El País, 5 de agosto de 2012
Los antitaurinos catalanes se niegan a aceptar que las corridas de toros sean consideradas como cultura por el sufrimiento que infligen a un animal. No tiene precedente el criterio de esgrimir un juicio de valor moral para decidir de la pertenencia de una cosa a la “cultura”. El equívoco nace de esa actitud, tan del PSOE de González, de privilegiar la Cultura como cosa excelsamente democrática, y así se ha popularizado la manía de estar viendo cultura por todas partes, con nuevas y baratas invenciones; y a la mera palabra “cultura” se le cuelga impropiamente una connotación valorativa de cosa honesta y respetable.
Tengo entendido que los primeros escandalizados ante la crueldad de las corridas de toros no fueron ni los catalanes ni los castellanos sino los ingleses, y no por la gente y la muerte del toro sino por las de los caballos. No hay ni que decir lo que para un inglés es un caballo. En el entresiglo XIX-XX los ingleses tenían buenas razones para venir a España, tal vez aún poco turísticas, pero sí industriales y mineras: sobresalen al norte la producción de hierro y al sur las minas de cobre de Río Tinto. En el invierno de 1956 tuve la suerte de pasar 10 días en el precioso Hotel Victoria, de Ronda, todavía en su forma prístina —victoriana, como su nombre indica—, y no en la detestable remodelación posterior. Seguramente construido para los ingleses que frecuentaban Gibraltar, fue a situarse precisamente en Ronda, con su famoso “Tajo”, un verdinegro abismo vertical que la divide en dos, aunque con tres puentes, el más alto de ellos, en la cota superior de la ciudad. Pero Ronda era además una antigua y célebre ciudad taurina, con la primera plaza levantada sobre planos de arquitecto, muy arrimada al Tajo y con el propio Hotel Victoria en sus proximidades. Lóbrega fama la de aquella plaza: a los caballos muertos por el toro los sacaban hasta el borde del barranco y los precipitaban vertiginosamente al fondo del abismo, cien metros más abajo, donde servían de pasto a las aves carroñeras. ¡Virgen Santísima! ¡qué pesadilla de caballos muertos para una dama inglesa hospedada en el Hotel Victoria!
Muy distintos motivos y circunstancias, y desde luego totalmente remotos a la compasión, fueron los que removieron la “cuestión caballos” entre los taurinos nacionales. Hubo una época, creo que fijada desde una ordenanza de 1846, en que el ministerio obligaba al empresario de cualquier corrida ordinaria corriente de seis toros a tener dispuestos en la cuadra hasta 40 caballos para la suerte de varas; de modo que cada toro tenía asegurados seis caballos que matar, y todavía quedaban cuatro por si alguno no se había saciado con su cupo.
Ya se sabe que el remedio —aunque en parte no tan remedio— sobrevino en 1928, bajo el gobierno, o dictadura, de don Miguel Primo de Rivera, pero no por motivación pública, sino por un incidente personal desagradable: el contenido de las tripas de un caballo despanzurrado por el toro saltó hasta la barrera y salpicó a don Miguel, a una ilustre dama francesa que lo acompañaba y a algunos otros espectadores. Fulminantemente el dictador ordenó a su ministro de gobernación, Martínez Anido, que implantase la protección de los caballos de picas mediante una gualdrapa embutida de lana o de crin, con una botonadura al tresbolillo, estilo capitoné. El toro, desde luego, ya no mataba a los caballos, y la orden dejó satisfechos a los empresarios; pero no así al público: desde los graderíos de todas las plazas se levantó una protesta ensordecedora. Y es que en aquellos años todavía el público iba a ver principalmente toros, mucho más que toreros —aunque la suerte de matar tuviese ya algún predicamento: ¡el Espartero!— y la suerte de varas, donde el toro mostraba su bravura y su poder, era la más importante, de manera que el número de caballos muertos era casi el sumando principal en el baremo de la calificación.
La cultura es desde siempre, congénitamente, un instrumento de control social, o político-social cuando hace falta; por esta congénita función gubernativa tiende siempre a conservar y perpetuar lo más gregario, lo más enajenante, lo más homogeneizador. Hoy está muy cabalmente representada por ese inmenso CERO que es el fútbol.
