23 mar 2013

La vuelta a Jesús/José María Carrascal,


La vuelta a Jesús/José María Carrascal, periodista.
ABC | 20 de marzo de 2013
De cuantas declaraciones ha hecho hasta la fecha el nuevo Papa, me quedaría con la que hizo a los 114 cardenales que le habían elegido: «Si no confesamos a Jesús, nos convertiremos en una ONG piadosa». Frase que esconde una doble advertencia a una Iglesia donde pugnan dos corrientes: no se trata de ser conservadores o aperturistas. Nuestra única guía debe ser el mensaje de Jesús. Si nos olvidamos de sus palabras o de sus obras, no pasaremos de ser una organización laica más de ayuda a los necesitados. La Iglesia tiene que ser eso, y algo más. Tiene que ser una referencia ética para la sociedad, tanto desde el púlpito como desde la vida privada. Y Jesús es la referencia de la Iglesia. Con lo que el Papa Francisco, en vez de tomar partido por los ortodoxos o los renovadores, vuelve a la fuente original del cristianismo.

Algo que nos obliga a plantearnos, veintiún siglos después, cuál fue el mensaje original de Jesús, para descubrir, sin mayores conocimientos históricos y teológicos, que, partiendo de una antiquísima religión, el judaísmo –cimentada en un Dios único, espiritual, y regida por diez mandamientos «natural es » e innumerables normas de convivencia–, predicó ir más lejos, para acercar el ser humano a su Creador y a sus congéneres. Concretamente, Jesús predica:
—La igualdad de todos los hombres, al ser todos ellos hijos de Dios. Esto, que hoy nos parece obvio –de labios afuera al menos, en el corazón y cerebro habría ya que aquilatar–, significaba en aquel tiempo y lugar romper el concepto de «pueblo elegido» que se habían asignado los judíos. De ahí que sorprendiesen sus palabras y escandalizase ver a Jesús familiarizar con los «gentiles», gentes de otras religiones, despertando enormes recelos entre la clase sacerdotal, que acabaría exigiendo su muerte.
—La segunda innovación de Jesús fue su comprensión con los débiles, con los pecadores incluso, a quienes exigió sólo el arrepentimiento y no volver a pecar. Superando con ello las durísimas penas de la entonces vigente Ley del Talión o la muerte por lapidación. Su «el que esté libre de pecado que tire la primera piedra» marca un antes y un después en la actitud de los hombres hacia las acciones ajenas que no aprueban. La misericordia entra así a formar parte de las virtudes humanas.
—No contento con eso, da un paso más y nos pide no sólo perdonar a nuestros enemigos, sino también poner la otra mejilla si nos dan una bofetada. Con lo que traspasa ya las fronteras de lo natural –pues la reacción casi refleja en este caso es devolver el golpe–, para entrar en los dominios de lo sobrenatural, de lo divino. El hombre capaz de dominar sus instintos se convierte así en hijo de Dios. Su frase «mi reino no es de este mundo» define el carácter celestial de su prédica. La Iglesia que funda tiene, junto a los inevitables y numerosos pecadores, miembros tocados por esa aura de divinidad que les inclina a dedicar su vida a los demás y van desde los primeros mártires a Teresa de Calcuta, que llevan el precepto «amarás a tu prójimo como a ti mismo» al extremo de dedicarles su propia vida, lo que requiere fuerzas sobrehumanas.
Fueron estos cambios tan radicales en las relaciones entre los hombres, que significaron un salto cuántico en la historia y cultura de la humanidad, un auténtico terremoto que precipitó el derrumbamiento del mundo antiguo, pagano, con nuevos protagonistas, normas y valores, acompañados del correspondiente caos.
Los contemporáneos, naturalmente, no se dieron cuenta de ello, empezando por los propios discípulos, que le respondían confusos cuando Jesús les preguntaba qué se decía de él, «un profeta», «el Mesías», sin acertar que estaban en el alumbramiento de una nueva era, de la que iban a ser parteros.
Veintiún siglos después, vuelve a reinar el mismo desconcierto. Hemos avanzado en el aspecto técnico de tal forma, que lo que hoy nos parece natural hace sólo cien años nos hubiera parecido milagro. Somos capaces de ver lo que ocurre a enormes distancias, trasplantamos órganos, nos trasladamos de un continente a otro en pocas horas, incluso hemos ido a la Luna. Pero los grandes problemas de la humanidad, la convivencia, las guerras, el hambre, la opresión, continúan. Con el añadido de que nos hemos hecho más escépticos y cínicos, tras ver el desplome de tantas utopías y la poca eficacia de la mayoría de nuestras fórmulas para resolverlos, la democracia incluida.
Dentro de la Iglesia católica forcejean dos corrientes que proclaman para sí la legitimidad de la herencia. La conservadora y la liberal, la teología dogmática y la de la liberación. Los últimos Papas han venido decantándose por la primera, pero el forcejeo sigue, en un mundo cada vez más injusto y volátil. En tal coyuntura, el Colegio Cardenalicio ha echado mano de un obispo llegado de lejos, pero con extenso conocimiento de lo que ocurre, especialmente en los lugares más olvidados. Y este les ha dicho que la solución no está en volver al latín ni en meter guitarras en las iglesias, en restablecer la rigidez de los sacramentos ni en olvidarse de ellos, sino en reevangelizar la Iglesia. No se trata de crear una nueva ONG ni de que los sacerdotes vuelvan a las sotanas, sino de predicar, no desde el púlpito, sino desde el ejemplo diario, a ras de calle, el mensaje de Jesús. No todos los católicos van a poder hacerlo, pero todos tienen el deber de intentarlo, muy especialmente la jerarquía eclesiástica, que debe ser modelo de integridad, rectitud –¡ay, esas complacencias con los hermanos descarriados!–, compromiso con sus fieles e independencia hacia los poderes políticos, económicos, culturales y sociales.
A los viejos enemigos de la Iglesia, el materialismo, el marxismo y el escepticismo, el nuevo Papa ha añadido el populismo, esa mezcla de nacionalismo y demagogia que arrasa en Hispanoamérica y puede arrasar en Europa al socaire de la crisis. Después de haberse enfrentado con él en su país, el Papa Francisco cree que la vuelta a Jesús es también su remedio. Con lo que demuestra ser un hombre no sólo de principios, sino también con sentido común. Lo que más necesita el mundo de nuestros días.
Sólo hace falta que le hagamos caso.

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