritmética de la sangre tenga necesariamente que convertir las víctimas de la fuerza superior, Israel, en una crisis interna.
Israel debe cambiar su objetivo estratégico en Gaza, dejar de centrarse en derrocar a Hamás y, en cambio, tratar de rescatar el proceso de Annapolis y la última oportunidad de lograr una solución de dos Estados. Para ello es preciso no sólo un alto el fuego con Hamás, sino también la vuelta a un gobierno palestino de unidad nacional, que es el único capaz de ofrecer al proceso de paz la crucial legitimidad de la que hoy carece. Sin la resurrección del acuerdo de La Meca, que situó a Hamás y la OLP en un gobierno de coalición, ni Hamás puede aspirar a asegurar su control de Gaza ni la OLP puede proporcionar un acuerdo de paz con Israel.
La idea, tan querida para los arquitectos del proceso de Annapolis, de que lograr la paz es posible sólo si se abre una brecha entre los “moderados” y los “extremistas” palestinos es un error. Un gobierno palestino de unidad nacional no impediría el acuerdo, por la sencilla razón de que los moderados que negocian ahora con Israel, en cualquier caso, tienen que buscar un acuerdo del que los extremistas no puedan decir que es una traición. Por tanto, las diferencias entre las posiciones de los palestinos en las negociaciones actuales y las que puedan sostener cuando se restablezca un gobierno de unidad serían mínimas.

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