2 ene 2012

Karl Popper al día/Mario Vargas Llosa

Karl Popper al día/Mario Vargas Llosa
LA VERDAD SOSPECHOSA
Publicado en Vuelta, # 184 Marzo de 1992:
Para Karl Popper la verdad no se descubre: se inventa. Ella es, por lo tanto, siempre, verdad provisional; que dura mientras no es refutada. La verdad está en la mente humana, en la imaginación y en la racionalidad, no escondida como un tesoro en las profundidades de la materia o el abismo estelar, aguardando al explorador zahorí que la detecte y exhiba al mundo como una diosa imperecedera. La verdad popperiana es frágil, continuamente bajo el fuego graneado de las pruebas y experimentos que la sopesan, intentan socavarla -“falsearla”, según su vocabulario- y sustituirla por otra, algo que ha ocurrido y seguirá ocurriendo inevitablemente en la mayoría de los casos, en el curso de ese vasto peregrinar del hombre por el tiempo que llamamos progreso, la civilización.
Que la verdad tenga, o pueda tener, una existencia relativa, no significa que la verdad sea relativa. Mientras dura, mientras otra no la “falsea”, reina, todopoderosa. La verdad es precaria porque la ciencia es falible, ya que los humanos lo somos. La posibilidad de error está siempre allí, aun de-tras de los conocimientos que nos parecen más sólidos. Pero esta conciencia de lo falible no significa que la verdad sea inal-canzable. Significa que para llegar a la verdad debemos ser encarnizados en su verificación, en los experimentos que la ponen a prueba, y prudentes cuando hayamos llegado a certidumbres, dispuestos a revisiones y enmiendas, flexibles ante quienes impugnan las verdades establecidas.
La verdad es, al principio, una hipótesis o una teoría que pretende resolver un problema. Salida de las retortas de un laboratorio, de las elucubraciones de un reformador social o de complicados cálculos matemáticos, ella es propuesta al mundo como conocimiento objetivo de determinada provin-cia o función de la realidad. La hipótesis o teoría es –debe ser- sometida a la prueba del “ensayo y el error”, a su verificación y negación por quienes ella es incapaz de persuadir. Este es un proceso instantáneo o larguísimo, en el curso del cual aquella teoría vive -siempre en la capilla de los condenados, como esos reyezuelos primitivos que subieron al trono matando y saldrán de él matados- y genera consecuencias, inffuye en la vida, provocando cambios, sea en la terapia médica, la industria bélica, la organización social, las conductas sexuales o la moda vestuaria. Hasta que, de pronto, otra teoría irrumpe, “falseándola”, y desmorona lo que parecía su firme consistencia como un ventarrón a un castillo de naipes.
La nueva verdad entra entonces al campo de batalla, a lidiar contra las pruebas y desafíos a que la mente y la ciencia quieran some-terla, es decir a vivir esa agitada, peligrosa existencia que tie-nen la verdad, el conocimiento, en la filosofía popperiana.
Cierto, nadie ha refutado todavía con éxito que la tierra sea redonda. Pero Popper nos aconseja que, contra todas las evidencias, nos acostumbremos a pensar que la tierra, en verdad, sólo está redonda, porque de algún modo, alguna vez, el avance de la racionalidad y de la ciencia podría también desplomar ésta, como lo ha hecho ya con tantas verdades que parecían inconmovibles.
Sin embargo, el pensamiento de Popper no es relativista ni propone el subjetivismo generalizado de los escépticos. La verdad tiene un pie asentado en la realidad objetiva, a la que Popper reconoce una existencia independiente de la de la mente humana, y este pie es -según una definición de A. su-Tarski, que él hace suya- la coincidencia de la teoría con los hechos.
Que la verdad tenga, o pueda tener, una existencia relativa, no significa que la verdad sea relativa. Mientras dura, mientras otra no la “falsea”, reina, todopoderosa. La verdad es precaria porque la ciencia es falible, ya que los humanos lo somos. La posibilidad de error está siempre allí, aun de-tras de los conocimientos que nos parecen más sólidos. Pero esta conciencia de lo falible no significa que la verdad sea inalcanzable. Significa que para llegar a la verdad debemos ser encarnizados en su verificación, en los experimentos que la ponen a prueba, y prudentes cuando hayamos llegado a cer-tidumbres, dispuestos a revisiones y enmiendas, flexibles ante quienes impugnan las verdades establecidas.
Que la verdad existe está demostrado por el progreso que ha hecho la humanidad en tantos campos: científicos y técnicos, y también sociales y políticos. Errando, aprendien-do de sus errores, el hombre ha ido conociendo cada vez más a la naturaleza y conociéndose mejor a sí mismo. Este es un proceso sin término del que, por lo demás, no están excluidos ni el retroceso ni el zigzag. Hipótesis y teorías, aunque falsas, pueden contener dosis de información que acercan al conocimiento de la verdad. ¿No ha progresado ésta así, en la medicina, en la astronomía, en la física? Algo semejante puede decirse de la organización social. A través de errores que supo rectificar, la cultura democrática ha ido asegurando a los hombres, en las  sociedades abiertas, mejores condiciones materiales y culturales y mayores oportunidades para decidir su destino. (Ese es el peacemeal approach que postula Popper: expresión que equivale a opción gra-dual o reformista, antagónica a la de “revolución” o tabula rasa de lo existente.)
Aunque para Popper la verdad sea siempre sospechosa, como en el maravilloso título de una comedia de Juan Ruiz de Alarcón, durante su reinado la vida se organiza en función de ella, dócilmente, experimentando a causa suya menudas o trascendentales modificaciones. Lo importante, para que el progreso sea posible, para que el conocimiento del mundo y de la vida se enriquezcan en vez de empobrecerse, es que fas verdades reinantes estén, siempre, sujetas a críticas, expuestas a pruebas, verificaciones y retos que las confirmen o reemplacen por otras, más próximas a esa verdad definitiva y total (inalcanzable y seguramente inexistente) cuyo señuelo alienta la curiosidad, el apetito del saber humano, desde que la razón desplazó a la superstición como fuente de conocimiento.
Popper hace de la crítica -es decir, del ejercicio de la libertad- el fundamento del progreso. Sin crítica, sin posibilidad de “falsear” todas las certidumbres, no hay adelanto posible en el dominio de la ciencia ni perfeccionamiento de la vida social. Si la verdad, si todas las verdades no están sujetas al examen del “ensayo y el error”, Si no existe una libertad que permita a los hombres cuestionar y compulsar la  validez de todas las teorías que pretenden dar respuesta a los problemas que enfrentan, la mecánica del conocimiento se ve trabada y éste puede ser pervertido. Entonces, en lugar de verdades racionales, se entronizan mitos, actos de fe, ma-gia. El reino de lo irracional -del dogma y el tabú- recobra sus fueros, como antaño, cuando el hombre no era todavía un individuo racional y libre sino ente gregario y esclavo, apenas una parte de la tribu. Este proceso puede adoptar apa-riencias religiosas, como en las sociedades fundamentalistas islámicas -Irán, hoy día- en las que nadie puede impugnar o contradecir las verdades “sagradas”, o una apariencia lai-ca, como en las sociedades totalitarias (pre-perestroika, por lo menos, en las que la verdad oficial es protegida contra el libre examen en nombre de la “doctrina científica” del marxismo - leninismo. En ambos casos, sin embargo, como en los del nazismo y el fascismo, se trata de una voluntaria o forza-da abdicación de ese derecho a la crítica -al ejercicio de la libertad- sin el cual la racionalidad se deteriora, la cultura se empobrece, la ciencia se vuelve mistificación y hechizo, y bajo la chaqueta y la corbata del civilizado renacen el taparrabos y las incisiones mágicas del bárbaro.
