22 jul 2013

Yo defiendo/Javier Gómez de Liaño


Yo defiendo/Javier Gómez de Liaño es abogado y juez en excedencia. Lleva la defensa de Luis Bárcenas.
Publicado en El Mundo, 22 de julio de 2013
En mi último artículo publicado en esta misma tribuna escribía que hay gente que tiene cosas que callar y las callan y que también los hay que las cuentan y hasta las confiesan a cielo abierto. Esta cavilación me viene que ni pintada al propósito que hoy me propongo y que no es otro que razonar la decisión de asumir la defensa de un hombre llamado Luis Bárcenas Gutiérrez al que se imputan varios delitos y que actualmente está en prisión provisional.

No obstante el título, esta tribuna no es un alegato a favor de mi defendido en particular, como el que Emile Zola hizo con su J´acusse que publicó el 13 de enero de 1898 en el diario L´aurore, sino un modesto breviario o decálogo de bienintencionadas reflexiones con el que aspiro a proclamar algunos supuestos de los que cualquier abogado ha de partir para el buen ejercicio de su profesión, empezando por ser leal coadyuvante de la administración de Justicia.

DEFIENDO que para el abogado los principios constitucionales son dogmas y que cuando se acepta el Estado constitucional y democrático de Derecho es inadmisible que se cuestionen alguno de sus fundamentos. Uno de ellos, es que todas las personas tiene derecho a obtener tutela judicial efectiva y, asimismo, a la defensa. Demandar justicia para los demás es la obra más grandiosa del hombre, después de la de impartirla. Como el gran jurista Carnelutti nos enseñó, la esencia y grandeza de la abogacía es situarse en el último peldaño de la escala, junto al acusado.
DEFIENDO que quizá el más indiscutible de esos principios constitucionales es que nadie puede ser tenido por culpable de un delito hasta que un tribunal de justicia dicta sentencia definitiva y firme que así lo declare. Se es delincuente o no se es. No hay delincuentes presuntos, sino delincuentes convictos o, en su caso, inocentes amparados por la única presunción constitucionalmente relevante, o sea, la de inocencia, que además supone que la carga de probar el delito corresponde a quien lo imputa. Ninguna postura tan clara en este sentido como la de Beccaria al escribir que «un hombre no puede ser llamado reo antes de la sentencia del juez, ni la sociedad puede quitarle la pública protección sino cuando esté decidido que ha violado los pactos bajo los que le fue concedida».
DEFIENDO que la justicia no se hace poniendo a la sociedad en contra del acusado hasta el extremo de que a menudo el griterío para que se encierre a la gente resulta ensordecedor. La alarma social, más bien «excitación social», es un cuerpo extraño a la justicia cuya misión no es apaciguar inquietudes populares provocadas por esos juicios de la plebe que tanto suelen proliferar.
DEFIENDO que en la Justicia no hay sitio para la venganza. Ni la vieja e ineficaz ley del Talión ni la vergonzosa ley de Linch tienen cabida en el buen gobierno de los hombres. Empieza a producir pánico el empleo de la quijada de burro por ciertas jaurías justicieras, cuyos cabecillas están en la memoria de todos.
DEFIENDO que el abogado exija prudencia en las opiniones sobre sus clientes, comenzando por algún que otro parlamentario con afección de verborrea. Achicharrar a un justiciable, por muy imputado que sea, con el uso de adjetivos a contrapelo, es subterfugio excesivamente torpe y propio de rábulas deslenguados que recuerdan aquel modelo de letrado que en la Revolución francesa se definía como «personaje de lengua fácil y de conciencia aún más fácil».
DEFIENDO a capa y espada el lema de que estamos en España y que aquí, pese al prejuicio que comportan los tribunales de plaza pública y hasta de patíbulo, no se condena a nadie por unos hechos que no se han cometido o no son constitutivos de delito.
DEFIENDO que si queremos respetar la presunción de inocencia, la prisión preventiva no debería existir, pues se mire por donde se mire, es una auténtica y verdadera pena anticipada. En su Leviatán, Hobbes advierte que nadie ha de ser castigado antes de ser declarado culpable y cualquier daño que se cause a un hombre, antes de ser oído y condenado, va contra la ley de la naturaleza.
DEFIENDO la tesis de nuestros tribunales cuando proclaman que la prisión provisional debe estar presidida, fundamentalmente, por el principio de estricta necesidad, más el de proporcionalidad. El sufrimiento que implica tan gravosa medida cautelar es un sacrificio absolutamente desmedido en relación con los fines que con ella se quieren alcanzar.
DEFIENDO que la sociedad, para ser verdaderamente democrática, necesita de abogados independientes, como de periodistas independientes y no digamos de jueces y fiscales independientes, aunque sean un ejército los empeñados en impedirlo. El abogado ha de serlo por encima de cualquier otra consideración y recordar que debe ejercer su oficio emancipado de toda autoridad e influencia exterior. Pocos sitios hay donde la libertad sea más completa que en un estrado. A la gran diosa de la libertad del abogado no hay quien la apiole, se pongan como se pongan los verdugos.
