14 ago 2013

Matazan en Creel, espera justicia

Esperan justicia... a 5 años de matanza 
Daniel de la Fuente / Enviado
Reforma, Creel,  Chihuahua (14 agosto 2013).- A cinco años de una de las primeras masacres cometidas contra civiles en México, dentro de la guerra contra el narco, familiares y amigos de las 13 víctimas aún esperan justicia.
La tarde del 16 de agosto de 2008, un comando abrió fuego contra al menos 25 jóvenes que conversaban y jugaban carreras descalzos, a la usanza rarámuri, afuera del centro ejidal Profortarah, en la periferia de Creel, en la Sierra Tarahumara.
 El más pequeño de los muertos tenía un año.
 Ante la llegada de los sicarios, la autoridad abandonó el pueblo, ubicado en el Municipio de Bocoyna, por lo que el jesuita Javier Ávila acompañó a la multitud adolorida e incluso debió cuidar evidencias ante la demora para llegar, de más de tres horas, de elementos de la Procuraduría estatal.
 "Las familias están decepcionadas y dolidas por la falta de justicia", afirma el jesuita.
 "El Gobierno abandonó a Creel y le apuesta al olvido, pero esto no va a suceder: debe haber justicia y erradicarse la violencia en la sierra, porque en cualquier momento puede pasar otra masacre".
Primero de tres
 Esta tarde de agosto, el tren Chihuahua-Pacífico llega pesadamente entre rechinidos, silbatazos y nubarrones negros a la minúscula estación en este poblado del municipio de Bocoyna, puerta de entrada al país de los tarahumaras.
 Provenientes de Chihuahua, algunos pasajeros descienden del "Chepe" para recorrer este "pueblo mágico", como está denominado Creel, y otros aguardan a que reanude su marcha que, en total, recorrerá 650 kilómetros hasta Topolobampo, Sinaloa.
 Es sábado, ha llovido mucho y aún es periodo vacacional, pero los comerciantes de artesanías y guías insisten en que el número de turistas es incomparable con el del pasado. Tampoco se ven extranjeros. Los lugareños, sin embargo, mantienen la esperanza de que un día las calles de su pueblo sean como antes: intransitables con tanto visitante.
 Una tarde parecida a ésta, aunque el tren ya habría partido, la del sábado 16 de agosto del 2008, tres camionetas llegaron a gran velocidad al centro social Profortarah, casi en la periferia de Creel. Eran pasadas las 18:00 horas.
 Ahí, al lado de una nave de blocks y techo de lámina, cuando menos 25 hombres, jóvenes en su mayoría, oían música, platicaban, bebían cerveza y otros jugaban carreras descalzos, a la usanza rarámuri. Unos acababan de salir por cerveza.
 Sin decir nada, los recién llegados a Profortarah, al parecer 12, abrieron fuego contra el grupo. Los muchachos corrieron despavoridos hacia el fondo, saltando bardas, o se escondieron abajo de los carros estacionados. Hasta ahí fueron los sicarios a disparar contra los heridos o ya muertos.
 Ese año, REFORMA contó a través de testimonios la escena dantesca y el abandono de la autoridad local ante la masacre. Ahí el cura Javier Ávila debió hacerse cargo de su pueblo herido.
 Todo ese tiempo, el sacerdote, también presidente de la Comisión de Solidaridad y Defensa de los Derechos Humanos (COSYDDHAC), organismo que fundó junto al Obispo de la Tarahumara José Llaguno, acompañó a las víctimas. "Pato", como le dicen cariñosamente, veló la integridad de la escena del crimen, estuvo con los dolientes, presidió la misa de despedida y el adiós en el cementerio, donde fueron sepultados uno cerca del otro.
 Los primeros meses y pese a la amenaza de un regreso del comando, los deudos exigieron airadamente justicia: tomaron casetas, cerraron caminos, colgaron mantas en todas partes e instalaron ataúdes; se situaron sobre las vías del Chepe, desfilaron de blanco y de negro por su pueblo, y contaron una y otra vez la misma historia de abuso y terror. Las autoridades, sordas.
 El anterior Gobierno de José Reyes Baeza y su Procuraduría, que al principio dieron versiones vagas sobre la masacre, han aprehendido únicamente a tres personas, una de las cuales liberó por colaborar con la autoridad, pero eran actores colaterales. Nunca fueron arrestados autores intelectuales o materiales, algunos de los cuales han sido reportados como supuestamente asesinados. La responsabilidad del homicidio colectivo fue atribuida a "La Línea", brazo armado del Cártel de Juárez, que tanta muerte ha causado en el Estado.
 Y un lustro después, nada.
ooo