No hay otra manera de progresar que tropezándose, cayéndose y levantándose, una y otra vez. El error estará siem-pre allí, porque el acierto se halla, en cierto modo, confundido con él. En el gran desafío de separar a la verdad de la mentira -operación perfectamente posible y, acaso, la mas humana de todas las que constituyen la especificidad del hombre-es imprescindible tener presente que en esta tarea no hay, nunca, logros definitivos, que no puedan ser impugnados mas tarde, o conocimientos que no deban ser revisados. En el gran bosque de desaciertos y de engaños, de insuficiencias y es-pejismos por el que discurre el hombre, la única posibilidad de que la verdad se vaya desbrozando un camino es el ejerci-cio de la crítica racional y sistemática a todo lo que es –o simula ser- conocimiento. Sin esa expresión privilegiada de la libertad, el derecho de crítica, el hombre se condena a la opresión y a la brutalidad y, también, al oscurantismo Probablemente ningún pensador ha hecho de la libertad una condición tan imprescindible para el hombre, como Popper. Para él, la libertad no sólo garantiza formas civilizadas de existencia y estimula la creatividad cultural; ella es al-go mucho más definitorio y radical: el requisito básico del saber, el ejercicio que permite al hombre aprender de sus propios errores y por lo tanto superarlos, el mecanismo sin el cual viviríamos aún en la ignorancia y la confusión irracional de los ancestros, los comedores de carne humana y adoradores de totems.
La teoría de Popper sobre el conocimiento es la mejor justificación filosófica del valor ético que caracteriza, mas que ningún otro, a la cultura democratica: la tolerancia. Si no hay verdades absolutas y eternas, si la única manera de progresar en el campo del saber es equivocándose y rectificando, to-dos debemos reconocer que nuestras verdades pudieran no serlo y que lo que nos parecen errores de nuestros adversa-rios pudieran ser verdades. Reconocer ese margen de error
en nosotros y de acierto en los demás es creer que discutien-do, dialogando -coexistiendo- hay mas posibilidades de identificar el error y la verdad que mediante la imposición de un pensamiento oficial y único, al que todos deben suscribir so pena de castigo o descrédito.
LA SOCIEDAD CERRADA Y EL MUNDO TERCERO
En el principio de la historia humana no fue el individuo, sino la tribu, la sociedad cerrada. El individuo soberano, eman-cipado de ese todo gregario celosamente cerrado sobre sí mismo para defenderse del animal, del rayo, de los espíritus malignos, de los miedos innumerables del mundo primitivo, es una creación tardía de la humanidad. Se delínea con la aparición del espíritu crítico -el descubrimiento de que la vida, el mundo, son problemas que pueden y deben ser resueltos
por el hombre-, es decir, con el desarrollo de la racionalidad y el derecho de ejercerla independientemente de las auto-ridades religiosas y políticas.
La teoría de Karl Popper según la cual este momento fronterizo de la civilización -el paso de la sociedad cerrada a la sociedad abierta- se inicia en Grecia, con los presocráticos -Tales, Anaximandro, Anaxímenes- y alcanza con Sócrates el impulso decisivo, ha sido objeto de  interminables con-troversias. Pero, fechas y nombres aparte, lo sustancial de su tesis sigue vigente: en algún momento, por accidente o a resultas de un complejo proceso, para ciertos hombres el sa-ver dejó de ser mágico y supersticioso, un cuerpo de creencias sagradas protegidas por el tabú, y apareció el espíritu crítico, que sometía las verdades religiosas -las únicas aceptables hasta entonces- al escalpelo del análisis racional y al cotejo con la experiencia práctica.
De este tránsito resultaría un prodi-gioso desarrollo de la ciencia, las artes y las técnicas, de la creatividad humana en general, y, asimismo, el nacimiento del individuo singular, escolectivizado, y los fundamentos de una cultura de la libertad. Para su bien o para su mal –pues no hay manera de probar que esta mudanza haya traído la felicidad a los hombres- la destribalización de la vida inte-lectual cobraría desde entonces un ritmo acelerado y catapultaría a ciertas sociedades hacia un desarrollo sistemático, en todos los dominios. La inauguración de una era de racio-nalidad y de espíritu crítico -de verdades científicas- en la historia, significó que, a partir de ese momento, no fue el primero ni el segundo, sino el mundo tercero el que pasó a tener una influencia determinante en el acontecer social.
Dentro de la casi infinita serie de nomenclaturas y clasificaciones que han propuesto los locos y los sabios para describir la realidad, la de Karl Popper es la mas transparente: el mundo primero es el de las cosas u objetos materiales; el segundo, el subjetivo y privado de las mentes, y el tercero, el de los productos del espíritu. La diferencia entre el segundo y el tercero radica en que aquél se compone de toda la subjetividad privada de cada individuo, las ideas, imagenes, sensaciones o sentimientos intransferibles de cada cual, en tanto que los productos del mundo tercero, aunque nacidos de la subjetividad individual, han pasado a ser públicos: las teorías científicas, las instituciones jurídicas, los principios éti-cos, los personajes de las novelas, el arte y, en suma, todo el acervo cultural.
No es descabellado suponer que en el estadio más primitivo de la civilización, es el mundo primero el que regula la existencia. Ésta se organiza en función de la fuerza bruta y los rigores de la naturaleza -el rayo, la sequía, las garras del león- ante los cuales el hombre es impotente. En la so-ciedad tribal, la del. animismo y la magia, la frontera entre los mundos segundo y tercero es muy tenue y se evapora contitinuamente pues el jefe o autoridad religiosa (casi siempre la misma persona) hace prevalecer su subjetividad, ante la cual sus súbditos abdican de la suya. De otro lado, el mun-do tercero permanece casi estático; la vida de la tribu trans-curre dentro de una estricta rutina de reglas y creencias que velan por la permanencia y la repetición de lo existente. Su rasgo principal es el horror al cambio. Toda innovación es percibida como amenaza y anuncio de la invasión de fuerzas exteriores de las que sólo puede venir el aniquilamiento, la disolución en el caos de esa placenta social a la que el indivi-duo vive asido, con todo su miedo y desamparo, en busca
de seguridad. El individuo es, dentro de esa colmena, irres-ponsable y esclavo, una pieza que se sabe irreparablemente unida a otras, en la máquina social que le preserva la exis-tencia y lo defiende contra los enemigos y peligros que lo acechan fuera de esa ciudadela erizada de prescripciones re-guladoras de todos sus actos y sus sueños: la vida tribal.
El nacimiento del espíritu crítico resquebraja los muros de la sociedad cerrada y expone al hombre a una experiencia desconocida: la responsabilidad individual. Su condición ya no será la del súbdito sumiso, que acata sin cuestionar to-do el complejo sistema de prohibiciones y mandatos que nor-man la vida social, sino la del ciudadano que juzga y analiza por sí mismo y eventualmente se rebela contra lo que le pare-ce absurdo, falso o abusivo. La libertad, hija y madre de la ra-cionalidad y del espíritu crítico, pone sobre los hombros del ser humano una pesada carga: tener que decidir, por sí mismo, qué le conviene y qué lo perjudica, cómo hacer frente a los innumerables retos de la existencia, si la sociedad funciona como debería ser o si es preciso transformarla. Se trata de un fardo demasiado pesado para muchos hombres. Y, por eso, dice Popper, al mismo tiempo que despuntaba la sociedad abierta -en la que la razón reemplazó a la irracionalidad, el individuo pasó a ser protagonista de la historia y la libertad comenzó a sustituir a la esclavitud de antaño- nacía también un empeño contrario, para impedirla y negarla, y para resucitar o conservar aquella vieja sociedad tribal donde el hombre, abeja dentro de la colmena, se halla exonerado de tomar decisiones individuales, de enfrentarse a lo desconocido, de tener que resolver por su cuenta y riesgo los infinitos problemas de un universo emancipado de los dioses y demonios de la idolatría y la magia y trocado en permanente desafío a la razón de los individuos soberanos.
