25 sept 2010

Walter Benjamin

Walter Benjamin, a este lado de los Pirineos/Ricardo Cano Gaviria, escritor colombiano radicado en España, autor de la novela El pasajero Walter Benjamin

EL PAÍS, 25/09/10):

El artículo, publicado en marzo de 1928 en La Gaceta Literaria, vitrina de la vanguardia española y europea, se titulaba Los intelectuales y el comunismo y estaba firmado por Walter Benjamin. En la página 5 de la mencionada publicación, dirigida por Ernesto Giménez Caballero, aparecía enfrentado a otro de Ettore de Zuani titulado Los escritores italianos y el fascismo, una encendida apología del pujante régimen de Mussolini que concluía con la afirmación: “Solo donde hay disciplina política puede darse libertad artística”. Benjamin, por su parte, en su más bien escueta reseña (traducción poco fiable de un artículo publicado en Die Literarische Welt en 1927) contaba que la literatura rusa que crecía a la sombra de Lenin era mejor tema para la estadística que para la estética.
Sorprende sobremanera que uno de los mayores intelectuales de su tiempo, y la víctima de un “crimen no muy distinto, a fin de cuentas, del ocurrido en Granada” -para decirlo con las mismas palabras de Juan Goytisolo, en su artículo de EL PAÍS del 5 de agosto de 1984-, hubiese entrado en español de la mano, precisamente, de Giménez Caballero, al que a la vuelta de una década encontraremos convertido en un consumado propagandista del régimen de Franco. La aureola aciaga de esta primera publicación se puede medir por estos dos momentos de vida paralela: en 1928, Benjamin no hace mucho que ha vuelto de Rusia, en la que había permanecido dos meses en compañía de Asja Lacis, la mujer que ama, y que lo empujó hacia el marxismo y la amistad con Brecht. En 1930, la deserción de La Gaceta Literaria de casi todos los colaboradores, a causa de una ya declarada adhesión de Giménez Caballero al régimen de Mussolini, refleja ya en la propia España la tensa atmósfera política europea.
El diario de Moscú, escrito por Benjamin durante su estancia en Rusia, tenía en el manuscrito el enigmático subtítulo de Viaje español, en lo que podría ser una especie de reminiscencia o presciencia española. La inspiración de esta podría buscarse en un viaje anterior, que el autor realizó en 1925 por el sur de España, pasando por Córdoba y Sevilla, y en el que se impregnó, según cuenta a su amigo Scholem, “de la arquitectura, el paisaje y las costumbres del sur de España”. En Sevilla lo impresionó Juan Valdés Leal, un pintor barroco que hubiera resultado digno, si Baudelaire lo hubiese conocido, del poema-dedicatoria de Las flores del mal; en cuanto a Barcelona, una “ciudad de bulevares casi parisinos” (homenaje al París de Haussmann e, indirectamente, a un todavía ignorado Cerdà), posee el atractivo del barrio chino, que visitó en compañía de su amigo Jean Selz, y también el de aquellos “quioscos españoles” ponderados luego en una reseña sobre la novela verde alfonsina, en la que divaga en tono juguetón sobre la posibilidad de un “monopolio estatal de la pornografía”.
Sería erróneo pensar, con todo, que los temas españoles abundan en la obra de Benjamin (mencionables tan solo Baltasar Gracián y Calderón, muchas veces citados en sus cartas y su tesis sobre El drama barroco alemán, y Gómez de la Serna, al que dedica una reseña). Su inclinación por la geografía peninsular, más que por los temas peninsulares, está en el origen de los dos largos periodos que pasó en Ibiza (entre abril y julio de 1932 y abril y septiembre de 1933), en los que apuró al máximo los últimos momentos de paz, si así puede decirse, de ese paraíso en la tierra que era para los europeos las Baleares, consideradas desde el mismo año 1928 de gran interés político-militar por los fascistas (como bien explicó Camilo Berneri en su libro Mussolini a la conquista de las Baleares).
