12 oct 2010

El arte de contar

El arte de contar/Fernando Rodríguez Lafuente

ABC, 11/10/10;

El hecho misterioso de la literatura, así lo recordaba Borges en sus conversaciones, es que lo surgido de la imaginación de un escritor se convierta en la memoria de otro, el lector. No hay mayor don. Es algo mágico, extraño y extraordinario. Que los personajes creados, retratados por la rara alquimia de las palabras tomen vida en la mente de un lector anónimo e invisible, hasta transformarse en seres vivos, en nombres que la memoria recrea con mayor firmeza y presencia, casi física, que los reales. Pocos escritores lo poseen desde Homero.
En el siglo XX, los nombres que se han inscrito en hecho tan admirable forman parte de una estela imborrable: el John Marlowe de El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad, el Hans Castorp de La montaña mágica de Mann, el Leopold Bloom de Ulises de Joyce, el Gregorio Samsa de La metamorfosis de Kafka, el Swann de En busca del tiempo perdido de Proust, el Príncipe Salina de El Gatopardo de Lampedusa, el Holden Caulfield de El guardián entre el centeno de Salinger, o el Zavalita, entre tantos otros, de Conversaciones en la catedral de Vargas Llosa. 

Personajes que tienen ya un lugar en la historia, y en la memoria de millones de lectores que los han alzado al secreto altar de lo más íntimo. Mario Vargas Llosa ya pertenecía a ese distinguido club de escritores, y ahora reconocido por ello con el máximo galardón literario, el Premio Nobel. Un acto de justicia que nunca llega tarde. Un premio a la constancia, a la sabiduría, a la sensibilidad, al sentido y a la voluntad. Vargas Llosa, más allá de su enorme condición de ensayista y hacedor de una obra intelectual imponente, es un fabulador, un contador de historias, un novelista que ha traducido en palabras lo más inquietante de la naturaleza humana. La búsqueda de los extraños laberintos urdidos en el interior de los personajes; unos errantes nombres perdidos en la maraña sin orden de una historia común que los desborda. Ya escribió Paolo Fabri que «es muy difícil ser contemporáneos de nuestro presente», pero contar el presente, en los términos precisos de una literatura plenamente contemporánea es el hallazgo del autor de La ciudad y los perros. Una literatura sin ambages ni retruécanos, sin falsa imposturas ni alambiques retóricos, con la prosa desbordante del Tirant lo blancde Martorell, con la melancolía desgarrada de Cervantes, con la psicología perturbada de Flaubert, con la claridad zigzagueante de Azorín, con los ambientes sórdidos y luminosos de Juan Carlos Onetti, pero, sobre todo, con la torrencial capacidad fabuladora de Joseph Conrad. Una capacidad plena de complejidades, de geografías en sombra, de fogonazos impertinentes que muestran y subrayan la soledad de un personaje ante la adversidad, la ambigüedad y el desasosiego, que el desesperado y errático siglo XX ha marcado en cada uno de ellos.
Para Mario Vargas Llosa, y él mismo ha recordado a menudo una advertencia de Ortega generadora de lo más profundo de su obra, «la historia es la realidad del hombre, no tiene otra», y con su obra el lector ha descubierto que, además, como señalara el historiador Henze, «la historia no tiene guión»; que, ante el espejo de la realidad, sin orden ni destino, la interpretación de unos hechos adquiere su mayor dimensión si la ficción se entromete para narrarlos con mayor profundidad, con mayor sentimiento, con mayor libertad. Es, sí, La verdad de las mentiras, un ensayo publicado por Vargas Llosa en 1990 en el que ya se reconocía el poder insoslayable de la novela como un género que dice verdad cuando todo es mentira. Si cabe entender, y cabe, que «cada autor inventa su público y crea su posteridad (…) y la escritura es lo otro, encarna el allá lejos y el cómo» (Adolfo Castañón), la obra literaria de Mario Vargas Llosa constituye un sólido edificio de arquitectura deslumbrante en el que la historia y la ficción han ocupado los salones más exquisitos de tan rotunda residencia en la tierra. Vargas Llosa no sólo ha creado un lector en español, y en múltiples lenguas, sino que ha indagado, con la precisión de un entomólogo chino —si se permite el private jokes borgiano—, en las más extrañas de las ambigüedades de la realidad contemporánea, siempre un punto más allá de lo que las aristas del presente presumen: siempre en el sugestivo ámbito liberal y libertario del quizá y el cómo. El vaporoso territorio de la memoria, el laberíntico y «mogollante» (Lezama Lima) trazo del tiempo, la recreación de unos fotogramas surgidos en la neblinosa y descorazonadora mirada hacia lo que pasó. Sus máximos ejemplos, además de los citados, La guerra del fin del mundo y La fiesta del chivo, a los que apunta, en idéntica genealogía, su próxima entrega, El sueño del celta. Es decir, «la novela como historia privada de las naciones» (Balzac). A lo largo de sus miles de páginas, el lector, siempre el centro de su intención literaria, asiste a lo que ocurre dentro y fuera de cada uno del centón de personajes que componen esta sinfonía, esta danza macabra de la existencia, esta contemporánea y carnavalesca danza de la muerte. Historia y ficción entran y salen, ante los ojos de un lector entregado ya a la trama sin fin, con la movilidad, con la ligereza, con la ágil descripción de unos acontecimientos, de unos interiores dibujados casi de perfil; son páginas en las que se mezclan y alternan las más granadas chispas periodísticas con el detonante de las descripciones precisas y concisas; los datos contrastados, examinados, investigados y las fechas implacables, con el documento histórico, el testimonio oral y escrito, la recreación ensoñadora y la música popular. ¿Qué hay en la novela que obligue al lector a olvidar las horas; que le nuble los contornos del lugar elegido para leer, que le haga sentirse dentro, y fuera a la vez, a la manera del espectador orteguiano, de cuanto ocurre en las páginas?
Como el propio Vargas Llosa confesara, la labor de reconstrucción histórica, el minucioso detalle, la irrupción en el extraño interior de cada uno le permite al novelista «mentir con conocimiento de causa». Claro que las novelas mienten, pero mintiendo expresan una curiosa verdad, la verdad de las mentiras, que sólo bajo la máscara —no olvide el avezado lector que «la máscara no engaña, subraya» (Malraux)— puede expresarse; llegar al íntimo rincón donde ningún documento lograra; bajo el disfraz de lo que no es, surge esa curiosa verdad disimulada, encubierta. El arte de contar. La magia de narrar. Mario Vargas Llosa retoma la concepción de la novela total, de la intrahistoria unamuniana —la historia de la gente, no la de los grandes acontecimientos de los manuales y de los periódicos— y del curso lateral de la memoria, los tres elementos decisivos sobre los que se levanta esa sólida arquitectura literaria. Un portento. La siempre visitada casa de la ficción que, como señaló, Henry James, «tiene un millón de ventanas». De las que asoman esos personajes creados para recordar que si la historia no tiene guión, al menos tiene memoria y tiene sentido. Misterioso, libre y fascinante; es decir, literario.

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