Desde aquel misterioso momento, la humanidad cambió de rumbo. El mundo tercero empezó a prosperar y a multi-plicarse con los productos de una energía creativa espiritual desembarazada de frenos y censuras y a ejercer cada vez más influencia sobre los mundos primero y segundo, es decir, so-bre la naturaleza, la vida social y los individuos particulares. Las ideas, las verdades científicas, la racionalidad fueron ha-ciendo retroceder -no sin reveses, detenimientos e inútiles rodeos que devolvían al hombre al punto de partida- a la fuerza bruta, al dogma religioso, a la superstición, a lo irracional como instrumentos rectores de la vida social, sentando las bases de una cultura democrática -la de unos individuos soberanos e iguales ante la ley- y de una sociedad abierta. La larga y difícil marcha de la libertad en la historia signaría desde entonces el imparable desarrollo de Occidente hacia ese progreso bifronte, hecho de naves que viajan a las estrellas y de medicinas que derrotan a (casi) todas las enfermedades, de derechos humanos y estados de derecho. Pero, también, de armas químicas, atómicas y bacteriológicas capaces de re-ducir a escombros el planeta y de una deshumanización de la vida social y del individuo al compás de la prosperidad material y el mejoramiento de los niveles de existencia. El miedo al cambio, a lo desconocido, a la ilimitada res-ponsabilidad que son consecuencia de la aparición del espíritu crítico -de la racionalidad y de la libertad-, han hecho que la sociedad cerrada, adoptando las apariencias más diversas -y, entre ellas, la del “futuro”, la de un mundo sin clases, la de la “ciudad de Dios encarnada”- sobreviva hasta nuestros días y, en muchos momentos de la historia, se haya
superpuesto a la otra, sumiéndola en formas equivalentes al oscurantismo y gregarismo de la sociedad primitiva.
La batalla no está ganada ni lo estará, probablemente, nunca. El “llamado de la tribu”, la atracción de aquella forma de existencia en la que el individuo, esclavizándose a una  religión o doctrina o caudillo que asume la responsabilidad de dar respuesta por él a todos los problemas, rehuye el ar-duo compromiso de la libertad y su soberanía de ser racional, toca, a todas luces, cuerdas ímimas del corazón humano. Pues este llamado es escuchado una y otra vez por naciones  y pueblos y, en las sociedades abiertas, por individuos y co-lectividades que luchan incansablemente por cerrarlas y cancelar la cultura de la libertad.
Contra lo que cabría suponer, entre los beneficiarios mas directos de la entronización del espíritu crítico y la libertad de pensamiento y creación, se hallan quienes han hecho la más implacable oposición intelectual al desarrollo de la sociedad abierta, postulando, bajo mascaras y con argumentos diversos, el retorno al mundo mágico y primitivo de los en-tes gregarios, de esos individuos “felices e irresponsables” que, en vez de seres soberanos, dueños de su destino, serían instrumentos de fuerzas ciegas e impersonales, conductoras de la marcha de la historia.
La tesis de Popper -expuesta en ese libro luminoso que es La sociedad abierta y sus enemigos- según la cual fue el mas grande filósofo de su tiempo (y acaso de todos los tiempos), Platón, el que inaugura la tradición de filósofos totalita-rios que -pasando por Comte y Hegel- alcanzaría su apogeo con Marx, ha sido también objeto de refutaciones. Pero tam-bién en esto, matices aparte, el pensamiento de Popper dio en el blanco: el más serpentino y eficaz enemigo de la cultura  de la libertad es el “historicismo”.
HISTORICISMO Y FICCIÓN
Si usted cree que la historia de los hombres esta “escrita” antes de hacerse, que ella es la representación de un libreto preexis-tente, elaborado por Dios, por la naturaleza, por el desarrollo de la razón o por la lucha de clases y las relaciones de producción; si usted cree que la vida es una fuerza o mecanismo social y económico al que los individuos particulares tienen escaso o nulo poder de alterar; si usted cree que este encami-namiento de la humanidad en el tiempo es racional, coherente y por tanto predecible; si usted, en fin, cree que la historia tiene un sentido secreto que, a pesar de su infinita diversidad episódica, da a toda ella coordinación lógica y la ordena como un rompecabezas a medida que todas las piezas van casando en su lugar, usted es-según Popper- un “historicista”.
Sea usted platónico, hegeliano, comtiano, marxista –o seguidor de Maquiavelo, Vico, Spengler o Toynbee- usted es un idólatra de la historia y, consciente o inconscientemente, un temeroso de la libertad, un hombre recónditamente asus-tado de asumir esa responsabilidad que significa concebir la vida como permanente creación, como una arcilla dócil a la que cada sociedad, cultura, generación, pueden dar las for-mas que quieran, asumiendo por eso la autoría, el crédito to-tal, de lo que, en cada caso, los hombres logran o pierden.
La historia no tiene orden, lógica, sentido y mucho menos una dirección racional que los sociólogos, economistas o ideólogos podrían detectar por anticipado, “científicamente”. A la historia la organizan los historiadores; ellos la hacen coherente e inteligible, mediante el uso de puntos de vista e interpretaciones que son, siempre, parciales, provisio-nales, y, en última instancia, tan subjetivos como las cons-trucciones artísticas. Quienes creen que una de las funciones de las ciencias sociales es “pronosticar” el futuro, “prede-cir” la historia, son víctimas de una ilusión, pues aquél es un objetivo inalcanzable.
¿Qué es, entonces, la historia? Una improvisación múltiple y constante, un animado caos al que los historiadores dan apariencia de orden, una casi infinita multiplicación contra-dictoria de sucesos que -para poder entenderlos- las cien-cias sociales reducen a arbitrarios esquemas y a síntesis y
derroteros que resultan en todos los casos una íntima versión e incluso una caricatura de la historia real, aquella vertiginosa totalidad del acontecer humano que desborda siempre los intentos racionales e intelectuales de aprehensión. Popper no recusa los libros de historia ni niega que el conocimiento de lo ocurrido en el pasado pueda enriquecer a los hombres y ayudarlos a enfrentar mejor el futuro; pide que se tenga en cuenta que toda historia escrita es parcial y  arbitraria porque refleja apenas un átomo del universo inacabado que es el quehacer y la vivencia social, ese “todo” siempre haciéndose y rehaciéndose que no se agota en lo político, lo económico, lo cultural, lo institucional, lo religioso, etcétera, sino que es la suma de todas las manifestaciones de la realidad humana, sin excepción. Esta historia, la única real, la total, no es abarcable ni describible por el conocimiento humano.
Lo que entendemos por historia -pero esto, dice Popper en La sociedad abierta, es “una ofensa contra cualquier concepción decente de la humanidad”- es por lo general la historia del poder político, la que no es otra cosa que “la historia del crimen internacional y los asesinatos colectivos (aunque, también, la de algunos intentos de suprimirlos)” (The Open society..., vol. I I, p. 270). La historia de las conquistas, crímenes y otras violencias ejercidas por caudillos y déspotas a los que los libros han transformado en héroes no puede dar sino una pálida idea de la experiencia integral de todos aquellos que los padecieron o gozaron, y de los efectos y reverberaciones que el quehacer de cada cultura, sociedad, civilización tuvo en las otras, sus contemporáneas, y todas ellas, reunidas, en las que las sucedieron. Si la historia de la humanidad es una vasta corriente de desarrollo y progreso con abundantes meandros, retrocesos y detenimientos (tesis que Popper no niega), ella, en todo caso, no puede ser abarcada en su infinita diversidad y complejidad.