De todo este periodo, muy productivo a pesar de los contratiempos económicos y los planes de suicidio, queda el testimonio del ensayo Experiencia y pobreza, escrito durante su segundo séjour ibicenco, y a cuya sombra se cobija de algún modo toda su producción española, narrativa, meditativa e incluso poética. Pobreza de la experiencia y vigencia de un mundo habitado con huellas, en cualquier caso, conformarían solo uno de los términos de la bipolaridad que parece perfilarse en este tramo de su obra, bipolaridad cuyo otro extremo estaría representado por París, y en la que los Pirineos asumirían plenamente el papel de separación fronteriza; más que como aquel país bárbaro de la tradición decimonónica, España aparecería en ella como un mundo estimulantemente aurático, donde los niveles de experiencia que la vida moderna han hecho posibles en París y las grandes ciudades se hallan todavía relativamente ausentes.
Un anunciado ensayo sobre las diferencias entre la novelística moderna y la narración tradicional -probable desarrollo de algunos temas apenas sugeridos en su ensayo sobre Leskov, El narrador (1936), apoyado en el mismo aparato conceptual-, habría sucumbido a la crisis provocada por la guerra (y luego el pacto germano-soviético), origen de una nueva y ya definitiva vuelta de tuerca, la que elevó al autor hasta las Tesis de filosofía de la historia, en las que se expresa un último Benjamin, el más irreductible, por no decir más perturbador e incendiario. En cualquier caso, el que subsume y a veces incluso encubre al Benjamin crítico, cuya estética bebe en las fuentes del primer romanticismo alemán, objeto en 1919 de una tesis de doctorado, y también al Benjamin filólogo, el de la reflexión crucial sobre Baudelaire y el París del Segundo Imperio, que está en el origen de El libro de los pasajes, una obra insólita -acaso la más posmoderna del autor-, compuesta en su mayor parte de citas.
Espectacular por el veloz crecimiento de su audiencia, como otros han indicado, ha sido la recepción de la obra de Benjamin en la intersección entre los dos siglos. Esa recepción, desde su origen hace 60 años, no ha estado exenta de problemas; algunas de las lecturas, como la de Adorno, ya en vida de Benjamin -que murió por voluntad propia el 26 de septiembre de 1940, en un hotelucho de Port Bou, cuando no era conocido y valorado más que por un amplio círculo de amigos e intelectuales-, estuvieron asociadas a la poda: a partir de entonces, desde la relectura del Mayo Francés y la más válida de Hannah Arendt, hasta la más reciente de Michael Löwy, se ha puesto en evidencia algo muy saludable: que el lector puede escoger entre varios Benjamin. De todos ellos el menos apropiado, por cierto, sería el que algunos redescubridores intentan componer en la actualidad, un Benjamin sumamente coqueto y con el glamour que, por culpa sin duda de las dudosas inclinaciones del mal trajeado filósofo, no vieron antes en él, cuando leerlo y citarlo no resultaba tan de buen tono como ahora. Obviamente, lo primero que estos benjaminianos de la vigésima hora podan en el frondoso abeto de la producción benjaminiana, poblada de ramas filosóficas, teológicas, cabalísticas, históricas, filológi-cas, meditativas y poéticas, es el casposo marxismo, y hay que reconocer que los asiste un motivo digno de atención: el miedo a encontrarse con un Benjamin inspirador de los movimientos de liberación a este y otro lado del océano. Sin embargo, hay que decir que al no encontrar otra solución que la poda cometen el error de apagar el incendio sin salvar el fuego, más importante que aquel…
Por todo lo anterior no sería insensato en estos momentos de saturada o incierta experiencia acudir a un Benjamin mucho más cercano y cotidiano, vaticinador más que mesiánico, melancólico como el ángel de Durero: el que hemos visto consolidarse en tierra española, inspirándose en buena medida en ella, y que, habitando el texto Experiencia y pobreza, en un acto de osada apropiación podríamos bautizar Benjamin español (en honor a los benjaminianos españoles y afines: Vila-Matas, Reyes Mate, V. Valero, C. Fernández Martorell, J. R. Capella, J. Llovet, J. Casals, Sánchez Pascual y otros): “Pobreza de experiencias: no hay que entenderla como si los hombres ansiasen nuevas experiencias. No, lo que ansían es liberarse de las experiencias, ansían un medio ambiente que les permita imponer su pobreza, la exterior y por ende también la interna, de modo tan limpio y claro que surja de ello algo decoroso”.

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