Los castellanos se han puesto a revindicar la alta culturalidad de la Fiesta Nacional, sobreentendiendo implícita e inconscientemente que la cultura es buena por definición, al ensalzar del modo más enfático las muchas y gloriosas externalidades que se han desarrollado en torno suyo, en la poesía, en la literatura, en las artes plásticas, pintura y escultura (¡Mariano Benlliure!) y hasta en filosofía. Lo más ambicioso ha sido lo de doña Esperanza Aguirre: que la corrida de toros sea declarada “Patrimonio de la Humanidad”, pero yo por mi parte no puedo sustraerme de que la Alianza de las Civilizaciones entre España, el Midí y no pocas naciones de Ultramar que tal cosa implicaría, más aún que para enaltecer una muy castellana y española afición taurina, es para darles a los catalanes una lección sobre Cultura.
Pero nada de esto hacía falta: el genuino e innegable carácter de “cultura” se le reconoció a la corrida a mediados del siglo XX, cuando la populista fórmula romana Panem et circenses se remedó para título de una zarzuela Pan y toros. Este título identificaba en las corridas de toros una función análoga ante el público a la que tenían en Roma los espectáculos circenses: la ya citada función congénita de toda cultura, instrumento de control político social.
Justo es consignar, sin embargo, que hay apologetas castellanos como algo más filosóficos o sofisticados, que o bien niegan el placer del sufrimiento o le dan una connotación espiritual. Así, por ejemplo, Víctor Gómez Pin, en EL PAÍS del 5 de marzo de 2010, dice así: “Los taurinos afirman que su contemplación del sacrificio del animal nada tiene que ver con una complacencia ante el sufrimiento”; y echando mano de la concepción cristiana del sufrimiento como “precio”, añade: “El sacrificio sería simplemente el precio por un rito de marcado peso simbólico y artístico”. Una invención tan deliberada y rebuscadamente cultural, que yo no diría “simplemente” sino “complicadísimamente”. Por su parte, Fernando Savater, se deja de la poquedad del sufrimiento, y se enfrenta directamente con “la muerte”, porque la gran tradición estética y literaria de la muerte —con los inmensos servicios prestados al congénito narcisismo de los poetas— eleva inmensamente la dignidad del sacrificio taurino, y escribe así: “Sí, en el toreo está presente la muerte, pero como aliada, como cómplice de la vida: la muerte hace de comparsa para que la vida se afirme”. A algún lector zafio e iletrado podría aquí escapársele lo de “Áteme usted esa mosca por el rabo”, pero lo cierto es que la elegante antinomia de la descripción respira una poética nebulosidad de acento vaporosamente zambraniano.
Pero en punto de apologías filosófico-taurinas, no fue sino Ortega el que llegó a tocar las más altas cimas de las grandes paridas o máximas chorradas que se conozcan en asunto-toros. El dicho, celebrado como uno de los más excelsos ortegajos, tiene varias versiones, cito la que encuentro más explícita: “No puede comprender la historia de España quien no haya construido, con rigurosa construcción, la historia de las corridas de toros”.
El periodista Javier Ortíz —fallecido hace dos años—, colaborador del diario Público recientemente suprimido, publicó en el número del 7 de abril de 2008 un artículo sobre las corridas de toros, pero, por una vez, no desde el sufrimiento de los animales, sino directamente desde el comportamiento de los hombres. Por lo pronto los exime de saña, al escribir: “los partidarios de la tauromaquia afirman que ellos no disfrutan con el acoso, burla y muerte de los animales. Y yo estoy convencido de que dicen la verdad”. Por lo demás, en el instante en que la compasión obedeciese a un precepto moral imperativo se aniquilaría. Certeramente habla Ortíz de abstracción del sufrimiento como lo que permite a los toreros actuar y a los espectadores admirar. Pero ¿que admiran? “Una constante exhibición y exaltación de actitudes y poses machistas”, nos dice Ortíz. “Los lances y desplantes de los toreros responden a una estética chulesca que no ignoro que hay quien admira (…) pero que se vincula de manera chirriante a una concepción de la virilidad” La referencia a los “desplantes” me parece central; el ahí queda eso me parece el paradigma del alma-hecha-gesto de la españolez. Así la corrida de toros revela la inclinación gestual del alma de los españoles, tantas veces gesteros en el café, gesticulantes en la plaza. Mi ferviente deseo de que los toros desaparezcan de una vez no es por compasión de los animales, sino por vergüenza de los hombres.
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