Quienes han tratado de descubrir, en este inabarcable de-sorden, ciertas leyes, a las que se sujetaría el desenvolvimiento humano, han perpetrado lo que para Popper es acaso el más grave crimen que puede cometer un político o intelectual (no un artista, en quien esto es un legítimo derecho): una “construcción irreal”. Una artificiosa entelequia que aspira a presentarse como verdad científica cuando no es otra cosa que acto de fe, propuesta metafísica o mágica. Naturalmen-te, no todas las teorías “historicistas” se equivalen; algunas, como la de Marx, tienen una sutileza y gravitación mayores que, digamos, la de un Arnold Toynbee (quien redujo la historia de la humanidad a veintiún civilizaciones, ni una más ni una menos).
El futuro no se puede predecir. La evolución del hombre en el pasado no permite deducir una direccionalidad en el acontecer humano. No sólo en términos históricos, también desde el punto de vista lógico, aquélla sería pretensión absurda. Pues, dice Popper, aunque no hay duda de que el
desarrollo de los conocimientos influye en la historia, no hay manera de predecir, por métodos racionales, la evolución del conocimiento científico. Por lo tanto, no es posible anticipar el curso futuro de una historia que será, en buena parte, determinada por hallazgos e inventos técnicos y científicos que no podemos conocer con antelación.
Los sucesos internacionales de nuestros días son un buen argumento a favor de la imprevisibilidad de la historia. ¿Quién hubiera podido, hace apenas diez años, anticipar el fenómeno de la perestroika y la, al parecer, irresistible decadencia del comunismo en el mundo? ¿Y, quien, el golpe poco menos que mortal que ha dado a las políticas de censura y control del pensamiento el fantástico progreso de los medios de comunicación audiovisuales a los que es cada día mas difícil oponer controles o simples interferencias?
Ahora bien, que no existan leyes históricas no significa que no haya ciertas tendencias en la evolución humana. Y, que no se pueda predecir el futuro, tampoco significa que toda predicción social sea imposible. En campos específicos, las ciencias sociales pueden establecer que, bajo ciertas condiciones, ciertos hechos inevitablemente ocurrirán. La emisión inorgánica de moneda traed consigo, siempre, inflación, por ejemplo. Y no hay duda, tampoco, de que en ciertas aireas, como las de la ciencia, del derecho internacional, de la libertad, se puede trazar una línea más o menos clara de progreso hasta el presente. Pero sería imprudente suponer, incluso en estos campos concretos, que ello asegura en el futuro una irreversible progresión. La humanidad puede retroceder y caer, renegando de aquellos avances. Jamás hubo, en el pasado, matanzas colectivas semejantes a las que produjeron las dos guerras mundiales. ¿Y el holocausto judío llevado a cabo por los nazis o el exterminio de millones de disidentes por el comunismo soviético no son pruebas inequívocas de cómo la barbarie puede rebrotar con fuerza inusitada en sociedades que parecían haber alcanzado elevados niveles de civilización? ¿EL fundamentalismo islámico y casos como el de Irán no prueban, acaso, la facilidad con que la historia puede transgredir toda precisión, seguir trayectorias histéricas y experimentar “regresiones” en vez de “avances”?
Pero aunque la función de los historiadores está en referir acontecimientos singulares o específicos, y no en descubrir leyes o generalizaciones del acontecer humano, no se puede escribir ni entender la historia sin un punto de vista, es decir, sin una perspectiva o interpretación.  El error  “historicista”, dice Popper, está en confundir una “interpretación histórica” con una teoría o una ley. La “interpretación” es parcial y, si se admite así, útil para ordenar -parcialmente-lo que de otro modo sería una acumulación caótica de anécdotas. Interpretar la historia como resultado de la lucha de clases, o de razas, o de las ideas religiosas, o de la pugna entre la sociedad abierta y la cerrada, puede resultar ilustrativo, a condición de que no se atribuya a ninguna de estas inter-pretaciones validez universal y excluyente.  Porque la historia admite muchas “interpretaciones”, coincidentes, complemen-tarias o contradictorias, pero ninguna “ley” en el sentido de decurso único e inevitable.
Lo que invalida las “interpretaciones” de los “historicistas” es que éstos les confieren valor de “leyes”, a las que los acontecimientos humanos se plegarían dócilmente, como se someten los objetos a la ley de la gravedad y las mareas a los movimientos de la luna. En este sentido, en la historia no existen “leyes”. Ella es, para bien y para mal -Popper y muchos creemos lo primero- “libre”, hija de la libertad de los hombres, y, por lo tanto, incontrolable, capaz de las más extraordinarias ocurrencias. Desde luego que un observador zahorí  advertirá en ella ciertas tendencias, Pero éstas presuponen multitud de condiciones específicas y variables, ademas de ciertos principios generales y regulares (leyes). El “historicista”, por lo general, al destacar las “tendencias” omite aque-llas condiciones específicas y cambiantes y trastoca de este modo las tendencias en leyes generales. Procediendo así des-naturaliza la realidad y presenta una totalización abstracta de la historia que no es reflejo de la vida colectiva en su desen-volvimiento
en el tiempo sino, apenas, de su propia invención -a veces, de su genio- y también de su secreto miedo a lo imprevisible. “Ciertamente -dice el parrafo final de La miseria del historicismo-, parece como si los historicistas estuviesen intentando compensar la pérdida de un mundo inmutable aferrándose a la creencia de que el cambio puede ser previsto porque está regido por una ley inmutable.”
La concepción de la historia escrita que tiene Popper se parece como dos gotas de agua a lo que siempre he creído es la novela: una organización arbitraria de la realidad humana que defiende a los hombres contra la angustia que les produce intuir el mundo, la vida, como un vasto desorden.
Toda novela, para estar dotada de poder de persuasión, debe imponerse a la conciencia del lector como un orden convincente, un mundo organizado e inteligible cuyas partes se engarzan unas en otras dentro de un sistema armónico, un “todo” que las relaciona y sublima. Lo que llamamos el genio de Tolstoi, de Henry James, de Proust, de Faulkner, no sólo tiene que ver con el vigor de sus personajes, la morosa psicología, la prosa sutil o laberíntica, la poderosa imaginación, sino, también, de modo sobresaliente, con la coheren-cia arquitectónica de sus mundos ficticios, lo sólidos que lucen, lo bien trabados que están. Ese orden riguroso e inte-ligente, donde nada es gratuito ni incomprensible, donde la vida fluye por un cauce lógico e inevitable, donde todas las manifestaciones de lo humano resultan asequibles, nos seduce porque nos tranquiliza: inconscientemente lo superponemos al mundo real y éste, entonces, deja transitoriamente de ser
lo que es -vértigo, behetría, incomensurable absurdo, caos sin fondo, desorden múltiple- y se cohesiona, racionaliza y ordena a nuestro alrededor, devolviéndonos aquella confianza a la que difícilmente se resigna el ser humano a renun-ciar: la de saber qué somos, dónde estamos y -sobre todo-adónde vamos.
