19 ene 2009

El profesor Reyes Mate

La herencia del olvido/Reyes Mate, es profesor de Investigación del CSIC y autor de Medianoche en la historia.
Publicado en EL PAÍS (www.elpaís.com), 18/01/09;
La admisión a trámite por la Audiencia Nacional de la querella contra el asesinato de los jesuitas de El Salvador, hace 20 años, es el último episodio de un pasado que se niega a desaparecer. Su presencia incomoda a los responsables políticos salvadoreños, que se han apresurado a denunciar lo desestabilizador del caso, igual que los desaparecidos cuestionan la democracia en Argentina o los muertos en las cunetas españolas, la transición política. Son todos casos diferentes, pero tienen en común la resistencia del pasado vencido a darse por satisfecho con lo que la historia ha hecho con ellos y con lo que ha sido de la política que les ha sobrevivido.
Esa resistencia en el caso español es desconcertante. ¿Cómo se puede decir que haya habido olvido o menoscabo del pasado, se preguntan historiadores y protagonistas políticos, si hubo dos amnistías que fueron queridas, pactadas y celebradas por representantes de las dos Españas seculares?
Para avanzar ordenadamente en el debate actual entre defensores y críticos del uso de la memoria, habría que explicar que la memoria que ahora aflora tiene un contenido distinto al de la memoria que quedó saldada en el momento de la transición con las susodichas amnistías.
Hay que distinguir entre la memoria de los supervivientes o herederos de la Guerra Civil y la de las víctimas de la misma. Los primeros decidieron libremente clausurar un pasado fratricida. Nadie imaginaba entonces que las víctimas tuvieran algo propio que decir. Eran invisibles o mejor in-significantes. La política es de los vivos y con los muertos sólo cabía el gesto piadoso de darles honrosa sepultura. Pues bien, lo que ha cambiado desde 1979 hasta hoy es que los muertos son políticamente significativos y esto no por obra de la creencia en la resurrección de los cuerpos, sino en nombre de una nueva concepción de la justicia. Esta es la novedad. Durante siglos las teorías de la justicia nada quisieron saber del pasado. Desde Aristóteles a Habermas o Rawls, pasando por santo Tomás o Rousseau, la justicia significaba castigar al culpable o reparar el daño del afectado, pero si moría el culpable, no había justicia posible, y si había que juzgar un asesinato, se daba por hecho que la reparación era imposible. Los muertos son el pasado y con lo que ha sido sólo cabe pasar página
Eso es lo que ha cambiado en las dos últimas décadas. La reflexión sobre las víctimas del Holocausto ha colocado en el epicentro de la justicia la significación de las víctimas. Gracias a la memoria se hace presente el pasado. No cualquier pasado, sino el pasado de los vencidos (el de los vencedores siempre está presente). De esta suerte se amplía el campo de la justicia que deja de ser la búsqueda de un equilibrio entre las partes que están presentes, es decir, entre los vivos. Si esa realidad presente, pongamos la democracia española actual, tiene en su prehistoria tantas víctimas, está obligada a reconocer una deuda con el pasado. Decir que nacemos con una deuda contraída es reconocer el sufrimiento que ha jalonado su historia y la ha hecho posible. Nace así el deber de memoria que no es cosa de alemanes, sino propio de las generaciones que han tomado conciencia del precio de la historia, de la lógica violenta con la que se ha construido la realidad que ha llegado hasta nosotros.
Ese nuevo imperativo categórico tiene pues un componente político. Si queremos que la historia no se repita no basta controlar a los neonazis. Lo que procede es cambiar la lógica política que lleva a la catástrofe: que la historia progresa inevitablemente sobre víctimas. Ese cambio no se substancia sólo cambiando los sistemas totalitarios del siglo XX con democracias respetuosas con la libertad, que fue lo que ocurrió, sino también incorporando ese pasado luctuoso a nuestro presente. Éste fue el meollo del Debate de los historiadores alemanes, que se preguntaban cómo ser alemán después de la barbarie nazi. Entendían que la identidad colectiva alemana estaba marcada por ese acontecimiento. Unidos, por tanto, no por grandes gestas, sino por una responsabilidad compartida.
Nada tiene que ver esto con menoscabar la importancia de la transición. Se trata más bien de hacernos cargo de esa parte del pasado, el de las víctimas, que no quedó recogido, ni reconciliado, en la figura de las dos amnistías.

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