10 mar 2009

Rayuela

La plenitud intermitente de ‘Rayuela’/ Juan Cruz
Publicado en EL PAÍS, 12/02/09;
Poco antes de morir, y murió tal día como hoy hace 25 años, en París, Julio Cortázar hizo un viaje por España, poseído por la melancolía desconsolada producida por la muerte de su última mujer, Carol Dunlop; estuvo con amigos suyos (Mario Muchnick, entre otros) en Segovia, fue abordado por guardias civiles que querían su autógrafo, y pasó por Madrid y Barcelona. En Barcelona tuvo un encuentro que él contó luego en una de las últimas entrevistas que dio, a The Paris Review. En esa anécdota cabemos todos los que leímos Rayuela.
Contaba en esa entrevista Cortázar que en el barrio gótico de la Ciudad Condal se había detenido a escuchar un concierto de una joven que cantaba como Joan Baez. Escondido en la oscuridad de la calle, harto de que le abordaran para tener su autógrafo, este hombre de casi dos metros se vio asaltado por un joven que le ofreció una torta.
-Julio, toma un pedazo, le dijo el chico.
Cortázar se hizo a un lado; era, desde que fue un chiquillo, un hombre tímido; no le gustaban las fiestas ni los saraos literarios; por no estar en ningún sitio fijo fue capaz (con Aurora Bernárdez, su primera mujer, su viuda) de renunciar incluso a los empleos fijos. Así que allí estaba, en Barcelona, tímido siempre, y enfermo, escuchando a una chica que cantaba como Joan Baez, y deseando desaparecer del camino del joven que le ofrecía el pastel. Hasta que se convenció de que debía tomarlo. Y le dijo al chico:
-Muchas gracias por acercarte y convidarme.
Fue entonces cuando el joven le dijo a Julio Cortázar lo que muchos de los que leímos Rayuela (y los cuentos, y los cronopios, y Los premios, y 62 Modelo para armar) le hubiéramos dicho en ese sitio o en el limbo si existiera y fuera el sitio donde ahora estuviera mirando:
-Pero, escucha, te di muy poco comparado con lo que tú me diste a mí.
Julio le dijo: “No digas eso, no digas eso”, y le comentó después a quien le hizo esta entrevista (Jason Weis), quizá la penúltima: “Y nos abrazamos y él se alejó. Bien, cosas como éstas son las mejores recompensas de mi trabajo como escritor. Que un muchacho o una chica se acerquen a hablarme y a ofrecerme un pedazo de torta, es maravilloso. Así vale la pena el trabajo de escribir”.
Y el trabajo de leer. En ese párrafo, que ahora parece póstumo, está la validez de Rayuela, todavía y hasta cuándo. Se hizo tópico decir, hace años, y aún ahora, que Rayuela era la novela de aquel momento; la clave de Rayuela es que no es de ningún momento; es universal, pero latinoamericana, y no tiene tiempo, es de cualquier tiempo; como dice Luis Harss (el autor de Los nuestros, un libro de finales de los años 60 donde está todo el boom que habría de venir), Rayuela es una novela “donde el tiempo se despliega como un biombo”.
En ese libro se despliega Oliveira como si fuera Cortázar, pero Cortázar es también Rocamadour, y Morelli, e incluso la Maga puede ser Cortázar. De pronto aquel tipo que vivía “hacia adentro” descubre París, lo recorre como si fuera el continente de un sueño, y se pone a escribir para romper en mil pedazos la literatura, para hacerla de nuevo. Y después vuelve a Buenos Aires, a hacer de la pesadilla y del sueño que constituyen Rayuela una marca en el agua de la literatura latinoamericana y española tal como la conocemos ahora.
¿Se puede concebir la literatura de nuestra lengua sin Rayuela? No, fue una explosión. Harss dice en ese libro que la novela provocó un huracán. Pero en todo caso un huracán consistente, cuyo rumor sigue hasta hoy, con una vitalidad que quizá se contradice con la melancolía con la que se conducen los personajes y el autor mismo.
¿Qué nos dio? Lo que nos da. Se puso de moda algunos años después de su muerte, quizá una década, dar por saldadas las cuentas con Julio Cortázar. Su lenguaje se puso en el diván de los estudiosos, y se pensó que ya los jóvenes no iban a regresar a Cortázar porque su universo se había encerrado en sus juguetes de nostalgia. Tremendo error. Aquel joven que le ofrecía un pastel de gratitud en Barcelona era un elemento más de lo que sucedería luego, cuando Cortázar abandonó el purgatorio en el que lo recluían (en España) los que eran capaces de decir que a Cortázar había que traducirlo para divulgarlo otra vez.