No es casual que los momentos de apogeo novelísticos hayan sido aquellos que preceden a las grandes convulsio-nes históricas, que los tiempos mas fértiles para la ficción sean aquellos de quiebra o desplome de las certidumbres colectivas -la fe religiosa o política, los “consensos” sociales e ideoló-gicos-, pues es entonces cuando el hombre común se riente extraviado, sin un suelo sólido bajo sus pies, y busca en la ficción -en el orden y la coherencia del mundo ficticio-abrigo contra la dispersión y la confusión, esa gran inseguri-dad y suma de incógnitas que se ha vuelto la vida. Tampoco es casual que sean las sociedades que viven períodos de des-integración social, institucional y moral más acusados los que por lo general han generado los “órdenes” narrativos más estrictos y rigurosos, los mejor organizados y lógicos: los de Sade y los de Kafka, los de Proust y los de Joyce, los de Dostoievski y los de Tolstoi. Esas construcciones, en las que se ejercita de manera radical el libre albedrío, desobediencias imaginarias de los límites que impone la condición humana -deicidios simbólicas- secretamente constituyen, como Los nueve libros de la historia, de Herodoto, la Histoire de la Révolution Francaise, de Michelet, o The Decline and Fall of the Roman Empire, de Gibbon -esos prodigios de erudi-ción, ambición, buena prosa y fantasía-, testimonios del miedo pánico que produce a los hombres la sospecha de que su destino es una “hazaña de la libertad” y de las formidables creaciones intelectuales con que -en distintas épocas, de dis-tintos modos- tratan de negarlo. Afortunadamente, el mie-do a reconocer su condición de seres libres no sólo ha fabricado tiranos, filosofías totalitarias, religiones dogmaticas, “historicismo”; también, grandes novelas.
EL REFORMISMO
La propuesta de Popper contra el “historicismo” es la “ingeniería fragmentaria” o reforma gradual de la sociedad. “Una vez que nos damos cuenta, sin embargo, de que no pode-mos traer el cielo a la tierra, sino sólo mejorar las cosas un poco, también vemos que sólo podemos mejorarlas poco a poco”, dice en La miseria del historicismo (p. 89). Poco a poco; es decir, mediante continuos reajustes a las partes, en vez de proponer la reconstrucción total de la sociedad, Avanzar de esta manera tiene la ventaja de que a cada paso -fragmento-se puede evaluar el resultado conseguido y rectificar el error a tiempo, aprender de él. El método “revolucionario” -historicista u holístico- se cierra esta posibilidad, pues, en su desprecio de lo particular, en su obsesiva fijación por el todo, muy pronto se aparta de lo concreto. Se convierte en un quehacer desconectado de lo real, que obedece sólo a un modelo abstracto, ajeno a la experiencia, al que por querer hacer coincidir con la realidad social, termina sacrificando lo demás, desde el racionalismo hasta la libertad, e, incluso, a veces, el simple sentido común. 

La noción de planifícación transpira “historicismo” por todos sus poros. Ella supone que la historia no sólo se puee predecir, sino, también, dirigir y proyectar, como una obra de ingeniería. Esta utopía es peligrosa, pues, embosca-do en sus entrañas, acecha el totalitarismo. No hay manera  de centralizar todos los conocimientos desperdigados en la multitud de mentes individuales que conforma una sociedad, ni de averiguar los apetitos, ambiciones, necesidades, intereses, cuyo tramado y coexistencia van a determinar la evolución histórica de un país. La planificación, llevada a sus últimas consecuencias, conduce a la centralización del poder. Este, progresivamente va sustituyendo al normal desenvolvimiento de todas las fuerzas y tendencias de la vida social e imponiendo un control autoritario al comportamiento de instituciones e individuos. La planificación, que es, en lo que se refiere a la orientación controlada y científica de la evolución social, una quimera, desemboca, siempre que se la quiera imponer, en la destrucción de la libertad, en regímenes totalitarios en los que el poder central, con el argumento de “racionalizar” provechosamente el uso de los recursos, se arroga el derecho de privar a los ciudadanos de iniciativa y del derecho a la diversidad y de imponerles mediante la fuerza unas formas determinadas de conducta.

Es verdad que en muchas sociedades libres hay institutos de “planificación” y que su existencia no ha acabado con las libertades públicas. Pero eso ocurre porque estos institutos no “planifican”, sino de manera muy relativa o simbólica; por lo común se limitan a dar orientaciones e informaciones sobre la actividad económica, sin imponer políticas o metas de manera compulsiva. Esto no es, stricto sensu, “planificar”, sino investigar, aconsejar, asesorar: acciones perfectamente compatibles con el funcionamiento del mercado competitivo y de la sociedad democrática.

A diferencia del “ingeniero utópico u holístico” -el revolucionario-, el “ingeniero fragmentario” -o reformista-admite que no se puede conocer el “todo” y que no hay ma-nera de prever ni de controlar los movimientos de la sociedad, a menos de someterla a un régimen dictatorial en el que, mediante el uso de la censura y la fuerza, todas las conductas se ajusten a una horma decidida de antemano por el poder. El “ingeniero fragmentario” antepone la parte al todo, el fragmento al conjunto, el presente al porvenir, los problemas y necesidades de los hombres y mujeres de aquí y de ahora a ese incierto espejismo: la humanidad futura.

El reformista no pretende cambiarlo todo ni actúa en función de un designio global y remoto. Su empeño es perfec-cionar las instituciones y modificar las condiciones concretas desde ahora a fin de resolver los problemas de modo que haya un progreso parcial, pero efectivo y constante. Él sabe que sólo a través de este continuo perfeccionamiento de las partes se mejora el todo social. Su designio es reducir o abolir la pobreza, la desocupación, la discriminación, abrir nuevas oportunidades de superación y de seguridad a todos y estar siempre atento a la compleja diversidad de intereses contradictorios y de aspiraciones cuyo equilibrio es indispensable para evitar los abusos y la creación de nuevos privilegios. El “reformista” no aspira a traer la felicidad a los hombres, pues sabe que este asunto no incumbe a los estados sino a los individuos y que en este campo no hay manera de englobar en una norma esa multiplicidad heterogénea -en todo, incluidos los deseos y aspiraciones personales- que es una comunidad humana. Su designio es menos grandioso y más realista: hacer retroceder objetivamente la injusticia y las causas sociales y económicas del sufrimiento individual.

¿Por qué prefiere el reformista modificar o reformar las instituciones existentes en vez de reemplazarlas, como pretende el revolucionario? Porque, dice Popper en uno de los ensayos más abarcadores de su libro Conjeturas y refutaciones: el desarrollo del conocimiento científico (Paidós, Buenos Aires, 1983), el funcionamiento de las instituciones no depende nunca sólo de las naturaleza de éstas -es decir, de su estructura, reglamentación, tareas o responsabilidades que le han sido asignadas o de las personas a su cargo-, sino, también, de las tradiciones y costumbres de la sociedad. La más importante de estas tradiciones es el “marco moral”, el sentido profundo de justicia y la sensibilidad social que una so-ciedad ha alcanzado a lo largo de su historia. De ello no se puede hacer tabula rasa. Esta delicada materia que forma la psicología y la estructura anímica profunda de una sociedad no puede ser abolida ni reemplazada abruptamente, como quisiera el revolucionario. Y es ella, en úitima instancia, por su concordancia o antagonismo íntimo con ellas, la que asegura el éxito o el fracaso de las instituciones sociales. Éstas, por inteligentemente que hayan sido concebidas, sólo cumplirán los fines propuestos si sintonizan de manera cabal con ese
contexto inefable, no escrito, pero decisivo en la vida de una nación, que es el “marco moral”. Esa sintonización constante de las instituciones con ese fondo tradicional y ético –que evoluciona y cambia con mucha más lentitud que las instituciones- sólo es posible mediante esa “ingeniería fragmentaria” que, por su manera gradual de reformar la sociedad, puede ir haciendo a cada paso los reajustes y correcciones que eviten la perpetuación de los errores (algo para lo que la metodología “holística” o utópica no tiene remedio).

