9 oct 2010

"Varguitas" Llosa

«Varguitas», el primero de la clase/J.J. Armas Marcelo, escritor
Publicado en ABC, 09/10/10;
Carlos Barral o Carlos Fuentes (todavía se disputa ese privilegio) lo nombraron «El Cadete». No sólo porque había escrito «La ciudad y los perros» (el mundo que conoció precisamente de «cadete», en el Colegio Militar Leoncio Prado), sino porque era el más joven del «boom» de la novela latinoamericana de los 60. Después del Leoncio Prado, y ya en el periodismo, Vargas Llosa era para todos «Varguitas», el primero de la clase. Quería ser Flaubert desde muy joven, soñaba y escribía novelas fumando como un poseso, y por la noches, con una jauría de tribuletes limeños comandados por Carlos «Coco» Meneses, visitaba hasta el amanecer los burdeles del puerto del Callao. Ya vivía literariamente: todo lo pasaba por el filtro del novelista que quería ser de mayor. Era muy joven, muy atractivo, bailaba muy bien y era, en fin, el primero de la clase. Era sartreano, aunque de mayor supo ver la luz y se hizo de Albert Camus. Y leyendo y escribiendo, siguió soñando con llegar a ser Flaubert, su modelo literario y estético. Según Vargas Llosa, aunque nunca he llegado a creérselo, el joven «Varguitas» supo desde el principio que escribir bien era muy difícil, pero al mismo tiempo entendió que la excelencia de la escritura literaria a la que aspiraba exigía mucho sacrificio, mucha dedicación, mucha disciplina, mucha rutina: ese era el camino y a él se sometió como un obrero que asiste todos los días a su trabajo. No en vano Carlos Barral, su editor y descubridor, dijo de «Varguitas», cuando ya iba camino de ser Vargas Llosa, que era el único escritor que conocía que trabajaba como un obrero a destajo y vivía como un burgués.

Un día de principios de los 70, lo visité en su casa de la calle Osio, en el barrio de Sarriá, Barcelona. Comimos en la cocina y luego nos sentamos a hablar de literatura en la sobremesa. A las cuatro en punto de la tarde, me dijo que lo sentía mucho pero que tenía que ponerse a escribir. «Me llama el trabajo», me dijo, «tú puedes quedarte aquí, leyendo, hasta las ocho, que termina mi jornada, y después seguimos hablando». Me pasé cuatro horas leyendo unos relatos de Juan Benet, que tenía encima de la mesa del salón, y tomando café colombiano puro que Patricia me servía en tazones, uno detrás de otro, con la sana intención de que no me durmiera antes de que volviera de escribir «Varguitas». A las ocho y unos minutos, entró de nuevo sonriente y nos fuimos a cenar a un italiano, el «Portofino», donde no dejó de hablar de literatura ni un solo momento. Aquel tipo, «Varguitas», era un verdadero animal de escritura literaria, su vocación era su vicio —la escritura literaria, precisamente— y su vicio era su gran pasión, a la que rendía culto de latría de una manera brutalmente exclusiva y excluyente. Seguía siendo muy atractivo, hablaba y escribía cada vez mejor, la gente comenzaba a leerlo y a saludarlo con admiración por la calle. Lo asediaban mujeres muy bellas, ya no bebía ni una copa de alcohol, detestaba la bohemia y había dejado de fumar para siempre, porque se había convencido de que todos esos vicios eran no sólo malos para la salud sino, sobre todo, para la literatura.
D Jorge Edwards me contó que en esa época era muy difícil discutir con él, con «Varguitas», sobre todo de literatura porque defendía sus puntos de vista y sus criterios como si le fuera la vida en esa trifulca, con argumentos de guerra si era preciso y sin dar nunca su brazo a torcer. Era insaciablemente literario, decía escribir ocho horas diarias al margen del mundo y hablaba de Flaubert como si hablara de un dios antiguo e indestructible. Cuando vivía en París, fue a conocerlo Carlos Barral. Comieron, hablaron, se hicieron amigos, pero a las cuatro de la tarde, en lo mejor de la conversación, mientras el editor y poeta bebía tragos de vodka interminables y «Varguitas» un vaso de leche, el novelista se levantó de su asiento y le dijo a Barral que lo sentía mucho pero que tenía que ponerse a escribir. Lo invitó a dormirse una siesta en el sofá de su casa de la rue Tournon y el editor aceptó. Minutos más tarde, Barral comenzó a escuchar, entre las brumas del alcohol vespertino, el traqueteo imparable de su máquina de escribir. Después, sonó el timbre. La máquina cesó de escribir. Oyó los pasos del novelista y l oyó abrir la puerta. «Hola», saludó «Varguitas», «pasa…, aunque estoy escribiendo…». Barral oyó entonces cómo se cerraba la puerta, oyó el ruido de unos tacones de mujer joven sobre el piso de madera, pasos que seguían a los del escritor. Y, unos segundos más tarde, la máquina de escribir recomenzó su trabajo. Barral estaba perplejo. Intentó poner la oreja, pero la máquina seguía echando palabras sobre el papel de manera incesante. Un poco más tarde, la máquina paró un segundo y Barral oyó la voz peruana del novelista: «¿Qué haces así desnuda? ¡Vístete, que te vas a constipar!». Y la máquina volvió a sonar sobre el papel. Después, muy poco después, Barral oyó los tacones de la muchacha caminando con prisa hacia la puerta de salida e, inmediatamente, un portazo. El editor no salía de su perplejidad, pero la máquina de escribir seguía echando humo y quemando palabras como una locomotora del viejo Oeste quemaba madera mientras avanzaba por la pradera interminable. A las ocho de la tarde, cuando «Varguitas» terminó su trabajo y Barral, todavía soñoliento, le preguntó que si había entrado alguna mujer en la casa o él lo había soñado, el novelista le contestó imperturbable. «Sí, hombre, es una muchacha hermosísima, pero ¿qué quieres que hiciera? Yo estaba escribiendo…». El tipo era insobornable, insoportable, intransitable, impermeable incluso a la más elegante belleza femenina porque, claro, ¡estaba escribiendo!
Hace menos de tres años, caminando los dos por una céntrica calle de Estocolmo, le señalé la fachada del teatro donde entregan los Nobel. «Ahí es», le dije. «Ya se pasó el tiempo, nunca me lo darán», me contestó. «Pero ¿tú nos has visto con qué arrobo te miraban ayer los viejos académicos en la fiesta del embajador Garrigues? Esto cae más temprano que tarde, aunque sea para ti más tarde que temprano», le contesté. Ese mismo día, los grandes rotativos de Estocolmo y de toda Suecia se hacían eco de la visita de Vargas Llosa con titulares que reclamaban el Nobel de Literatura «para el gigante de la novela del siglo XX y del XXI». En la tarde, durante un pequeño crucero que hicimos por las islas suecas, le dije a Nuria Amat mientras los dos observábamos aquel mar frío: «Está hecho, aunque él no se lo cree».
El jueves pasado, a la una menos dos minutos de la tarde, un amigo sueco muy informado me llamó desde Estocolmo para que me enterara uno de los primeros de que «Varguitas» por fin era el Nobel de Literatura. Yo estaba en Tenerife, una hora menos, cerca del Teide. Abrí una botella de Taittinger bien fría y brindé mirando al Atlántico con mi copa hasta el borde. Había ganado la literatura. Y me acordé de lo que Octavio Paz había dicho cuando Vargas Llosa perdió las elecciones presidenciales de su país frente a un delincuente que ahora está en la cárcel: «Lo siento por el Perú; me alegro por Vargas Llosa». Y yo también.

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