25 sept 2009

Friburgo

Ser y tiempo en Friburgo/José María Carrascal
Publicado en ABC, 24/09/09;
Ante la pregunta fundamental de la Filosofía, «¿Qué es?», el gran hallazgo de Heidegger fue unir el Ser único, inmutable, infinito, universal de Parménides con el ser fluente, múltiple, temporal, de Heráclito, aquél que decía que no nos bañamos dos veces en el mismo río. Platón ya lo había hecho, pero colocando las ideas puras en lo alto de la caverna, y las sombras inciertas de la realidad en la sima. Ortega también los había unido en su fórmula vital «yo soy yo, y mi circunstancia», pero sin profundizar en ella, dejándolo en cabriola literaria en vez de sistema filosófico, que sólo esbozaría en «El tema de nuestro tiempo», como tantos otros hallazgos suyos. Heidegger, por el contrario, profundizó en esa veta hasta encontrarse con el «ser en el tiempo», o sea, en la vida, con toda su riqueza y problemática. Para ello, se valió de la ductilidad del alemán, diferenciando el Sein, el Ser trascendente, del da-sein, el ser ahí, en un momento y lugar determinados, sobre los que construyó un sistema que ha dominado la filosofía del siglo XX, desde el vitalismo de Ortega al existencialismo de Sartre. Yo me permití hace ya décadas, en otra Tercera de ABC, la boutade de apuntar que tal dilema filosófico lo teníamos resuelto los españoles en nuestro idioma corriente; da-sein, ser ahí, es «estar». Lo que podría explicar la escasez de filósofos españoles. ¿A qué aplicarse en una labor metafísica zanjada ya en el lenguaje de la calle? Más, cuando se ha reprochado a Heidegger una excesiva tendencia a la filología, hasta el punto de acusársele de hacer filosofía alemana con términos griegos, aunque indudablemente fue más allá de los vocablos, en busca del último sentido de la realidad en que éstos nacieron.
En cualquier caso, no es en su universidad, la de Friburgo, al pie de la Selva Negra, donde se persigue hoy el Ser, con pasión de caza y curiosidad intelectual, como ocurría hace casi un siglo. Es varios cientos de kilómetros más abajo, en Ginebra y alrededores, donde científicos de todo el mundo montan guardia con sus ordenadores en torno a gran acelerador de partículas, el LHC, ansiosos de hallar finalmente la partícula elemental de nuestro universo, el ladrillo con que está formado, el Ser o Sein en su estado más elemental y puro. Llevan buscándolo más de cuarenta años, sin conseguir más que profundizar en la estructura del átomo. Para ello, aceleran haces de partículas subatómicas en direcciones opuestas dentro del túnel del LHC a una velocidad próxima a la de la luz, provocando choque entre ellas, que las desintegran. Entre los elementos resultantes de dicha desintegración -como de las piezas de dos bólidos que chocan frontalmente- esperan encontrar ese elemento primario de la materia que constituye nuestro universo. Hasta ahora, como digo, no lo han hallado, pero del nuevo acelerador, inaugurado hace un año, mucho más potente que el anterior, esperan localizar el evasivo elemento, al que se ha puesto incluso nombre, el bosón Higgs, por haber sido este científico británico el primero que lo predijo. Pero un año después de entrar en funcionamiento el nuevo LHC -aunque con parones por averías- el Higgs sigue sin aparecer.
Una de las muchas incógnitas que están por determinar es si el Higgs es una partícula, un campo de energía o las dos cosas al mismo tiempo. Estamos, como ven, acercándonos al nacimiento de la materia, al momento en que energía y masa se confundían, antes de emprender caminos distintos. Piensen que en la teoría oficial sobre el origen del universo, el big-bang, la expansión cósmica, el bang, ocurrió a una velocidad próxima a la de la luz, es decir, en millonésimas de segundos, lo que permite explicar la homogeneidad del universo, regido todo él por las mismas leyes, no importa la distancia sideral entre sus cuerpos.