El reformismo es compatible con la libertad. Más aún, depende de ella, pues el examen crítico constante es su principal instrumento de acción. El reformismo puede mantener siempre, gracias al ejercicio de la crítica, ese equilibrio entre individuo y poder, que impida a éste crecer hasta arrasar con aquél. En cambio, la “ingeniería utópica u holística” conduce, a la corta o a la larga, a la acumulación del poder y a la supresión de la crítica (es decir, a la dictadura). El camino que lleva a este resultado -muchas veces de manera insensible-es el de los controles, complemento inevitable de toda política “planificadora” que intente, de veras, “planificar” la marcha de la sociedad. Los “controles” económicos, sociales o culturales van recortando las iniciativas y libertades hasta abolir la soberanía individual y hacer del ciudadano un mero títere. Hay, claro, una larga variedad de estadios intermedios, entre una democracia intervenida por una determinada política parcial o atenuada de controles y una sociedad totalitaria o policial donde el Estado controla prácticamente el cien por ciento de las actividades sociales. Pero es importante tener en cuenta que, aunque es evidente que aun en la sociedad más libre, una cierta intervención del poder que ponga ciertos límites y condicionantes a la iniciativa individual es indispensable -pues, de otro modo, la sociedad se deslizaría hacia la anarquía o hacia la ley de la jungla-, también es cierto que toda política de controles debe ser continuamente vigilada y contrapesada, pues ella incuba siempre los gérmenes
del autoritarismo, los rudimentos de una amenaza contra la libertad individual.

El Estado, dice Popper, es “un mal necesario”. Necesario, porque sin él no habría coexistencia ni aquella redistribución de la riqueza que garantiza la justicia -ya que la sola libertad por sí misma es fuente de enormes desequilibrios y desigualdades- y la corrección de los abusos. Pero, un “mal” porque su existencia representa, en todos los casos, aun en los de las democracias más libres, un recorte importante de la soberanía individual y un riesgo permanente de que crezca y sea fuente de abusos que vayan socavando las bases -frágiles, a fin de cuentas- sobre las que fue erigiéndose, en el curso de la evolución social -difícil saber si para aumentar la felicidad o la desdicha de los hombres- la más hermosa y misteriosa de las creaciones humanas: la cultura de la libertad.

LA TIRANIA DEL LENGUAJE
Desde su primer libro, Popper se enfrentó a una moda que, entonces, ni siquiera había nacido: la distracción lingüística. Buena parte del pensamiento occidental contemporáneo tomaría, luego de la posguerra, una obsesiva preocupación por las limitaciones y poderes connaturales al lenguaje, al extre-mo de que, en algún momento -la década del sesenta- se tuvo la impresión de que todas las ciencias humanas, desde la filosofía hasta la historia, pasando por la antropología y la política, se estaban convirtiendo en ramas de la lingüística. Y de que la perspectiva formal -las palabras organizadas entre sí y disociadas de su referente, el mundo objetivo, la vida no dicha sino vivida-, recurrentemente utilizada en todas las disciplinas acabaría por convertir a la cultura occidental en una suerte de protoplasmática especulación filológica, semiológica y gramatical. Es decir, en un gran fuego de artificio retórico, en el que las ideas e inquietudes sobre los “grandes temas” habrían poco menos que desaparecido, barridas por la excluyente preocupación por la expresión en sí, por las estructuras formales de cada ciencia y saber.
Popper nunca compartió esta postura y ello explica en parte, sin duda, que en ningún momento de  u larga trayectoria intelectual fuera un filósofo de moda y que su pensamiento permaneciera confinado durante mucho tiempo dentro de círculos académicos. Para él, el lenguaje “comunica”
cosas ajenas a él mismo y hay que tratar de usarlo fun-cionalmente, sin demorarse demasiado en averiguar si las palabras expresan a cabalidad lo que quien las usa pretende hacerles decir. Distraerse explorando el lenguaje en sí mis-mo, como algo disociado de ese contenido que es la realidad a la que las palabras tienen la misión de expresar, no sólo es una perdida de tiempo. Es, tambien, frívolo, un descuido de lo esencial, la búsqueda de la verdad, algo que para Popper esta siempre fuera de las palabras, algo que éstas pueden co-municar pero no producir por sí mismas, nunca. “Desde mi punto de vista, tratar de alcanzar la sencillez y la lucidez es un deber moral de todos los intelectuales. La falta de clari-dad es un pecado y la pretensión un crimen” (“In my view,
aiming at simplicity and lucidity is a moral duty of all inte-llectuales: lack of clarity is a sin, and pretentionness is a cr-me”), escribió en “Two faces of common sense” (ensayo recopilado en Objectiue Knowledge). La “sencillez” significa para Popper utilizar el lenguaje de tal modo que las palabras importen poco, que sean transparentes y dejen pasar a través de ellas las ideas sin imprimirles un rasgo peculiar. “Nuestras ‘definiciones operativas’ tienen la ventaja de ayudarnos a
llevar el problema a un campo en el que nada, o casi nada, depende de las palabras. Hablar claro es hablar de tal modo que Las palabras no importen. (The Open Society..., vol. II, p. vol. II, p. 296, el Masis es mío). Es difícil imaginar una convicción que contradiga de manera más flagrante ese mandamiento de la cultura occidental moderna que ordena desconfiar de las palabras ya que ellas son capaces de jugar las peores burlas a quien no las maneja con prudencia ni les presta atención suficiente.

Popper ha sido víctima de este error: el menosprecio de la forma expresiva. Es verdad, su creencia de que el lenguaje no puede ser un fin en sí mismo, ni siquiera una preocupación hegemónica, sin que se produzca una distorsión profunda del contenido de una ciencia (algo que es razonable no identificar absolutamente con el lenguaje en que ella se ex-presa) no puede ser más atinada. (Esta identidad forma – contenido no existe ni siquiera donde parecería que es inevitable, en la literatura, pues, como lo dijo Gabriel Ferrater en una célebre boutude, no se puede confundir la terza rima dantesca con los tormentos del infierno). Y es verdad, también, que esta creencia inmunizó a Popper contra la tentación, a la que sucumbieron muchos intelectuales ilustres de su tiempo, de relegar los “grandes temas” por los accesorios –que es lo que son, en última instancia, los temas relativos a la expresión formal de una ciencia o filosofía. El pensamiento de Popper siempre ha girado en torno a lo fundamental, las gran-des cuestiones, la verdad y la mentira, el conocimiento objetivo y el mágico o religioso, la libertad y la tiranía, el individuo y el Estado, la superstición y la ciencia, como en los grandes clásicos. Pero, no hay duda, este pensamiento se ha visto afectado por esa subestimación de la naturaleza de las palabras, por el -temerario- supuesto de que se las puede usar como si ellas no tuvieran tanta importancia.

Las palabras siempre importan. Si se las subvalora, pueden vengarse, introduciendo la ambigüedad, la anfibología, el doble o el triple sentido en ese discurso que aspira a seraséptico y unívoco. La reticencia de Popper a considerar el lenguaje como una realidad autónoma, con sus propios impulsos y tendencia, ha tenido consecuencias negativas en su obra, la que, a ratos, adolece de imprecisión y aun de confusión. Sus nomenclaturas y fórmulas no son siempre felices, pues se prestan a malentendidos. Llamar “historicismo” a la visión totalitaria de la historia o al simple ideologismo es dis-cutible, ya que sugiere una recusación de la historia a secas, o poco menos, algo que esta lejos de la filosofía popperiana. Pero aún más objetable es el empleo de las expresiones “in-geniería fragmentaria” e “ingeniería utópica u holística” para lo que, más sencillamente, podría llamarse “reformismo” y “radicalismo” (o “revolucionarismo”), o “actitud liberal” y “actitud totalitaria”. Hayek, por ejemplo, criticó el uso de la palabra “ingeniero” para señalar al reformador social por la asociación inconsciente con el vocabulario estalinista, en el que, recordemos, se definía a los escritores como “ingenieros de almas”. Y, sin duda, hay una contradicción evidente en que llame “ingeniero” al reformador social el filósofo que ha criticado de manera tan persuasiva la idea de “planificación”, es decir, aquella ilusión de organizar desde un poder central la sociedad que conduce, a la corta o a la larga, al recorte y desaparición de las libertades.

