3 mar 2009

La ingravidez de la ley

La ingravidez de la ley/Francisco J. Laporta, catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid
Publicado en EL PAÍS (www.elpáis.com), 02/03/09;
Ya se empieza a mirar con incredulidad esa suerte de voluntarismo que exhiben las autoridades ante cualquier atropello de que se tiene noticia, sea un acto de terror, un episodio de corrupción urbanística, un desastre de tráfico o un caso de malos tratos a la mujer. Para todas las calamidades tienen la misma respuesta: sobre los responsables -repiten una y otra vez- caerá todo “el peso de la ley”. Lo que sucede es que de unos años a esta parte la ley está perdiendo peso sin que los principales interesados en mantenerla en forma parezcan preocupados por ello. Y al paso que va terminará por pesar tan poco que pueda ser considerada una entidad ingrávida.
Cuando uno es gobernante y esgrime todo el peso de la ley no está expresando sentimientos. Eso vale para el universo simbólico del poder, pero si no va acompañado de una panoplia eficaz de medios, acaba en un puro brindis al sol. Una cosa es anunciar leyes, amenazar con ellas, proyectarlas y publicarlas en la Gaceta, y otra muy distinta aplicarlas. Hace ya muchos siglos que resuena la voz sabia de Sófocles: no des órdenes que no puedas hacer cumplir. Pues bien, parecemos estar asistiendo a un incremento de prescripciones legales y admoniciones públicas que tienen algo de baladronadas jurídicas, porque no van a poder hacerse cumplir. El problema es serio, porque el cumplimiento espontáneo de la ley, que es producto de la deferencia ciudadana hacia su letra, está empezando a debilitarse a la vista de tanta frustración. Las promesas que se hacen en el mundo simbólico de la publicidad jurídica resultan fallidas en la vida cotidiana de la aplicación de la ley. Y la gente está empezando a desconfiar.
Lo más paradójico de semejante situación es que ha sido producida por la incuria de quienes tienen necesidad de la ley para llevar adelante sus programas. En efecto, todos los partidos políticos, cualquiera que sea su esfera de acción (estatal o regional), aspiran a ganar el favor de los electores con el objetivo de transformar su programa y sus ideas en normas jurídicas, en leyes. Y la paradoja es que al condescender con el estado lamentable en que se encuentra la legislación como herramienta de gobierno, están castrando sus propias posibilidades de actuar. La alternancia en el gobierno no ha servido en este punto para nada. Siempre se detecta la misma incoherencia moral: cuando se está en la oposición se demandan medidas sobre el proceder legislativo que nunca se aprueban cuando se está en el Gobierno. Todos los grupos parlamentarios exigen con gesto severo cosas que no hacen cuando gobiernan. En las Cortes Generales se prefieren las escenas de desacuerdos y broncas, cuanto más sonadas mejor, porque con ellas se excita la sinrazón del ciudadano, que es lo que la política-espectáculo persigue. Nadie se ocupa de mejorar la elaboración de las leyes ni de hacer más efectiva su aplicación porque eso no hace ruido, lleva tiempo y demanda raciocinio. El resultado es que el poder de legislar reside en dos Cámaras que carecen de los indispensables medios y resortes técnicos para hacer las cosas bien. Sí, en España se legisla rematadamente mal. Tras más de 15 años ocupándome de la ley y su impacto social creo poder afirmar que se está tornando poco a poco una herramienta normativa testimonial e inútil. Y lo que pueda pasar cuando, ante el anuncio de una nueva ley, la gente empiece a encogerse de hombros, es algo cuya gravedad es difícil de exagerar.
Tomemos, si no, como ejemplo un característico paquete de leyes del Gobierno actual: las relativas a la violencia de género, la persecución de conductores imprudentes, la ayuda a la dependencia, o la erradicación del tabaquismo. Son políticas generalmente aceptadas, aprobadas además con amplios consensos. Si se hicieran realidad en la vida cotidiana, supondrían un importante avance en las condiciones de vida de los españoles. Pero no acaban de hacerse realidad. ¿Por qué? Pues sencillamente porque ha habido que formularlas como leyes, y las leyes son en España un vehículo torpe y lento de afectar la realidad. Sus deficiencias técnicas y las enormes carencias de los órganos que han de aplicarlas hacen de ellas mandatos normativos que operan muchas veces en el vacío.