Ahora bien, ¿y si el bosón Higgs no aparece? ¿Y si estamos ante una carrera parecida a la de los galgos y la liebre mecánica en el canódromo, en la que los primeros nunca alcanzan a la segunda por aumentar ésta su velocidad automáticamente al acercarse aquéllos? ¿Y si por más grande que sea el acelerador de partículas atómicas y más voltios que le echen, lo único que conseguimos son partículas subatómicas cada vez más pequeñas, sin llegar nunca a la última, al surgir siempre otra más diminuta y elusiva? Sebastián Haffner, con su fino olfato de observador lego en la materia, apuntó ya esta posibilidad al inaugurarse el primer acelerador ginebrino, hace cuarenta años, y al menos hasta hoy, los resultados le están dando la razón. Se han descubierto un montón de nuevas partículas, pero la elemental del universo sigue sin aparecer. Con lo que seguimos sin saber en qué consistimos.
Este «regreso» al origen de nuestro universo, desandando en los LHC el camino de su creación y desarrollo, se convertiría así en la plasmación experimental de la paradoja de Aquiles y la tortuga: por más que avanzamos en el conocimiento del núcleo atómico, nunca alcanzaremos su último componente, por descomponerse a su vez en otros menores. Posibilidad, sin embargo, que hay que descartar, como la propia paradoja, por vivir en un universo finito, donde no pueden darse las infinitas divisiones que requerirían tanto los pasos de Aquiles y de la tortuga, como de las partículas subatómicas. Tiene que haber un límite, pero, ¿es la técnica capaz de alcanzarlo? De momento, no, y lleva ya cuarenta años en ello sin conseguirlo.
Algo que nos empuja a buscar de nuevo el abrigo filosófico, a rebuscar en el «Ser y el tiempo» heideggeriano, que creíamos arrumbado por la ciencia y por la técnica. Dándonos cuenta, ya de entrada, de que los científicos apenas habían prestado atención al tiempo, tal vez por creer tenerlo bajo control, al no poder superarse en nuestro universo la velocidad de la luz. Pero el big-bang no sólo creó la materia, creó también el tiempo, que no existía antes, al menos el tiempo limitado, finito, de nuestros relojes. Ser y tiempo aparecen así estrechamente ligados en el origen del cosmos conocido. Y si no hay duda de que el Ser está compuesto de energía arracimada, tampoco la hay de que el tiempo juega un papel importante, aunque aún no bien estudiado, en su posterior desarrollo. Es ya vieja la teoría que considera el tiempo otra dimensión que añadir a las conocidas. No me extrañaría que en un futuro previsible, de no llegarse a nada concreto en los experimentos del LHC, los científicos empezaran a considerarlo un «campo», al estilo de la gravedad o el electromagnetismo, puede incluso el que campo que los une. Los filósofos ya lo han hecho, al unir Ser y Tiempo en ese escenario llamado «vida», que no es sólo biológica, sino que incluye a todos los seres existentes en nuestro universo.
La triada original de la ecuación de Einstein -masa, energía, tiempo (velocidad de la luz)- cobra así todo su sentido para los humanos y su existencia. Somos masa procedente de la energía primaria que estalló en el origen del tiempo. Cómo esa energía original se convirtió en masa sigue siendo, hasta ahora, un enigma. No, en cambio, que existimos en el tiempo, hasta el punto de poder decirse que nuestra vida nace y se acaba en él. ¿Estamos hechos de tiempo fugitivo y deleznable? Es posible, al menos en parte. En cualquier caso, todo apunta que el «ser-ahí» o aquí, el da-sein de Heidegger, es el único accesible a los humanos, al ser el único posible en nuestro limitado universo. «Estamos» en él más que «somos». Y va a ser muy difícil que podamos arrancar al cosmos infinito que se extiende más allá de las fronteras de nuestro universo, el Ser único, inmutable, universal de Parménides. Lo que no impide que 25 siglos después de él, sigamos, como Prometeo, tratando de robar el fuego sagrado de los dioses.

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