Es bueno que una filosofía, o una ciencia, no se agoten en el análisis de los lenguajes que utilizan, porque ese camino lleva por lo general a un bizantinismo intelectual bastante estéril. Pero es imprescindible que todo pensador conceda al instrumento en que se expresa la atención necesaria a fin de ser, en cada uno de sus textos, el dueño de las palabras, el gobernante de su propio discurso, y no un servidor pasivo del lenguaje. La obra de Popper, una de las más sugestivas y renovadoras de nuestro tiempo, tiene esa mácula: las palabras, desdeñadas por él, enredan y tergiversan a veces las ideas que el autor no supo expresar siempre cabalmente, es decir con el rigor y los matices que su hondura y originalidad exigían.
Alguien que está en las antípodas de Popper, en lo que a concepción del discurso se refiere, Roland Barthes, escribió: “En el orden del saber, para que las cosas se vuelvan lo que ellas son, lo que ellas han sido, hace falta ese ingredien-te, la sal de las palabras. Es el gusto de las palabras lo que hace que el saber sea profundo, fecundo” (en Lecon, Éditions du Seuil, Paris, 1978, p. 21). En el lenguaje funcional de Popper no hay esa sal de las palabras, ese perfecto ajuste entre el con-tenido y el continente del discurso que era, paradójicamen-te, lo que él pretendía con su ideal de un lenguaje “simple y lúcido” en el que las palabras no importaran. En sus libros, aun en aquellos donde es más evidente la hondura de su reflexión y su sabiduría, se advierte siempre un desfase entre la riqueza de un pensamiento que nunca acaba de llegar a nos-otros en toda su esplendidez, sino frenado, mermado y hasta embarullado por la relativa indigencia y el enmarañamiento de la escritura. A diferencia de Ortega y Gasset cuya buena prosa vestía tan bien a sus ideas que las mejoraba, la opaca y zigzagueante de Popper a menudo desmerece a las suyas.
La aproximación de Popper a Roland Barthes no es del todo caprichosa. En lo que concierne al lenguaje, ambos re-presentan dos extremos punibles, dos excesos que se pagan caro. A diferencia de Popper, quien creía que el lenguaje no importaba, Barthes consideró que, a fin de cuentas, lo único que importaba era el lenguaje, ya que éste es el centro del poder, de todo poder. Ensayista de un talento inmenso, pero frívolo, que se contemplaba y gozaba a sí mismo, que se ex-hibía y se desvanecía en aquella palabrería -el discurso, el texto, el lenguaje, la lengua, etc.- que describía con tanta brillantez y sofisma, Barthes llegó a afirmar-a “demostrar”-que no eran los hombres los que hablaban sino el lenguaje el que hablaba a través de ellos, modelándolos y sometién-dolos a una sinuosa e invisible dictadura:“.. la langue.. n’ est ni réactionnaire, ni progresiste; elle est tout simplement: fas-ciste; car le fascisme, ce n’est pas d’empêcher de dire, c’est d’obliger à dire” (Lecon, p. 14). De esta dictadura sólo se emancipan, transitoriamente, aquellas obras literarias que rom-pen con el lenguaje entronizado y entronizan uno nuevo.
La libertad, según Barthes, sólo puede existir hors du langage. (¿Los hombres más libres serían, pues, los autistas y los sor-domudos?) Cuando uno extracta el pensamiento de Barthes, apartándolo de los hermosos textos que escribía, su superfi-cialidad, su ligereza, su carácter provocador y juguetón, su humor, muy a menudo su vacío, saltan a la vista. Pero cuan-do uno se enfrenta a él en los textos originales, embellecido por la elegancia de la prosa, la maestría en la matización, la sutileza encantatoria de la frase, tiene la sensación de la pro-fundidad, de la verdad trascendente. No hay tal cosa: se trata de un bello espejismo retórico.
Porque no es verdad que el asiento de todo poder sea el lenguaje. ¡Vaya sofisma! El verdadero poder mata y las palabras, a lo más, aburren, hipnotizan o escandalizan. La bue-na prosa, el iridiscente estilo que tenía dio al pensamiento fugaz de Roland Barthes una apariencia de penetración y per-manencia, en tanto que el ambicioso y profundo sistema de ideas de Karl Popper se ha visto de algún modo constreñido y rebajado por una expresión que nunca estuvo a la altura de aquello que expresaba. Porque, aunque las ideas no están hechas sólo de palabras, como creía Barthes, sin las palabras que las encarnen y comuniquen debidamente, las ideas no serán nunca todo lo que ellas pueden ser.
EL LIBERALISMO, HOY
De joven, en su Austria natal, Popper (nacido en 1902) fue marxista. Luego, desencantado del marxismo, militó en la socialdemocracia varios años. Se apartó de ella cuando los socialdemócratas se impregnaron de tendencias estatistas y colectivistas. Pero el pensamiento de Popper no esta reñido con la socialdemocracia moderna, depurada de ilusiones socialistas y del “historicismo” marxista. (Véase, por ejemplo, el rescate socialdemócrata que hace de Popper Bryan Magee en su libro Popper, de la colección Fontana Modern Masters (Londres, 1973))
También los conservadores reivindican a Popper, por-que el peacemeal approach -la reforma continua, sistemática de la sociedad- congenia con su voluntad de conciliar la tradición y la modernidad y de conseguir una evolución armoniosa, no traumática, de la vida social. Un pensamiento tan rico puede irrigar todas las fuentes de esa vasta hidrogra-fía que es la cultura democrática.
Pero, sin duda, la definición que lo expresa mejor es la de ser un liberal, un filósofo en la gran tradición de Adam Smith, John Stuart Mill, Benjamin Constant y Alexis de Tocqueville, aquella que sentó las bases intelectuales de la modernidad política, primero en Europa y, luego, en el resto del
mundo. No es exagerado decir que, junto con Ludwig von Mises, Friedrich Hayek y Raymond Aron, las ideas de Popper son las que más han enriquecido y actualizado la cultura de la libertad en el mundo de hoy.
Sin embargo, decir “liberal” en nuestros días es incurrir en ese pecado -la falta de claridad- que Popper pide a toda costa evitar. Porque “liberal” tiene en el vocabulario po-lítico contemporáneo significados distintos y contradictorios. En el mundo anglosajón, por ejemplo, se suele llamar libera-les a los progresistas, a quienes se alinean con posiciones so-cialdemócratas y aun socialistas. En tanto que en Francia, Italia, España y América Latina apenas se percibe la diferen-cia entre un liberal y un conservador, debido a que, en mu-chos casos, los partidos y políticos que se autodenominan “liberales” defienden el statu quo, es decir, estos regímenes híbridos -el capitalismo mercantilista o el rentismo populista-, de mercados intervenidos, prácticas monopólicas y nacionalismo económico que son, precisamente, la negación de lo que postula el liberalismo clásico.
Popper, con Hayek y von Mises, es uno de los grandes pioneros del renacimiento del liberalismo clásico, luego de un largo período en el que las ideas y las políticas liberales sufrieron un duro revés. No sólo con el desarrollo de los to-talitarismos fascista y marxista, sino, también, con la propa-gación en las sociedades democráticas de Occidente de lo que Hayek llamaría “la falacia constructivista”: la idea de que las instituciones sociales pueden ser rediseñadas de una ma-nera
racional para que sirvan mejor a sus fines. Esta es la semilla de “la planificación”, del “keynesianismo”, del New Deal y de todos los populismos ideológicos contemporáneos, a cuya sombra el Estado iría creciendo en tamaño y poder en la vida económica y social, hasta la gran contraofensiva antiintervencionista y en favor del mercado competitivo en-cabezada por los gobiernos de Reagan, en Estados Unidos, y de la señora Thatcher, en Gran Bretaña.
