13 nov 2011

Estética vivida

Christopher Domínguez Michael / Estética vivida
El Angel, Reforma, 13 de noviembre de 2011;
En una página temprana de El tiempo en los brazos (1950-1983), la colección de sus cuadernos de notas, escribía Tomás Segovia que entre "las obras que no llegaré a escribir" estaría una autobiografía literaria titulada Estética vivida. Pero a eso y no a otra cosa dedicó su vida el poeta fallecido el pasado 7 de noviembre, tras repartir sus últimos años entre la España donde nació en 1927 y el México donde se hizo escritor y donde nacieron sus hijos, el país cuya literatura enriqueció no sólo con la poesía, sino con la traducción y el ensayo, la hechura de revistas esenciales (de la Revista Mexicana de Literatura a Vuelta) y el magisterio informal, permanente, cariñoso, sobre un par de generaciones. Mi generación, la de quienes nacimos al filo de 1960, lo tuvo como el amigo mayor. Su principal editor, José María Espinasa, simboliza muy bien esa camaradería.
"Estética vivida" quiere decir, en el caso de Segovia, la familiaridad con la poesía como la materia sonora a través de la cual encarnamos. Necesitaba del ruido del mundo y por eso fue un poeta de café, quizá el último. Creyó el autor de Anagnórisis (1967), Cuaderno del nómada (1978), Cantata a solas (1985), que el tiempo estaba hecho de poesía tal cual lo pensaban los románticos y lo pensaban los presocráticos, esa dualidad a cuyo estudio se confió Segovia, nuestro gran romántico, sobreviviente de una familia, la de Hölderlin y la de Nerval. "Estética vivida" significó, tratándose de Segovia, lo contrario de la evasión o del esteticismo: la vida del poeta se hace en los trabajos y los días, en el hogar, en la calle, dando clases de idiomas o de literatura, en los viajes (retrató a las ciudades con la misma pasión que a las mujeres), en la indignación política, en la traducción de otros poetas (el supremo, cotidiano, artesanal aprendizaje) y en la aridez, sólo aparente, de esa teoría literaria a la cual dedicó Poética y profética (1985), un clásico del pensamiento hispanoamericano. Y "estética vivida" quiere decir, finalmente, erotismo: fue autor de poesía llanamente erótica, como los Sonetos votivos (2005), lujo de quien no creía que existiese el amor carnal, sólo existe el encarnado. En su poesía, Eros lo imanta todo. El Eterno Femenino, sí, pero acompañado de las mujeres reales y sucesivas, la gloria del amor, pero también sus inenarrables sufrimientos, aquellos que a todos nos colocan en el infierno, en el heroísmo, en la salvación. En Cartas de un jubilado (2010), su única novela, bromeó en buena lid sobre el mito de don Juan y nos contó su propia travesura ante el Comendador.
Le dio Segovia musicalidad al idioma, militó por la rima como hacía tiempo que no se hacía en nuestra lengua (y a veces se dejó tiranizar por la métrica), escudriñó los misterios del verso libre y del verso-verso (Jiménez y Ungaretti, Paz y Pavese, Owen y Kleist, Novalis y Hugo) y habiendo dominado como pocos la prosodia del español, nunca permitió que la poesía abandonará su naturaleza de consuelo ante el desamor, el abandono, el desarraigo, la mediocridad, las ilusiones perdidas. Segovia colmará al historiador de la poesía moderna y al oído más sofisticado. Pero siempre estará a la mano del adolescente desolado o furioso para quien la poesía, como quería Tomás, no está en lo impreso sino en lo leído. Es el fantasma de la inspiración apersonándose para poseer el alma de su lector.
Segovia dialogó con muchos poetas, vivos y muertos. Discutió con Luis Cernuda mismo y con su obra, después, duraderamente. De Cernuda le irritaba el síndrome de Dorian Gray que aquejaba a sus personajes poéticos, devenidos en estatuas. Quizá por ello se propuso envejecer bien: fue poeta viejo con el mismo dominio (y donaire) con que fue poeta joven y poeta en su madurez. Envejeció Segovia dando lecciones de cómo un estilo y un temperamento va tomando las características del otoño, del invierno. Le apasionó vivir la tarde, la noche y quiso que la calidad cromática de la luz se reflejase, en su timidez matinal, en su fiesta solar, en su mutismo, a lo largo de todas las fases de una obra ajena a esa pacata "poesía de acuarelista" con la que, a veces y para su disgusto, se le relacionaba. Dicho sea sin lirismo: Tomás, como su nunca olvidada inspiración de adolescencia, Victor Hugo, hizo un arte del arte de envejecer. Fue sabio, fue tierno, fue necio: sin confesarse, dejó registro de toda una vida en la cual la poesía fue oración cotidiana de artesano que se encomienda. Esas atenuantes agnósticas, las que propone quien se resigna a ignorar, lo llevaron al corazón de lo sagrado.
Desde los años 50, aquellos en que según va contando en El tiempo en los brazos (Pre-Textos, 2009) descubrió a los románticos ingleses y alemanes, Segovia llegó a la conclusión de que no había ninguna preocupación contemporánea ajena a la raíz romántica. Ni el surrealismo ni el existencialismo le parecieron buenas nuevas y fue ajeno al marxismo, aunque no a la indignación utópica, a veces, en sus últimos años, estridente. El 68, visto desde esa perspectiva universal y profética desde la cual el muy terreno y terrenal Segovia veía transcurrir las cosas, lo conmovió. En el romanticismo, el primero, el duro y el puro, encontró Segovia las coordenadas de su aventura y desde la estética romántica, me parece, desmontó las pequeñas y grandes maquinarias del estructuralismo, al cual conoció de primera mano, la mano del traductor que fue de Jakobson, Lévi-Strauss, Lacan, Derrida, Foucault, de Harold Bloom. Somos lectores, decía Segovia, más de los Himnos a la noche y de Aurelia, que del del Discurso del método y de Cándido: los románticos son nuestros griegos. "¿Será cierto, podrá sostenerse esa obsolescencia imprescindible, ya entrado el siglo XXI? ¿Tenemos derecho a esa herencia, la merecemos? ¿No será la hora fatal de repudiarla?", le pregunté a Tomás Segovia la última vez que lo vi y se lo seguiré preguntando mientras pueda leerlo.
elangel@reforma.com

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