28 ene 2013

Las heridas de Norman Bethune/ Gregorio Morán

Las heridas de Norman Bethune/ Gregorio Morán
La Vanguardia |26 de enero de 2013
Mientras los pacientes no encabecen las manifestaciones por una sanidad pública, esta será otra batalla perdida. La derrota de lo público no es la victoria de la empresa privada sino nuestro fracaso. No lo hicimos bien. En algunos casos, incluso rematadamente mal, y aquello que se había ido construyendo en los servicios públicos –con esfuerzos ingentes– acabó corrompiéndose, cuando no desmoronándose. Hemos ido perdiendo posiciones, una tras otra, y ahora estamos como en El Álamo, defendiendo un fuerte que ni siquiera es nuestro. Colaboramos en el suicidio de lo público. Algún día habrá que entrar en detalles de cómo nuestros amigos destrozaron el sistema público de enseñanza, y las peculiaridades del desmantelamiento de los Correos del Estado con la complacencia y el insolente comportamiento de buena parte de sus empleados y de sus variados representantes.

Los pacientes. Expresión que consiente dos interpretaciones: los que padecen y los que tienen paciencia. En 1967, John Berger, ese gran escritor y fino analista, que dirían los cursis del arte y la fotografía, siguió los pasos a un médico rural “de los de antes”. De ahí saldría uno de esos textos que de vez en cuando conviene recordar: Un hombre afortunado. Título un tanto temerario, porque el protagonista, el Dr. Sassall, se suicidará unos años después de la aparición del libro. “Al igual que los artistas o que cualquiera que crea que su trabajo es la justificación de su vida, para los estándares miserables de nuestra sociedad, Sassall es un hombre afortunado”. Así terminaba Berger esta hermosa crónica, que no se traduciría en España ¡hasta el 2008! Un ejercicio de humor negro, porque el Dr. Sassall ya llevaba su tiempo echando ortigas.
Lo que une al Dr. Sassall y a Norman Bethune no es tanto su profesión como su actitud ante los pacientes. Dos médicos curtidos en el duro oficio del dolor; uno, médico rural; el otro, un gigante de la cirugía en tiempos difíciles. En una sociedad que no fuera la española, la aparición de una recopilación de textos de Norman Bethune hubiera causado cierta conmoción cultural, aunque fuera a la altura de nuestras capacidades, por supuesto. Primero y principal, porque el pequeño libro Las heridas, recién publicado en Logroño por la insólita editorial Pepitas de calabaza, bien merece una lectura. Ahí están los grandes problemas de la medicina socializada y sobre todo de la relación entre médicos y pacientes, pero además porque incluye un relato que de por sí ya reivindicaría el libro. La carretera de Málaga. Su vivencia de la huida de la población malagueña hacia Almería durante nuestra Guerra Civil. Unas páginas que por su fuerza y su calidad literaria y humana hubieran podido firmar Max Aub o Ernest Hemingway.
¿Pero quién era Norman Bethune? Ya me referí a él hace unos años en una serie de artículos sobre Canadá, cuando en el centro neurálgico de la ciudad de Montreal me encontré con una estatua blanca que representaba a un tipo a la guisa china –chinelas incluidas–. “Norman Bethune”. Del que no sabía nada y que para mayor ironía se trataba de un regalo de la entonces misérrima República Popular China a la próspera y cosmopolita ciudad canadiense.
Norman Bethune resultó ser un personaje legendario en el mundo de la medicina que había rechazado las convenciones que le hubieran convertido en un aristócrata de la cirugía, rico y admirado por la más selecta sociedad canadiense. Había nacido en 1890 y descubrió pronto un par de cosas que merecía la pena ser. Una de ellas, hacerse médico; porque la tarea de achicar el dolor del ser humano le parecía mucho más importante que las historias sobre el más allá y las almas inmortales. Y muy especialmente la cirugía, ese ejercicio de artesanía –así lo definía– que no admite ligerezas porque no trabaja con piedra, madera o metal, sino con frágiles cuerpos desgarrados.