Los dos libros seminales en la resurrección del liberalismo clásico, The Road to Serfdon (1944), de Hayek, y The 0pen Society and its Enemies (1945), de Popper, se publicaron casi al mismo tiempo. Aunque inadvertidos del gran público y desdeñados por el establishment intelectual y político de la posguerra, entre los que reinaban, todopoderosas, las ideas keynesianas en favor del intervencionismo estatal –el Estado - beneficencia- y el nacionalismo económico, y las abiertamente socialistas postulando economías centralizadas y planificadas, las ideas de Hayek, Popper, von Mises y los que más tarde vendrían a ampliarlas, matizarlas y enriquecerlas (a veces dentro de una perspectiva crítica) -como la Escue-la de Chicago, con Milton Friedman, o la de pensadores co-mo James Buchanan y su Schoo[ of Public Choice, o las del filósofo norteamericano Robert Nozik- mantendrían viva y renovada la doctrina liberal, como una opción distinta a las del socialismo y del capitalismo mercantilista.
A partir de fines de los anos sesenta, con la crisis del socialismo, el posterior desplome de los regímenes colectivistas de Europa central y la “liberalización” acelerada de la socialdemocracia, el liberalismo vive en el mundo, con dis-tintos atuendos y discursos, es verdad, un nuevo apogeo. Gracias a él, los países occidentales y quienes han hecho suyo su modelo económico -Japón y las naciones de la cuenca del Pacífico, principalmente- conocen una prosperidad y un desarrollo material jamas alcanzados por civilización al-guna. Y con el fin de la guerra fría y la política de bloques, y la desintegración del imperio soviético, parecería iniciarse una era de paz y bienestar en el que el esfuerzo de las na-ciones se concentrara cada vez menos en armarse y, más, en preservar el medio ambiente, perfeccionar la democracia, propagar la cultura y desarrollar una ciencia y una tecnolo-gía “para la paz”.
¿Sera verdad tanta belleza? Las sorpresas que la histo-ria nos ha deparado en estos anos -y la novísima sorpre-sa, la crisis del Golfo, de imprevisibles consecuencias- nos aconsejan ser prudentes y no caer en el optimismo de quie-nes, como -Francis Fukuyama, creen que hemos alcanzado un hegeliano fin de la historia, con el triunfo del liberalis-mo en el mundo.
Esta victoria está lejos de ser cierta, a escala planetaria. En el llamado tercer mundo, la vieja barbarie impera toda-vía, y todo indica que tiene para rato, con excepciones que se cuentan con los dedos de una mano. Y el desplome de los regímenes comunistas de Europa central, con ser un acon-tecimiento extraordinario para la causa de la libertad, está lejos de garantizar, en todos esos países, el triunfo del sistema liberal. Lo cierto es que en muchos de ellos –como es el caso de la propia Unión Soviética- vemos en estos días asomar, de entre los escombros del comunismo, algunos siniestros demonios de antaño, como el nacionalismo mas chauvinista, el antisemitismo, el integrismo religioso, etc.
Por lo demás, tal vez el único principio inconmovible de la doctrina liberal sea el de que para ella está excluida to-da victoria final. Para el liberalismo sólo puede haber victo-rias parciales y transitorias, siempre amenazadas de retroceso o traspiés. Si la historia no esta escrita de antemano, todo pue-de suceder en ella, hacia adelante o hacia atrás. El progreso existe, pero una sociedad puede dar muchos rodeos para al-canzarlo, y, por tanto, una generación retroceder lo que les costó a dos o tres generaciones avanzar. La medida del pro-greso no es el desarrollo económico -éste es una consecuen-cia, más bien- sino el avance de la libertad, en todos los campos: económico, político, cultural, institucional, ético. Y está muy lejos de ser cierto que las sociedades que gracias a la libertad económica han elevado su producción y mejo-rado los niveles de vida de sus habitantes hayan hecho pro-gresar del mismo modo, al mismo ritmo, la libertad, en los otros dominios de la vida social.
La lucha por la libertad es permanente y múltiple. Para la opción liberal -más ancha que la de cualquier partido po-lítico que pretenda monopolizarla- esto significa la defensa del individuo, de la sociedad civil, de la propiedad privada, del progreso gradual -a través de reformas-, de la tolerancia política, religiosa y cultural, del espíritu crítico, de un gobierno limitado por el imperio de la ley, de una justicia eficiente y proba totalmente independiente del poder político y de una economía de mercado de reglas estables y equitativas que el Estado haga respetar pero que no puedan ser manipuladas en provecho propio ni en el de intereses particulares.
Este es apenas un haz de principios que admiten mati-ces y variantes a la hora de su materialización. Y, por eso, vemos hoy día que la opción liberal avanza a veces en cier-tos países gobernados por partidos socialistas o conservado-res, en tanto que, en otros, retrocede por políticas aplicadas por gobiernos que se llaman liberales. Lo fundamental es el contenido, no la etiqueta que lo envuelve. Todo lo que pro-mueva la descentralización del poder -la pulverización del poder central en múltiples poderes particulares- es bueno para la causa de la libertad. Como lo es la difusión de la pro-piedad privada, sea en bienes o a través de acciones, entre los ciudadanos y la creación de mercados competitivos don-de antes había mercados cautivos por obra del monopolio, como lo es la transferencia a la sociedad civil de empresas y atribuciones que antes pertenecían al Estado.
Pero nada de esto hace avanzar verdaderamente la cau-sa de la libertad si la sociedad que reduce el rol del Estado y promueve la iniciativa individual y la competencia no esti-mula a la vez el desarrollo de ese espíritu crítico sin el cual los ciudadanos no están, de veras, en condiciones de ejerci-tar aquellos derechos y poderes que la sociedad liberal les reconoce. Paradójicamente, el progreso de políticas libera-les en lo económico que ha caracterizado la vida de los paí-ses
occidentales en la última década, no ha contribuido a forjar, de manera significativa, esos ciudadanos alertas, inquie-tos, críticos, conscientes del protagonismo que se espera de ellos en una sociedad que se va “desenajenando” del paternalismo estatal, activamente envueltos en la vida cívica y la acción social. Por el contrario. La norma ha sido la del em-botamiento de la conciencia cívica, la indiferencia creciente de los jóvenes hacia la vida pública y la casi total abdicación de la sociedad civil ante la pequeña clase política en lo que se refiere al manejo de los grandes asuntos sociales. Un generalizado conformismo, cuando no una actitud de asco ydesprecio hacia la política y la vida pública, es el resultado del progreso material y la consolidación de la democracia li-beral en los países occidentales.
Y la vida cultural se ha visto también frenada, adocenada y corrompida por la masiva irrup- ciónde productos semi o seudo culturales, difundidos por los medios de comunicación, que, en vez de activar, adorme- cen la imaginación, el espíritu creador y las actitudes críticas.
 ¿No es esta inesperada realidad la mejor confirmación de la tesis de Popper según la cual la libertad puede verse ame nazada desde el seno mismo de los que parecen sus más fir- mes bastiones? En el futuro inmediato los desafíos a la libertad, en los países democráticos, no serán por lo visto las ideolo- gías totalitarias, ya en avanzado estado de putrefacción, sino unos enemigos mucho más solapados y por eso más difíciles de vencer: el aburrimiento, el hastío, la anemia cultural y espiritual, la frivolidad, el conformismo y las rutinas en que van languideciendo sus beneficiarios.
París, 12 de julio de 1990.

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