6 jun 2010

Las enseñanzas de Spiderman

Las enseñanzas de Spiderman/Gustavo Martín Garzo, escritor
EL PAÍS, 29/05/10):
Todos somos responsables de que el mundo sea como es. La baronesa Blixen solía decir que escribía o pintaba porque debía a los demás una respuesta. Responder era formar parte de la gran cadena de las causas y de las criaturas. “Responderé de lo que diga o haga; responderé a la impresión que cause. Seré responsable”. Para los que vivimos bajo la dictadura franquista, la llegada de la democracia no tenía que ver con el deseo de riqueza sino de libertad; queríamos una democracia para vivir en un mundo más noble y generoso.
La crisis económica actual hunde sus raíces en una crisis más honda de carácter moral. Hace pocas semanas, uno de los altos cargos de Google declaró sin ningún empacho que “de lo que se trata es que todos ganemos mucho dinero”. Pero hay algo que evitó decir: que somos siete mil millones de habitantes en la Tierra y no es posible que todos seamos ricos, suponiendo que eso sea lo que queremos. Claudio Magris dice que nunca el mundo ha estado más necesitado de política que ahora, y la política debe reivindicar una cultura de la mesura y la solidaridad. El problema de la crisis que sufrimos no está solo en los banqueros, ni en los especuladores, sino en la sociedad en su conjunto. Los paraísos fiscales, los sueldos desmesurados, los contratos blindados, lejos de provocar rechazo suscitan más bien la envidia general, pues hemos interiorizado de tal forma los valores de los poderosos que no sabemos vivir sin mirar por sus ojos y sin anhelar sus lujos. Hemos sustituido el Dios severo de las antiguas religiones, por otro mucho más peligroso: el Dinero.

Hace unos meses circuló por Internet un mensaje en el que se comparaba al mundo con una aldea de 100 habitantes. Manteniendo las proporciones globales, las cifras que resumirían la vida en esa pequeña aldea serían estas: habría 57 asiáticos, 21 europeos, 14 personas del hemisferio oeste y ocho africanos; 52 serían mujeres y 48 hombres; 70 no serían blancos y 30 serían blancos; 70 no cristianos y 30 cristianos; 89 heterosexuales y 11 homosexuales. Seis personas poseerían el 59% de la riqueza de toda la aldea y, de los seis, cinco serían norteamericanos. De las 100 personas, 80 vivirían en condiciones infrahumanas; 70 serían incapaces de leer; 50 sufrirían de malnutrición. Solo una tendría educación universitaria, y en esta aldea habría una sola persona con ordenador.
¿Pero las variaciones en la Bolsa, los oscuros negocios inmobiliarios, los movimientos de la especulación, los paraísos fiscales, qué relación tienen con la vida de los hombres y las mujeres de esa aldea de cien habitantes? Grandes masas de dinero cambian de unas manos a otras, dotadas de una vida tan indescifrable como caprichosa, mientras ese hombre individual y minúsculo repite las mismas acciones en su pequeña aldea: abrir su taller, ir a su oficina, llevar a los niños a la escuela, atender las demandas de sus pacientes. La economía de su país, o la del mundo entero, entra en fase de crecimiento o de recesión sin que en apariencia haya ninguna relación entre lo que ese hombre está haciendo y el que tales cambios se produzcan.
Por ejemplo, ¿cómo es posible que mientras un peón de albañil tenga que trabajar 10 horas al día para ganar un sueldo ridículo, a uno de esos especuladores bursátiles les baste con una llamada telefónica o el simple trasladar los papeles de una mesa a otra para amasar una fortuna que aunque viviera 100 años no podría gastar?
Todos recordamos la forma en que las televisiones del mundo dieron la noticia del atentado de las Torres Gemelas. Las imágenes que mostraban los edificios ardiendo, su derrumbe y su tragedia, se alternaban en las pantallas con compulsivas conexiones con las Bolsas para ver cómo se comportaba el Dinero. Pero ¿el Dinero qué es exactamente, quién decide cómo se comporta? Recuerda al antiguo Dios de las religiones monoteístas, y sus oficiantes se confunden con los viejos teólogos. Así, cuando unos días después del terrible atentado se produjo la reapertura de la Bolsa de Nueva York, a lo que asistimos fue a un acto de clara significación religiosa. El silencio, la música sacra, la sensación de estar en un lugar de fuerza inaudita, tan incomprensible como extraño y vengativo. La Bolsa era el templo y sus sacerdotes trataban de aplacar a su iracunda divinidad. Lo mejor de la cultura política de Occidente ha nacido de su empeño de regirse por la siempre prudente razón y ahora nos descubrimos volviendo al seno de un nuevo sistema religioso en que reina una divinidad no menos caprichosa e implacable que la antigua. La de ese Dinero al que solo unos pocos iniciados son capaces de comprender, y en el que parece estar contenido la posibilidad de nuestra salvación.
Hace unos años se estrenó en los cines una bonita versión de Spiderman, el héroe de la historieta de la Marvel. Un muchacho apocado recibe la picadura de una araña, y su cuerpo empieza a adquirir cualidades sorprendentes. Sus sentidos se agudizan, es capaz de ascender por paredes verticales y puede segregar hilos de sus manos. Mientras va descubriendo todo esto, se vuelve huraño y esquivo. Su tío se preocupa y habla con él. Todos los muchachos, le dice, antes o después tienen que transformarse en alguien, y hay que tener cuidado en quien lo hacen pues luego ya no podrán cambiar. Y añade: un gran poder conlleva una gran responsabilidad.
Suelo pensar en esta escena cuando veo por televisión las reuniones del G-20 y el G-8. Un niño muere cada cuatro segundos, una parte importante del mundo no tiene para comer, y epidemias espantosas como el sida asolan continentes enteros, mientras los dirigentes más poderosos del mundo se comportan como colegiales del más selecto de los clubs, y aquella imagen de Bush y Aznar con los pies sobre la mesa, tras una de esas reuniones, expresa fielmente lo que quiero decir.
No cabe ninguna duda, hay que hablar de una crisis moral, de un mundo sin honor. “El sentimiento de honor perdido, escribe Sánchez Ferlosio, no es un conflicto psicológico. El honor es una relación de lealtad con los demás”. De forma que el deshonor no es tanto “haberse fallado a uno mismo”, sino “haberles fallado a los otros”.
Para evitarlo, también nosotros, los simples habitantes de esa aldea que es el mundo, debemos asumir nuestra parte de responsabilidad en lo que sucede. ¿O es demasiado tarde y en nuestra mirada, como en la de esos nuevos héroes de las tarjetas bancarias, ya no cabe otra cosa que la complacencia y la codicia?

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