 Iniciado el sexenio de Calderón, la primera matanza más cruenta fue en el Centro de Rehabilitación CIAD 8, en Ciudad Juárez, donde un comando, buscando rivales, irrumpió un servicio religioso y mató a 10 internos.
 Tres días después fue la de Creel. Ahí el narco, de manera indiscriminada, mató a una multitud. La versión que corrió fue que iban por dos, pero nunca ha habido una investigación eficaz.
 El Padre Ávila, columna en la que se ha sostenido el pueblo, deplora la actuación de la autoridad y habla de la decepción de su pueblo, que ha hecho todo por justicia. Desde su oficina llena de crucifijos, afirma que después de la masacre la vida siguió su curso; que el dolor de las heridas no es el mismo, desde luego, pero queda una cicatriz por la impunidad.
 "Entre las familias cada día hay más apatía y menos credibilidad hacia la autoridad, más malestar", afirma este hombre que rebasa los 70 años.
 "A esta masacre no se le dio su espacio, empezando por la autoridad federal. Nadie vino de la Federación ni llegó siquiera una carta de condolencia del Presidente, y yo veo varias razones: aquí no es frontera, no hay maquilas ni peligro de que vuelen capitales extranjeros, como fue el caso de Salvárcar".
 "Allá el Presidente, y qué bueno, luego luego corrió. Aquí jamás. 'Aquí la gente espera una palabra tuya, Felipe', le escribí en una carta invitándolo al tercer aniversario de la masacre. Nada", agregó.
 El ataque la noche de Independencia de ese mismo año en Morelia y las masacres una tras otra taparon la de Creel. A tanto llegó el desinterés del Gobierno federal que una vez, Yuriana Armendáriz, hermana de Luis Daniel, joven masacrado, alcanzó a abordar a Calderón en su única visita al pueblo, en febrero del 2011, para regalar cobijas a los tarahumaras.
 "Puso una cara de que no sabía de lo que le hablaba", cuenta la joven. "Luego, me dijo que sí sabía, que él también había visto el video del comando armado. '¡Ésa es otra!', le grité, desesperada. '¡Usted está confundiendo un ataque de narcos que grabó una cámara vial con la marranada que nos hicieron en agosto del 2008!'".
 Asqueada, así dice, Yuriana vio partir confundido al Presidente, seguido por un silencioso Gobernador César Duarte, quien nunca se ha comprometido a resolver la masacre, porque argumenta que sucedió en la administración anterior.
 Meses después, Yuriana hizo una crónica del crimen y de su desesperanza en una reunión entre el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad y legisladores en el Congreso de la Unión. Entre lágrimas de rabia, la joven contó la anécdota absurda con Calderón y la ineficacia de la autoridad local para resolver el crimen de los muchachos. Le costó 10 meses de exilio.
 "Unos meses después alguien me habló para decirme que habían levantado a una joven que confundieron conmigo. '¡Vete!', me dijo. No sé de dónde vino".
 Por si fuera poco su dolor frente a la impunidad, la joven debió vivir lejos de su familia. Ella, sin embargo, consideró cierta la amenaza: el 20 de marzo del 2009, Daniel Parra Urías, a quien le mataron a su hijo Daniel Alejandro en Profortarah y que se encontró con los sicarios en el sitio de la masacre, fue hallado asesinado en la carretera que comunica a Cuauhtémoc con Creel.
 Esa mañana que Daniel partió del pueblo para seguir sus pesquisas como siempre, se iban a ir con él Óscar y Eliseo Loya. Al primero le mataron un hijo, y Eliseo, entonces presidente seccional de Creel, perdió en la masacre a su hijo, a un hermano y a su sobrino, de 1 año 4 meses, y cuyas autopsias arrojaron el dato estremecedor: la misma bala que mató al padre le quitó la vida al hijo, a quien traía en brazos y que cubrió con su cuerpo en medio de las balas.
 Desesperado ante la inacción oficial, Daniel buscaba a los criminales en los pueblos vecinos, y los amigos le acompañarían a hacer indagatorias. Alguien, sin embargo, les dijo que no fueran, que las cosas estaban muy calientes, y desistieron.
 "Si nos hubiéramos ido con él, seríamos tres los muertos", cuenta Eliseo, muy triste.
 La esposa de Daniel, Consuelo Mendoza, quien atiende un local de artesanías, recibió una llamada de él hacia el mediodía: que lo habían detenido unos federales y le dio la dirección donde podía pasar a buscarlo. Enseguida, le volvió a telefonear: que no era necesario que fuera por él, que los federales le dijeron que aquello sería de rutina.
 En lo más hondo de sus pesares, los deudos están convencidos de que Daniel supo que estaba ante asesinos y le habló de nuevo a su mujer para que no lo buscara.
 Antes de esto, Daniel les habló a varios deudos: que traía una información con la que "se van a ir de nalgas". No dijo más. Seguramente obtuvo datos que faltaban para armar el rompecabezas de corrupción y complicidad oficiales en torno a la masacre.
 Yuriana piensa con frecuencia en Daniel y su crimen impune.
 "Con su muerte nos pararon a todos; no volvimos a indagar, tampoco a preguntar. Su muerte fue un mensaje".
 Contrario al Chepe y su paso obligado, en Creel la justicia nunca llegó para resolver "la marranada", como le llaman aquí a la matanza, como sin control se encuentra la violencia en toda la Sierra Tarahumara. Y en el País.

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