Que Norman Bethune se apuntara voluntario camillero en la primera Gran Guerra y abandonara un esplendoroso futuro canadiense podía parecer una sorpresa. ¿Pero qué sitio había más idóneo para aprender sobre el dolor y la cirugía? Lo que aún causó mayor perplejidad fue la de convertirse primero en socialista e inmediatamente en militante comunista. Sin rubor, a cara descubierta. Es la época en la que explicaba que no había otra salida que la medicina socializada, pero con rasgos singulares: “Es importante que un enfermo pueda elegir su propio médico (…), pero el médico también debe estar en posición de elegir a sus pacientes”.
La experiencia de la carnicería que fue la primera Gran Guerra le convierte en un veterano del dolor y en un estudioso de la cirugía torácica, campo en el que conseguirá la admiración tanto por su pericia y como por su manera peculiar de explicar sus hallazgos. Montreal y su potente sociedad en irresistible ascenso se lo disputan. Sus cursos son un éxito, sus operaciones una exhibición de artesanía quirúrgica. ¡Qué demonios importa, en una sociedad hecha a todo, que el galeno sea un radical! Pero explota España. El levantamiento franquista de julio de 1936 le transforma en voluntario ardiente de las Brigadas Internacionales. Dejemos a un lado sus infelices experiencias amorosas y sus historias británicas. El es un cirujano de combate y la batalla por la humanidad, lo escribirá él mismo, se decide en España. La experiencia española de Norman Bethune como cirujano y su eficacísimo sistema de bancos de sangre móviles se convertirán en otra leyenda. Conviene registrar un dato decisivo, que tiene mucho que ver con la medicina, o más bien, con la administración de la medicina. Bethune es un médico cariñoso y sensible con los pacientes, y al tiempo una víbora para sus colegas cuando se arrugan o le ningunean. Las broncas del canadiense en España serán sonadas, pero como hay pocos tan capaces y tan desdeñosos del peligro, han de aceptar sus condiciones, que se limitan a surtir de sangre los frentes de combate. Pero el cuerpo médico no es tan sensible como el cuerpo de un paciente, es mucho más reactivo. Acabarán denunciándole y exigiéndole que no tome decisiones sin el control del equipo médico español, que entre otras cosas se pregunta cómo aquel tipo largo, arrogante, borracho en ocasiones hasta bordear la bronca, capaz de trabajar días enteros sin dormir y operando: ¿qué carajo hace allí. ¿No será un agente del enemigo? Les mandará a la mierda, elegantemente, porque están en guerra y no quiere provocar.
Cuando vuelva a Canadá y se convierta en el defensor de la causa española de la libertad, que era la República, en mítines y recogidas de fondos, los suyos piensan que al fin sentará la cabeza. Pero está China, la guerra de los pobres frente a los invasores japoneses. Otra revolución está en marcha y allá se va, con lo puesto y sus saberes quirúrgicos. En España fue un gigante mediatizado por algunos enanos, en China ni eso. Un tipo que no habla una palabra del idioma y que como explicará por carta a uno de sus colegas de la Universidad de Montreal: “Soy el único médico para 13 millones de habitantes y 150.000 soldados”. Formará una escuela de médicos y enfermeras de campaña, cuya inmensa mayoría son analfabetos.
Un hombre tan poco efusivo como Mao Zedong elogiará a este personaje tan singular con el que llegó a reunirse una vez y con el que mantuvo correspondencia de una sola carta. Norman Bethune murió, en un chozo, de una septicemia provocada por un pequeño corte mientras operaba. Ocurrió el 10 de noviembre de 1939. Tenía 49 años. Unos días antes había enviado una carta a su amigo el Dr. Barnwell, afamado médico de Montreal, haciéndole preguntas que no pueden leerse sin emoción: “Sueño con un café, un rosbif sangrante, tarta de manzanas y crema helada… Los libros (¿se escribe aún?) ¿Se compone música? ¿Bailáis, bebéis cerveza, vais al cine? ¿Qué se siente entre sábanas blancas? ¿A las mujeres les gusta todavía que las quieran?”

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