14 feb 2014

El columnista que odia a “El Peje”/JUAN PABLO PROAL


El columnista que odia a “El Peje”/JUAN PABLO PROAL
APRO; 14 DE FEBRERO DE 2014
ANÁLISIS
MÉXICO, D.F. (proceso.com.mx).- Lo mismo vende champú por televisión que conduce un noticiero radiofónico. Podríamos decir que alcanzó la omnipresencia.
El columnista que odia a “El Peje” necesita de su enemigo para subsistir. Sabe que no puede meterse con la lista de los intocables amigos del dueño del periódico donde es empleado, pero se niega a admitir que su reputación es insalvable. Salta de alegría cuando Andrés Manuel López Obrador reaparece. Entonces resucita la rabia, arrumbada al lado de la dignidad. La desempolva, la prepara y la fuma.
“El Peje” es la dosis de cocaína que necesita. Recuerda que es periodista, que es crítico, que puede usar esos cinco descalificativos que lo hacen ver tan valiente. Si bien estas emociones lo sacan de su letargo, es otra la sustancia activa de su droga: el halago. Sólo metiéndose con “El Peje” escuchará de nuevo, de voz de los corifeos de siempre, que es un buen periodista, que sabe hacer su trabajo, que debería haber más como él. Y es sólo así como sus textos vuelven a ser leídos y regresa a la euforia del rating.

El columnista que odia a “El Peje” está tan ausente como su némesis. Sus únicos días de gloria están relacionados con los periodos electorales. Para no caer en coma, este personaje sustituye a su recurso vital con figuras equivalentes para lógica del medio donde trabaja. Por eso no olvida ese tono apocalíptico cuando se refiere al SME, la CNTE, el #Yosoy132, “los anarquistas” o un gobernador que aún no haya firmado convenio con su empresa. De repente, nos presenta un “documento inédito” para desacreditar a esa plaga mortal que destruirá las ejemplares instituciones del país. Suelta nombres, contratos, cifras. Señala sus conductas despóticas, su incongruencia, su excesiva forma de vivir.
En sus descansos disfruta convivir con los políticos. Se viste como ellos, come a su lado, se ríe de los mismos chistes y hace suyo el vulgar abrazo del compadre hipócrita. Hace mucho que no se sube al Metro, su mejor aliado en los tiempos de hambre. Pero para qué acordarse ahora que viste bien, bebe mejor y por fin puede pagar una cabaña rústica de un Pueblo Mágico en vez de un motel perfumado de Fabuloso rosa.
Aunque ya se estacionó en las revistas de sociales, le encanta presumir al aire que es parte de la clase media. Si algo le enfurece es que le suban los impuestos, aunque nunca se atreverá a señalar a los responsables de saquear el erario.
Le gusta escribir coloquialmente, quiere sentirse cercano a sus lectores. Sus expresiones favoritas son: “cuentas alegres”, “gatopardismo”, “chabacanería”, “espaldarazo”, “Sí, Chucha”, “sospechosismo”, “marrullero”, “No confundas la gimnasia con la magnesia”, “legaloide” y “pólvora mojada”. Regularmente remata su columna con “Al tiempo” o “No digan que no se los advertí”.
 Cuando le dan la orden o requiere atacar a alguien, es proclive a exigir congruencia. Parece que este recurso tiene mucha aceptación en su auditorio. “¡Congruencia, congruencia, carajo!”, demanda mientras pega en el escritorio donde reposa el micrófono. Y es que el columnista que odia a “El Peje” por lo regular conduce un noticiero radiofónico por la mañana, escribe de lunes a viernes en un periódico de supuesta circulación nacional, modera o participa en una soporífera mesa de análisis por la noche y es el titular de un programa de entrevistas los fines de semana. En todos los espacios repite las mismas ideas, pero necesita actuar diferente, según el medio. En uno presumirá sus buenos modales y en otro se permitirá soltar alguna grosería de vez en cuando porque los productores le pidieron dirigirse a un público más joven.
 Si la técnica de exigir congruencia no aplica al personaje que necesita desacreditar, entonces saca otro recurso que funciona medianamente bien: lo acusa de ser antidemócrata. El columnista que odia a “El Peje” trabaja para medios que se han orinado en la democracia, pero siempre termina por denunciar que tal o cual es un peligro para el sistema democrático, las instituciones, la Constitución o alguna otra pieza sagrada.
 Cuando el caso es verdaderamente difícil, el columnista que odia a “El Peje” se pone serio, se mete a la página de la Real Academia de la Lengua y busca un concepto. Entonces inicia su texto así: “Según la Real Academia de la Lengua, líder es ‘aquella persona a la que un grupo sigue…’”. Y puede ir más allá, como entrar a un sitio web de frases célebres y valerse de un filósofo griego.
 El columnista que odia a “El Peje” está más obsesionado con los seguidores de AMLO que con AMLO mismo. Goza de provocarlos para después protagonizar escándalos mayúsculos por ser empujado, escupido o manchado. Es entonces y no cuando asesinan a un periodista que en el titular de su noticiero advertirá de los graves riesgos que corre la prensa. Dirá que es inaceptable, que este es el primer paso hacia una violencia descomunal. Machacará la importancia del respeto a la libertad de expresión, mientras los reporteros de su medio siguen rogando ser inscritos en el IMSS.
 Admira a los “políticos responsables”, que no son otros que sus compañeros de la hora feliz. Los que votan siempre como ordena el régimen, quienes lo invitan a sus bodas y le regalan arcones gigantescos en Navidad. Los entrevista con tanta regularidad que terminan siendo comentaristas en sus espacios.
 De presidentes, expresidentes (recientes), los verdaderos hombres de poder o cualquier secretario de Estado nunca hablará mal. Por el contrario, elogiará cada uno de sus movimientos. Cuando protagonicen un escándalo lo llamarán “pequeña crisis”, “supuestas acusaciones”. Y si de plano el personaje es insalvable, usará el eufemismo “polémico” para no hablar más del asunto.
 La mayor preocupación del columnista que odia a “El Peje” es la muerte de su adversario. Está siempre al pendiente de su salud. Sabe que si se va, tal vez nunca vuelva a saborear la adrenalina efímera de sentirse periodista de nuevo. Sí, hay sustitutos menores, cualquier perredista –menos “Los Chuchos”, claro-, un líder charro o algún presidente municipal. Pero ninguno llenaría el vacío de López Obrador. No es su droga. Es el más ansioso de que llegue 2018 para poner su hígado encima del teclado y escribir los mejores textos que su talento pueda concebir.
 Mientras eso pasa, redactará a diario columnas que ni siquiera él quiere leer. Está aburrido, rara vez tiene en mente un tema que le apasione. Mendiga por un chisme entre sus reporteros, que tecleará en la noche y de mala gana. Entonces recuerda el Plan B: dobla su traje de periodista, lo guarda en la puerta de arriba del clóset, saca la gabardina y le pide a su chofer que lo lleve al restaurant Churchill’s de Polanco.
 El columnista que odia a “El Peje” es ya un personaje insustituible de la fauna política nacional. Póngale el nombre que quiera. ¿De quién se acordó?

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