16 nov 2011

La edad de la tolerancia/Antonio Hernández Gil,

La edad de la tolerancia/Antonio Hernández Gil, decano del Colegio de Abogados de Madrid
ABC, 16/11/11;
ROMA, 1486. Giovanni Pico della Mirandola cuenta cómo, interrogado el sarraceno Abdala por el espectáculo más maravilloso del universo, respondió que no veía nada más admirable que el hombre, al que Dios ha situado en el centro del mundo, ni celeste ni terrenal, ni mortal ni inmortal, «con el propósito de que tú, como juez y artífice supremo de ti mismo, te des la forma que elijas». Acude a distintas creencias, a la cábala, a Albumasar y Avenzoar, a Platón y Pitágoras, a Hermes, Porfirio, los persas; y mantiene que «en toda escuela hay algo de insigne que no le es común a todas» para no abrazar del todo ninguna. Describe lo sublime y lo más bajo del hombre, nuestras desavenencias peores que guerras civiles, y canta al que hace la paz con sus enemigos: la Oración por la dignidad del hombre.
Salamanca, 1532. Francisco de Vitoria cuestiona los «justos títulos» de los españoles para dominar a los americanos defendiendo la igualdad y la libertad de comunicación, movimiento, comercio y religión. El Emperador no puede ser el señor del orbe porque los hombres son libres por derecho natural. Tampoco el Sumo Pontífice, que carece de poder terrenal; ni siquiera ante la negativa de los indígenas a «convertirse» porque «los bárbaros no están obligados a aceptar la fe de Cristo». Lo determinante es la libertad radical, la consideración de los «otros» con una carga suficiente de humanidad, de modo que «aunque la fe les haya sido anunciada a los bárbaros con signos suficientes de probabilidad y no hayan querido aceptarla, no por esa razón es lícito perseguirlos con la guerra y despojarlos de sus bienes».
Oxford, 1685. Locke publica su Carta sobre la tolerancia: «Nadie tiene derecho alguno a perjudicar a otro en sus bienes civiles porque profese otra religión o forma de culto» y «todos los derechos que le pertenezcan como hombre o como ciudadano deben serle preservados inviolablemente». Locke pone nombre —tolerancia— al postulado de Spinoza sobre el derecho del hombre a pensar lo que quiera y a decir lo que piense; y separa para siempre, o eso creíamos, conciencia y conducta ciudadana, Iglesia y Estado. La tolerancia en el centro de los valores cívicos: la demostración del respeto al prójimo, igual de humano que uno mismo, como base del respeto a sus ideas.
Ginebra, 1763. Voltaire asume la defensa de un caso extremo de prejuicio e intolerancia: Jean Calas, un comerciante francés de 68 años, protestante, es condenado a muerte y torturado por entender que había asesinado a su propio hijo. La sentencia la dictan jueces presionados por un pueblo que encontraba en la «equivocada» religión de la familia la prueba del delito. Voltaire desmonta la sentencia, que fue revocada, y escribe su Tratado sobre la tolerancia para «que puedan todos los hombres recordar que son hermanos y que tengan horror de la tiranía ejercida sobre las almas». Desde el poso de una fe cristiana y libre, llama a ser mártires antes que verdugos. Un año después, en su Diccionario filosófico, funda el deber de tolerancia en la fragilidad del hombre y su propensión al error.
La idea de la tolerancia, pese a sus claudicaciones a lo largo de la historia, recorre la espina dorsal de la Europa moderna y queda como un valor esencial para toda sociedad democrática. Thomas Paine y Thomas Jefferson contribuyeron a extenderla por América, y en 1791 las libertades de religión, expresión, prensa y asociación son proclamadas en la Primera Enmienda a la Constitución de los Estados Unidos. John Stuart Mill escribe en 1859 su ensayo Sobre la libertad. Traza allí la frontera última de la tolerancia, borrosa como casi toda frontera: el daño al otro. La amenaza para el bienestar de los demás es lo único que permitiría al poder del Estado invadir la libertad esencial del individuo «para expandirse en innumerables y opuestas direcciones».