En el proceso de elaboración de las leyes aparecen siempre demagogias, presiones, ideas encontradas, intereses en conflicto, problemas de encaje en el ordenamiento, condicionamientos formales y materiales, y muchos otros inconvenientes. Pero por eso mismo es preciso reconducir en algún momento ese proceso hacia alguna institución solvente que ponga orden en el proyecto y trate de salvar las dificultades. Nosotros, lamento decirlo, carecemos de esa institución. Porque las Cortes Generales no se ocupan de tales cosas. Y por eso aparecen en la Gaceta esos engendros deformes que ha dado en alumbrar nuestro proceso legislativo. Leyes puramente simbólicas, contradictorias muchas veces, imposibles de aplicar otras, carentes de apoyo económico con frecuencia, meros deseos tantas otras, y así hasta decir basta. No exagero. Juristas de todas las convicciones están ya hartos de denunciarlo. Y tampoco atañe a este o aquel Gobierno. Todos ellos parecen pugnar por caer más y más en las politiquerías cotidianas en lugar de cultivar la altura de miras necesaria para acometer una política seria sobre los instrumentos fundamentales de la gobernación.
Y luego viene la segunda parte. Una vez que la ley está en la pacienzuda Gaceta hay que aplicarla. Y aquí simulamos habernos caído súbitamente del guindo. De pronto ha hecho eclosión en la prensa lo que todo el mundo sabía pero nadie quería saber: el lamentable estado de nuestra justicia como organización institucional. Miles de causas sin ejecutar por aquí, descoordinaciones elementales por allí, ignorancia de los más elementales criterios de organización institucional, dilaciones de años en cualquier procedimiento, ineficacia palmaria de las leyes aprobadas, episodios de sectarismo judicial, escandalosas anécdotas sobre pérdida de causas, rebelión de los cuerpos judiciales, sobrecarga insoportable de jueces y funcionarios, y una interminable lista de averías y goteras (metafóricas y reales).
Desde que se aprobó la Constitución con sus exigentes parámetros jurídicos hemos estado practicando la falacia del nirvana: pensar al legislador y al Gobierno como actores importantes pero corruptibles, dispuestos a traspasar límites, a ceder a tentaciones. A su lado, por fortuna, estaba la judicatura, a la que se encomendaba toda garantía, todo control jurídico, toda vigilancia de los valores constitucionales. Nadie estaba ya al arbitrio de ningún poder porque allí estaban los jueces. Entre unos poderes viciosos y unos jueces puros, capaces, trabajando sin límites de tiempo e información, y adornados con todas las virtudes del gran jurisconsulto, ¿quién iba a dudar? Pero resulta que eso era el nirvana; la realidad es otra que nadie, ni siquiera su famoso órgano de gobierno, ha abordado con seriedad. No es que nos salga súbitamente al paso ahora; ya estaba ahí hace demasiados años (hace ¡ocho! nada menos la llamé aquí La cuestión de Estado (EL PAÍS, 21/2/2001). Y revela su cruda verdad: una justicia administrada por juzgadores desbordados, sin apoyo económico, sometidos -sí- al imperio de la ley, pero de una ley muchas veces endeble, hueca, sin peso, ingrávida. Sin duda, un problema de Estado, pero ¿dónde están los estadistas?