DEFIENDO que la abogacía es una profesión al servicio del interés privado y que, por consiguiente, la razón de ser del abogado está en defender al cliente, aunque también a la Ley, al Derecho y a la Justicia, todas con mayúsculas. Para el abogado el interés dominante es el de aquél a quien defiende. Mas la razón de la ley está en lo más alto.
DEFIENDO que en este oficio la meta no es sólo conseguir que gane el cliente sino también y fundamentalmente, lograr que se haga Justicia. Cuando el abogado acepta una defensa, es porque estima, sin descartar que en ocasiones lo haga erróneamente, que la pretensión de su defendido es justa. En tal supuesto, al triunfar el cliente triunfa la Justicia.
DEFIENDO que el abogado no tiene más señor que el Derecho. Ha de ser cosa bien sabida por el abogado que en su conciencia y en su toga quien manda es él, aunque siempre detrás de la ley. Para cualquier abogado tendría que ser un orgullo que el cliente, antes que defensor, le considerase su primer juez.
DEFIENDO que el abogado ha de ser veraz y justo y que cuando presenta a su cliente ante un juez y un fiscal, el consejo previo no es que haga uso de argucias sino que comparezca con la voz llena de palabras claras y con la verdad por delante. Únicamente cuando se viste con el ropaje de la verdad, la Justicia se desnuda.
DEFIENDO que cualquier profesión de fe de un abogado a la causa de una ideología es una confesión de parcialidad. El abogado está al servicio de algo, que no de alguien. No se olvide aquello que Séneca decía de que el hombre más poderoso es el que es dueño de sí mismo. En el mundo del Derecho, más que de sombras se habla de apariencias y el abogado ha de evitar las sospechas de fidelidades a las siglas de un partido político. Hacer política de partido con la toga puesta no es menester de abogados, sino de mercaderes de leyes. El servilismo es el más abyecto de todos los vicios.
DEFIENDO que el abogado, como cualquier hijo de vecino, tiene la posibilidad de equivocarse, pero errar y estar herrado son cosas muy distintas. Lo primero es de humanos y el abogado, como tal, corre el riesgo del desliz. No es el traspié de buena fe sino el error consciente lo que mata la dignidad del oficio de defender.
DEFIENDO que el abogado es un expósito y ha de saberse blanco de veredictos ajenos, aunque esto no signifique que contra él haya barra libre al agravio. Que un periódico sostenga que un abogado forma parte de un trío de conspiradores, con el jefe de la oposición al frente, para derribar a un gobierno, es mal camino y alarmante señal de injusto exceso, como lo es que un columnista de prestigio afirme, falsamente, que ese abogado apenas terminar una actuación judicial fuera al domicilio de un colega de otro medio para contarle lo ocurrido en el despacho del juez.
DEFIENDO que en ocasiones defender es ingrato menester, pero el buen abogado sólo ha de ser incapaz de decir no a aquello que sea patente y clamorosamente injusto. Es seguro que a lo largo de su vida el abogado, lo mismo que el juez o el fiscal, recibirá varias clases de golpes, en la espinilla, en el hígado, en el corazón, mas de todos ellos sacará saludables consecuencias si acierta a digerirlos serenamente y hasta con deportividad.
DEFIENDO que en España los tribunales son justos. Tienen y no hay porqué ocultarlo, sus goteras y fisuras, pero ello no quita que la fe en la Justicia española y en sus jueces y magistrados bien puede ser sino ciega, casi. Somos muchos los españoles que creemos en ellos a pies juntillas.
DEFIENDO que entre jueces, fiscales y abogados, como ramas de un mismo árbol, debe existir una respetuosa y cordial relación y trabajar en perfecta armonía. La respetabilidad de los defensores es determinante de que ningún juez piense en la posibilidad de ser engañado por un abogado.
DEFIENDO que, lamentablemente, el asunto al que me refiero hace algún tiempo que por culpa de unos y de otros dejó de ser judicial para convertirse en político. Éste es el problema. El drama, diría yo. Mejor aún, su veneno.
Al terminar estas líneas y mirar el calendario me doy cuenta de que hoy se cumplen once años desde que pedí la excedencia voluntaria en la carrera judicial y me incorporé al ejercicio de la abogacía y exactamente cinco que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos me dio la razón cuando sentenció que mi juicio en el Tribunal Supremo no había sido justo por la parcialidad de los jueces que me juzgaron. Los chinos, que son muy sabios, piensan que allí donde pisa un hombre nacen mil caminos y yo, que nada tengo de sabio, digo, que sí, que la vida se mueve a golpe de timón y que si antes administré Justicia, ahora me dedico a pedirla y la verdad es que no encuentro grandes diferencias. Quizá sea porque la Justicia es un sentimiento del alma que se lleva a cuestas, independientemente del petate. La justicia, más que cuestión de Estado, lo es de supervivencia del Estado y a caballo de esa situación es como el abogado anda y desanda un camino repleto de afanes y vicisitudes, venturas y desventuras.

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