Hoy la globalización hace repuntar la intolerancia religiosa y la xenofobia sin que todavía hayamos sabido articular un discurso de integración y solidaridad a la altura de los tiempos. Lo intentaron nuestros juristas del siglo XVI que, enfrentados a la amplitud del nuevo mundo, crearon el derecho de gentes, germen del moderno derecho internacional; o quienes tras la Segunda Guerra Mundial, en una geografía poscolonial nuevamente expandida, redactaron la Declaración Universal de los Derechos del Hombre. La base de lo que Norberto Bobbio ha llamado la edad de los derechos, donde supuestamente vivimos. En estos años de la peste carecemos, sin embargo, de las instituciones jurídicas y la disposición de ánimo para afrontar la hiriente desigualdad de una sociedad abierta y líquida, donde no se marcan las huellas ni se ve el horizonte. Perdidos en este escenario, gana espacio cada día la intolerancia política, dominada por consignas partidistas y mediáticas tan dogmáticas, simples y acríticas como la más primitiva de las religiones.
La tolerancia no se discute como valor, pero apenas se practica. Confiando al Estado la definición de los espacios de libertad individual parece que ya estemos instalados en la tolerancia, aunque sea una tolerancia reducida a «la contención de una inclinación a reaccionar hostilmente contra el individuo», como propone Joseph Raz en La moralidad de la libertad. Pero la tolerancia puede ser mucho más que una propiedad formal de las democracias liberales o un valor pasivo bajo la salvaguarda de los tribunales, que también discutimos cuando su dictamen no coincide con nuestra sacrosanta opinión: una actitud abierta hacia los demás que lleve a tratar de comprender sin convertir la afirmación de las propias opciones en desconsideración de las restantes —un reflejo de la deshumanización del contrario propia de los totalitarismos— y sin rasgarse las vestiduras ante la discusión civilizada sobre las grandes cuestiones de la vida y de la muerte reconociendo el derecho de todos a pronunciarse como si nada humano les fuera —o nos fuera— ajeno. Lamentablemente, para dejar caer la dignidad bastan y sobran las palabras que, con imprudencia y estrépito, nos lanzamos unos contra otros como piedras, cada día. El ruido y los pies hundidos en el barro no nos dejan ver la negra silueta del Duelo a garrotazosde Goya que replicamos ridículamente.
La tolerancia, cuando se practica de forma activa y simétrica, sin superioridad del tolerante sobre el tolerado, posee un valor moral capaz de dotar de ejemplaridad cívica al pluralismo o a la neutralidad. Igual que la duda, es un síntoma de inteligencia: el acercamiento a otros puntos de vista sirve para progresar en la disección de una realidad multidimensional y compleja; para aprender a ver, como los esquimales, las infinitas escalas de blancos en el paisaje nevado que nos rodea, los pros y contras de cada movimiento hasta el final de la partida de ajedrez que jugamos contra el destino. Tampoco ese análisis tiene fin, y en todas las visiones del mundo hay algo que extiende nuestra capacidad de compasión.
Desde la tolerantia rerum humanarum de Cicerón, que abarca todo lo humano, la noción estoica del hombre, sagrado para el hombre, en Séneca, o el evangélico «poner la otra mejilla» en el marco soteriológico del sermón de la montaña, la tolerancia es una virtud subversiva a la que no hay por qué buscar límites. Los límites a la conducta los fija el ordenamiento jurídico después de decidir sus fronteras con la moral y las buenas costumbres, si las normas han de ser más o menos invasivas, y qué pactamos erradicar por intolerable. Apostaría por un derecho más humano y más civil, menos denso. Entre tanto, ganaríamos calidad democrática y moralidad pública promoviendo la educación en la tolerancia, que es la trama de la libertad, y en el compromiso con el dolor de los demás, sin exclusiones. Un camino digno hacia el futuro.
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