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La cuestión de Estado/Francisco J. Laporta
EL PAÍS, 21/02/09;
El funcionamiento adecuado y razonable de la Justicia no es una más de las cuestiones que han de ser abordadas cuanto antes en nuestro país. Es una cuestión de Estado y una cuestión más importante que muchas otras, más importante que lo pueda ser, por ejemplo, el problema vasco o los malos tratos a la mujer. Sin restarle ni un ápice de su relevancia a cuestiones como ésas, la condición de atrofia de la administración de justicia en España es una amenaza latente que puede determinar por sí sola hasta el fracaso del orden constitucional democrático. Y es además una cuestión que suele estar en el trasfondo de la mayoría de esos otros graves problemas. Porque la solución judicial de los conflictos es algo que forma parte de los fundamentos mismos de la comunidad política moderna. Así lo expresaba Hobbes en 1651: ‘… sin la decisión de controversias no hay protección de un súbdito frente a las injurias de otro; las leyes concernientes al meum y al tuum son vanas, y en cada hombre permanece… el derecho de protegerse a sí mismo mediante su fuerza privada… cosa contraria al fin para el que se instituye toda república’. Y no se trata sólo de la tradición política autoritaria que ha podido verse en el Leviathan hobbesiano. El pensamiento liberal coincide en esto plenamente con él. Véase si no lo que escribe sólo cuarenta años después John Locke: ‘… allí donde haya dos hombres que no tengan una regla establecida y un juez común al que apelar en esta tierra para la determinación de las controversias sobre su derecho, esos hombres están todavía en el estado de naturaleza y bajo todos los inconvenientes que ello lleva consigo’. Hace ya demasiados años que se está oyendo hablar del problema en España en unos términos que sólo pueden conducir a un corolario: la administración de justicia avanza poco a poco hacia una situación parecida a ésa. Se vienen utilizando usualmente circunloquios y paños calientes con el loable propósito de no herir a los jueces que trabajan en ella; se acude a matices y se acuerdan excepciones, pero el fondo del asunto es algo que nadie tiene ya fuerza moral para negar. El atasco en algunos órdenes jurisdiccionales es ya letal, la tardanza media en resolver la mayoría de los casos viola todas las recomendaciones de la más roma prudencia y la posibilidad de predecir el resultado de un litigio es pura y simplemente ilusoria. Se nos dice además que los jueces y magistrados están tan sobrecargados de trabajo que les resulta imposible pensar en tomar sus decisiones con el mínimo exigible de calidad técnica. Los abogados afirman que no se pueden hacer escritos largos porque simplemente los jueces no los van a leer, y la improvisación y el esquematismo se están adueñando de la aplicación del derecho. Como muestra de ello, cualquier despacho dispone de un amplio surtido de resoluciones y sentencias que podrían ir a engrosar la antología del disparate. Y nadie se arriesga ya a augurar el destino de un asunto porque tal cosa pertenece a los más escondidos arcanos. Así están las cosas. Y como consecuencia de ello la conclusión no puede ser más que una: si no fuera porque la inmensa mayoría de los ciudadanos cumple espontáneamente el derecho estaríamos al borde del Estado de Naturaleza. Si por alguna circunstancia histórica insospechada se debilitara la deferencia maquinal hacia las leyes empezarían a aparecer los mecanismos de la justicia privada, es decir, la deslegitimación del orden jurídico.
Esta patología únicamente parece corregirse en casos excepcionales cuando es anulada por otra patología distinta: cuando los medios de comunicación se concentran en el seguimiento de un procedimiento judicial y montan un juicio paralelo a él, cosa que algunos hacen con lamentable frecuencia, la administración de justicia tiende a desperezarse, agilizar sus trámites y pensar en la calidad del fallo. El precio al que eso se hace no lo sabemos, pero no falta quien avise que tanto estrellato y tanto juicio de conveniencias no hace sino empeorar todavía más la situación de los otros pleitos anónimos que aguardan desde tiempo inmemorial su turno en los juzgados y tribunales.
Lo que más sorprende de todo esto es que no se valore la importancia que tiene esta situación para la vida económica y social cotidiana y que no se establezca la directa relación de causa efecto que semejante ataraxia tiene con muchos de los problemas que padecemos. Todos los días aparecen en los medios problemas serios en cuyo trasfondo está agazapado el desastroso funcionamiento de la justicia. Un ejemplo de estos días: el grave problema de la falta de vivienda convive con la existencia de miles de pisos vacíos sin alquilar. Evidentemente. Si se tarda un promedio de diez meses en desahuciar a quien no paga, la gente tiende a no alquilar, y cualquiera que alquile se rodea de precauciones porque se expone a perder la renta de casi un año. Ya va siendo hora de que algunos economistas nos pongan en la pista de lo que estas cosas significan para el funcionamiento del sistema económico. Incluso del sistema económico paleoliberal hacia el que avanzamos. Habría que recordarles a muchos que para Adam Smith nada menos que el segundo deber del soberano era precisamente ‘establecer una administración exacta de la justicia’. Ahora se habla mucho de tendencias presuntamente modernas hacia la decisión extraprocesal de los conflictos y la solución alternativa de las disputas, pero quienes no tienen poder suficiente de represalia económica sólo tienen un valedor posible: el juez. Y si el juez no existe o llega demasiado tarde, entonces su única seguridad es continuar urdiendo el viejo tejido hispano de las artes del pícaro, una malla espesa que obstaculiza la modernización, embaza las ruedas de la eficiencia económica y acaba perjudicando hasta a los mismos granujas que viven de ella.
