«la tontería es mucho más fascinante que la inteligencia. La inteligencia tiene límites; la tontería, no». ¿De qué extrañarse, entonces, de los lamentables acosos? Si se alimentan desde dentro.
Asalto
a lo íntimo/Fernando Rodríguez Lafuente, director de ABC Cultural.
ABC, 24 de junio de 2013;
Este
es un presente plagado de paradojas. Unos se asombran de los recientes acosos a
la intimidad de personajes públicos —sin duda, lamentables— cuando lo cierto es
que el acoso a la intimidad es hoy un hecho común, bendecido y, con cierta
exageración, legislado. Se privatiza lo público y lo privado se hace público.
Lo peor de las crisis económicas es que permean perturbaciones morales y
políticas que, inadvertidas, se instalan en el comportamiento de las
sociedades, y lo curioso es que vivimos en una sociedad vigilada, pero no ya
por el Gran Hermano (Estado), que también, sino por los propios ciudadanos que
se entregan al exhibicionismo de su propia intimidad con una alegría
desconcertante, cuando no con una predisposición jaranera de cumplir con un tópico
falsamente democrático: el de contarlo, y enseñarlo todo, cuanto más indecente,
mejor.
Si medios de comunicación, de manera especial los audiovisuales, y redes
sociales se nutren del desparpajo de la gente, ¿a qué extrañarse de que cuando
pintan bastos la cosa se vaya de las manos y grupos envalentonados irrumpan
frente a los domicilios? ¿No han irrumpido ya determinados programas de
televisión bajo el beneplácito de la sacrosanta audiencia? Aquí parece que
mienten todos o que, como el prefecto de policía Renault (Claude Reims) en la
por tantas cosas mítica Casablanca, muchos «acaban de descubrir que se juega».
Y se juega, sí, pero, en este caso con la intimidad de los ciudadanos.
Más
allá de otro exhibicionista superlativo, Assange, o del escándalo reciente de
las escuchas en Estados Unidos, o del asunto turbio y, por qué no decirlo,
repugnante de las grabaciones privadas en el Reino Unido, y lo que venga, se
esconde un enrevesado fenómeno de calado inquietante. Las cámaras vigilan, por
mor de la seguridad, fronteras, aeropuertos, calles, plazas, hoteles,
comercios, instituciones, carreteras. Qué decir de esa sensación de prisionero
de un campo de concentración (eso sí, sofisticado e incruento) cada vez que un
pobre ciudadano entra en el recinto de un aeropuerto: tensión, nerviosismo,
humillación, donde solo eres, como en la gran serie de TV británica El
prisionero, « un número » . El Estado —siempre benefactor y atento a la
biopolítica— legisla sobre decisiones que atañen y competen a la vida privada.
Pero ya sabemos que nadie se escapa a la solidaridad del Estado.
Datos
personales atraviesan hoy las invisibles fronteras. Se preguntaba Somini
Sengupta en The New York Times, en abril de este año: «¿De verdad valoramos
nuestra privacidad?», porque lo cierto es que revelamos, no ya de manera
consciente, como los freaks de los programas televisivos, sino
inconscientemente, más datos personales de los que imaginamos: «Facebook puede
ser especialmente valioso para los robos de identidad, especialmente cuando la fecha
de nacimiento de un usuario es visible para el público». Señalaba Michael
Ignatieff que «la vida democrática es un pacto difícil», y es que una de las
claves de las sociedades democráticas, sociedades de votantes y contribuyentes,
es el más escrupuloso respeto al individuo y a su privacidad, siempre, claro
está, que tal privacidad no lesione derechos ajenos. Esta sociedad antes
vigilada y ahora autovigilada pareciera que tiende, como ha señalado Giorgio
Ambagen, «a la gestión del desorden».
Sociedad
de la sospecha, de la cámara, del control obsesivo (alimentario, sanitario,
tráfico). Refuerza el poder del Estado y debilita el del individuo, acosado por
rocambolescas legislaciones pergeñadas en la oscuridad de un destartalado
despacho burocrático. Lo paradójico del asunto es que las limitaciones a la
libertad que las gentes de las naciones democráticas hoy aceptan habrían sido
impensables hace apenas unas décadas. José Blanco White, un liberal sin neos ni
neas, escribió en El Español el 5 de marzo de 1812: «La libertad verdadera y
práctica no puede fundarse en declaraciones abstractas; su verdadero fundamento
es la protección individual que el ciudadano debe hallar en los tribunales y en
las leyes.» Pero doscientos años después, como bien ha señalado Antonio
Valdecantos, resulta que «el individuo siempre es sospechoso». A más Estado,
menos individuo, mayor control de las conductas, mayor sanción social, sazonada
con el aplauso bobalicón de las audiencias.
Para
el nobel Mario Vargas Llosa: «Vivimos en una época en que aquello que creíamos
el último reducto de la libertad, de la identidad personal, es decir, lo que
hemos llegado a ser mediante nuestras acciones, decisiones, creencias… aquello
que cristaliza nuestra trayectoria vital, ya no nos pertenece, sino de una
manera muy provisional y precaria». Y lo más espeluznante del caso es ese grupo
de gentes que, con una aplicación de móvil, se presenta voluntaria (a fecha de
hoy, más de un millón) para que se registre cada minuto de su vida. «Vivimos en
la era de la vigilancia total» (Tim Weiner, autor de Enemigos: una historia del
FBI), para sí habría querido ese turbio vigilante de vidas que fue J. Edgar
Hoover la actitud de nuestros contemporáneos entregando gozosamente su
intimidad. Así se destruye la sagrada línea que divide lo público y lo privado,
porque lo colectivo arruina lo privado, lo devora, lo reduce a excentricidad y
rareza.
Las
redes cuentan todo, sí, pero de todos. «Vivimos fascinados —recordaba Fernando
Castro en Revista de Occidente— ante la pecera catódica, hechizados por la
insignificancia soporífera, indiferentes, incapaces de decir o hacer algo…
Estamos atrapados en el exhibicionismo delirante de la propia nulidad con una
extraordinaria falta de pudor y un singular servilismo de las víctimas que
participan de la humillación (…) la confesión, conseguida en la oscuridad
morbosa del encuentro con el sacerdote o en la disciplina más agresiva de los
cuerpos, ha perdido cualquier sentido en el momento en que toda la gente quiere
contar todo. Lo banal aumenta su escala, el nuevo banderín de enganche promete
entretenimiento, el circo mediático eleva a los altares la estupidez sin
asideros. Hace tiempo que los freaks tomaron el mando de las operaciones». Y
como señaló Claude Chabrol, «la tontería es mucho más fascinante que la
inteligencia. La inteligencia tiene límites; la tontería, no». ¿De qué
extrañarse, entonces, de los lamentables acosos? Si se alimentan desde dentro.
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