El asunto es que esa novela, Rayuela, que es su monumento principal, provenía de una tradición rota, la tradición latinoamericana, se encontraba con los fantasmas literarios (Lautreamont, Jarry, Poe) que habitaban ya en la mente juvenil de Cortázar, y a su vez entroncaba con Borges, con Paz, con Lezama, con Onetti, que eran sus cuates más viejos y que están rondando en ese libro, o para ser tachados o para ser queridos.
Rayuela era un manifiesto extraño. En medio de la literatura que se abría paso (Fuentes, Vargas Llosa, García Márquez), al lado del realismo mágico y de la melancólica fiereza de Onetti, o la ensoñación nórdica de Juan Rulfo, Rayuela se proponía como el motor humorístico de unas vidas que parecían no tener ni fin ni sueño. Nessun dorma: es la novela del nessu dorma. Cortázar, además, le dio una estructura que la convertía también en un juguete. La propuesta era rara pero también generosa: había que seguir un laberinto (como en Borges) para leerla, pero podías leerla como te diera la gana.
Y así, entre juegos, noches, música y melancolías, se hizo la lectura de Rayuela. Muchos de nosotros estuvimos tan subyugados por su atmósfera que deseábamos que no acabara nunca el día para que su atmósfera no se evaporara al cerrar el libro; era una novela de amor, de aventuras, un caleidoscopio feliz y también un puñetazo en el hígado. En ese libro que no me cansaré de recomendar (Los nuestros, me parece que ahora inencontrable), Luis Harss dice, cuando una afirmación así todavía era un riesgo: “[Julio Cortázar] es tal vez el primer latinoamericano que ha creado una completa metafísica moderna”. Y añadía Harss, como si él mismo fuera Cortázar, “un astrólogo que dibuja caracteres”: “Si por el momento, como todos los originales, parece estar un poco fuera de la corriente principal de nuestra literatura, podría muy bien anunciar el porvenir”.
Su pasión por Rayuela, la de Cortázar, se encontró pronto con la pasión de los lectores, y del editor. Él le escribió a su editor, Paco Porrúa, de Sudamericana, después de corregir las galeradas, las palabras que mejor reflejan qué le pasó mientras escribía: estaba leyendo. Le dijo a Porrúa, por ejemplo: “Yo mismo estoy abrumado por la ambición del libro, y por lo que en algunos momentos llega a conseguir. Es realmente uno de esos despelotes que solamente de tiempo en tiempo, no te parece”.
Era un despelote en el que muchos vieron autobiografía; él dijo que no, siempre; y aunque hay rasgos (e incluso identidades) que se han ido constituyendo como oliveiras o magas probables, e incluso morellis, lo cierto es que habría que hacerle caso a Cortázar y comprender con él que esta es una novela total, hecha por un tipo que se quería encontrar con otra vida en otras vidas. Así reacciona cuando se lee otra vez en Oliveira: “Pobre Oliveira, che”, le escribe a Porrúa. “Qué lástima me dio encontrármelo de nuevo y qué tipo formidable es. A él le tocó (sin que yo me diera cuenta hasta el final) llevar hasta sus consecuencias últimas la tentativa de Johnny Carter. Estos días ando muy habitado por Oliveira y le tengo envidia. Yo, con mi casita y mi pasar…”.
No está hecha Rayuela tan solo para ser escrita; está hecha, como otros libros grandes, para ser bailada, cantada, hasta besada, y el capítulo del beso (el famoso capítulo 7) es capital en el recuerdo adolescente de este libro hecho para volver a él por cualquiera de los caminos de sus laberintos. Veintiséis años después de aquel brindis de su joven lector en Barcelona no se me ocurre mejor homenaje de gratitud a lo que nos dejó Cortázar que volver a sumergirnos, como dice Harss, “en la plenitud intermitente de Rayuela”.

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