No creo necesario aportar aquí testimonios especiales de esa realidad. En todas las aperturas del año judicial es ya cláusula de estilo lamentar la situación y hacer públicas las carencias. Sabemos ya que la jurisdicción constitucional está a punto de quedar embotada por el empleo sistemático del recurso de amparo. Y lo que se dice del orden contencioso-administrtivo no puede sino llevar directamente a la conclusión de que en este país los actos de la Administración sólo están realmente controlados por la ley debido al buen oficio de los funcionarios que los preparan. En otro orden de cosas, cuando nos enteramos de lo que uno ha podido estar aquí en prisión preventiva se nos ponen los pelos de punta, pero los que esperan fuera tampoco se libran del todo: un día sí y otro también algún individuo tiene que empezar a cumplir su condena tres o cuatro años después de haber cambiado de vida y haberse reeducado y reinsertado. Y por lo que respecta a los procedimientos en que se cuida la fluidez del intercambio económico, las cosas no van mucho mejor. Sólo hay que hablar con quienes tienen alguna deuda económica o un asunto patrimonial pendiente de una decisión judicial. La demora puede ser tan grande que todos sabemos ya que casi trae más cuenta no pagar y esperar a que te demanden. Por eso ha tenido tanto eco esa figura patética y tercermundista del cobrador del frac, que no es más que una triste metáfora del fracaso de la justicia. Hasta los documentos que se entregan en los juzgados y tribunales a efectos probatorios parecen caer en una suerte de agujero negro del que tardan años en volver a salir. Yo he conocido gente que ha tenido que hacer segundas copias en las notarías para poder seguir utilizando títulos de propiedad trabados por la oscura maquinaria.
Y mientras los problemas de fondo se tratan con la debida inanidad y somnolencia estamos todos los días dándole vueltas a los aspectos más peregrinos del asunto: que si Consejo sí, que si Consejo no, que si elección parlamentaria o elección profesional, que la asociación de éstos o la asociación de aquéllos, que si la vuelta a la carrera antes o después… Nuestros insignes representantes actuales se han pasado años manoseando políticamente al poder judicial. A la hora de gobernar, naturalmente, las cosas cambian. Ya no son tan urgentes las perentorias exigencias de antaño. Tras alentar y premiar la facundia desvergonzada, la politización y el estrellato han dejado a la mayoría de los jueces y magistrados verdaderamente profesionales como estaban o peor que estaban. La primera ministra de Justicia de la democracia no ha hecho sino callar y ceder a los intereses más rancios de nuestra judicatura. Esperemos que en su sucesor aliente al menos la intención de no hacer un papel tan insignificante.
La primera tentación a que han sucumbido muchos es la de ir enseguida a la búsqueda de algún culpable mayor: el gobierno de turno, la ‘clase política’ o los jueces perezosos. Pero esto no hace sino incrementar la dificultad del problema. Para producir una sicuación tan grave como ésta se unen una multitud de factores históricos, políticos, económicos y sociales demasiado compleja como para montar un juicio sumarísimo o una caza de brujas. Es algo imposible de aprehender con apresuramientos y simplismos. Enseguida se le ocurren a cualquiera causas tales como las carencias económicas de la oficina judicial, la exigua dotación no sólo de jueces sino de todo tipo de personal capacitado, el crecimiento exponencial del acceso a la justicia, la complejidad de los recursos y lo tupido de la red de garantías, la vetustez de nuestras leyes procesales, la morosidad en la selección de nuevos jueces, la impotencia de los colegios de abogados frente al enredador y al querulante, la crisis de las facultades de Derecho, la falta de una actitud seria ante la temeridad, la parva incorporación de las nuevas tecnologías, la escandalosa falta de calidad y control del producto legislativo que sale de las Cortes, la inestabilidad de las leyes, la carencia de educación jurídica del ciudadano medio o incluso la moda de algunas teorías jurídicas. Y seguro que en esa lista ni están todas ni están algunas de las causas más importantes. Habrá más, entretejidas con ellas y casi imposibles de discernir. Entre todas conforman un estado de cosas que precisamente por ello no es un problema más de los que tenemos entre manos un año sí y otro también, sino una auténtica cuestión de Estado en el más preciso sentido de la palabra. Algo, por tanto, no destinado a los magros y partidistas quehaceres de un gobierno de cuatro años, cualquiera que sea su persuasión. Algo que exije, y lo exije ya, un verdadero esfuerzo nacional, casi del mismo alcance que la elaboración de la propia Constitución.

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